El avaro

El avaro El gesto moralista: la avaricia y el amor

Uno de los gestos que muchas veces se le adjudica a la literatura francesa es el moralista. En el siglo XVII, época en que escribe Molière, el teatro trata cuestiones de índole moral, generalmente por el lugar que esta disciplina ocupa en el territorio y su supeditación a la idiosincrasia estatal. Y hay un aspecto del moralismo que se presenta particularmente en el tipo de comedia que inaugura Molière, de la cual jamás se ausenta un trasfondo social y político, y que resulta en el efecto de lo que Alain Badiou llamó “risa paradójica”. En esta línea, Molière es uno de los primeros autores en complejizar el concepto de comedia y darle una sustancia más oscura, existencialista, que provoca que la risa deje una sombra, una verdad oscura. La risa paradójica se liga a un anclaje moralizante, apuntado en el concepto de “castigar las costumbres riendo”: lo que se busca es que la risa señale, al mismo tiempo, el mal, el vicio, con el objetivo de purificar las pasiones.

El avaro es una de las obras en que Molière trabaja el problema del vicio, encarnado en el protagonista, que ocupa a la vez el lugar del pater familiae, el padre y jefe del hogar. Tal como señala Ramón Fernández, este protagonista está hipnotizado por el vicio, y ese es uno de los elementos en los que se sostiene la comedia.

Teniendo en cuenta las unidades aristotélicas, hay una que es particularmente relevante para analizar esta comedia y es la unidad de lugar. La comedia de Molière tiene lugar estrictamente en el orden del domus, es decir, de ese universo característico de una pequeña burguesía parisina en ascenso y su construcción de un capital: la casa, los hijos, el dinero. Es en la relación entre estos elementos en donde reside el conflicto de la obra El avaro, ya que producto del vicio, en la casa reina el desvencijamiento, la retención, y ese espacio pasa a representar entonces a un mundo que se desmorona porque los vínculos aparecen lacerados, roídos por el dinero. Como protagonista de la obra, Harpagon representa una autoridad doméstica cuya arma no es el amor, sino el dinero del cual priva a sus propios hijos.

El drama de la no circulación de los bienes por la restricción del padre aporta a la comedia un carácter trágico, dada en la caracterización del personaje de Harpagon como avaro y el efecto que eso tiene en el orden del domus que él lidera. Pero sobre todo, las consecuencias se hacen visibles en la relación filial, ya que su restricción del dinero lleva al hijo al camino del vicio, en tanto se dedica al juego o debe pedir préstamos para vivir. El carácter vicioso de Harpagon representa, por lo tanto, un impedimento para el amor.

Badiou encuentra la mayor amenaza del amor en cierta concepción económica o comercial que restringe el darse al amor en pos de una aseguración personal. El amor para Badiou es una propuesta existencial: construir un mundo desde un punto de vista descentrado en lo que tiene que ver con la propia pulsión de supervivencia o del propio interés” (2015: 31). Esto exige lo que él llama una escena del Dos, un encuentro. Pero Harpagon está instalado en la escena del Uno.

Lo anterior puede explicarse con mayor detenimiento recurriendo a algunos conceptos de Wajcman acerca de la avaricia. Wajcman indica que mientras que el resto de los pecados forman lazo social, se colectivizan, el avaro anda solo. Se cuenta hasta uno. Es más, en realidad no está solo, sino que tiene una relación esencial con las personas: ya sea porque esconden el oro que él no tiene y, por lo tanto, codicia, ya sea porque representan una amenaza al oro que posee. El único modo bajo el cual otro sujeto puede aparecer es el de ladrón potencial. Estas particularidades pueden verse a lo largo de toda la obra: Harpagon, desconfiando de todos, teme incluso que sus propios hijos sepan cuánto dinero tiene, e incluso, en su soliloquio, también desconfía del público y de su propia sombra.

Cualquier otro deseo que no sea el del avaro es enemigo, amenazador y mortal. La voluntad del avaro implica la exclusión de cualquier otra, porque cualquier otra voluntad que no se renuncie a sí misma o se movilice al servicio de su bien, va contra él. En relación con esto, es notorio cómo Frosina vende a Mariana como una esposa ahorrativa, ideal porque no gasta, y también cómo Harpagon se deja engañar por Valerio, quien se hace pasar por el mejor sirviente, el que controla los bienes a su favor, y a quien por lo tanto enarbola más que a su propio hijo.

Para Badiou, una concepción amenazadora del amor es aquella que ve al amor como un contrato. Esto en la obra puede verse, por ejemplo, en el asunto de la dote que Harpagon exige de Mariana para casarse, aun siendo rico y ella pobre, o el hecho de que quiera casar a sus hijos para ahorrarse la manutención (los hijos constituyen unidad de peligro para él). Pero fundamentalmente este concepto aparece en dos momentos: en primer lugar, en la escena en que, habiendo tenido lugar la anagnórisis espantosa en la cual Cleanto descubre que su usurero es su propio padre, Harpagon entremezcla el registro paterno con el económico, sin poder distinguir los géneros ni los roles; en segundo lugar, en el soliloquio de Harpagon, un desgarrado lamento por la pérdida de su dinero que bien podría equipararse a un típico discurso de despecho amoroso.

Según Wajcman, el avaro es un déspota del deseo. No ama al dinero, sino que lo desea. Y mientras que el deseo, sin ser parte del amor, se dirige hacia el otro de una manera fetichista, es decir, hacia zonas elegidas del otro, el amor, por su parte, se dirige al ser mismo del otro. El objeto de deseo de Harpagon es el dinero, lo cual permite el malentendido que tiene con Valerio, cuando este habla de Elisa y Harpagon cree que habla sobre el dinero, porque su economía de pensamiento permite esa relación. Según Wajcman, el dinero solo sirve al avaro para hacerlo desear, goza de pura y sola posesión, ya que ese dinero no está en circulación y, por ende, no tiene valor de cambio ni de utilidad. Esta noción se opone a la de "caridad", entendida como don de ser. Wajcman retoma a Lacan al decir que amar es dar lo que no se tiene, dar lo que se es. Dar el ser, es decir, también dar la falta. La caridad bien entendida empieza por darse uno mismo. Al avaro, que toma y guarda todo lo que tiene, se opone al que da todo lo que es y que no tiene.

Al analizar en profundidad el vicio que asola al protagonista se esclarece el gesto moralista presente en la obra: el avaro, además de resultar un déspota que perjudica a quienes lo rodean, actúa también en perjuicio de sí mismo, en tanto se inhabilita para el amor. Es quizás esto lo que Molière quiso representar, entre otras cuestiones, con su comedia, y es en lo trágico de la situación del enviciado protagonista donde se halla lo paradójico de la risa que la obra suscita.