Adiós a las armas

Adiós a las armas Imágenes

La naturaleza atravesada por la vida militar

El narrador le da un lugar protagónico a los paisajes que sirven de escenario para los diferentes combates que se desarrollan en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Por tal motivo, abundan extensas descripciones de los distintos sitios que Henry frecuenta. El primer capítulo, por ejemplo, abunda en imágenes sensoriales:

Aquel año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había piedrezuelas y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la casa y se alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas habían caído tempranamente, veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el polvo que levantaban; la caída de las hojas, arrancadas por el viento; los soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario y blanco. (...) Al norte, en el fondo del valle, podíamos ver un bosque de castaños y, detrás, otra montaña, a nuestro lado del río. También se luchaba en esta montaña, pero sin resultado, y en otoño, cuando aparecieron las lluvias, las hojas de los castaños empezaron a caer y no se vio nada más que ramas desnudas y troncos ennegrecidos por la lluvia (p. 7).

Más adelante, cuando Henry vuelve de tomarse un permiso, describe nuevamente el frente:

Cuando regresé al frente todavía se hallaban en la ciudad. Toda la región que nos rodeaba estaba llena de cañones y la primavera había llegado. Los campos aparecían totalmente verdes y pequeños brotes salían de las viñas; los árboles, al borde de los caminos, tenían pequeñas hojas y soplaba la brisa del mar. De nuevo miré la ciudad, su colina de montes y con las montañas detrás, montañas pardas con las laderas manchadas de verde. En la ciudad había más cañones que antes y, también, más hospitales. Por las calles se encontraban ingleses, y a veces inglesas. Algunas casas habían sufrido recientes bombardeos (p. 14).

Las descripciones de los paisajes naturales intervenidos por la vida militar continúan cuando Henry viaja río arriba para asistir con las ambulancias ante un inminente ataque:

Miré hacia atrás y vi las tres ambulancias que trepaban, separadas por una nube de polvo. Alcanzamos una larga hilera de mulos cargados. Los conductores, con gorros rojos, andaban al lado de los mulos. Eran bersaglieri. Pasada la comitiva de mulos el camino quedaba libre. Ascendimos a través de las colinas y después de franquear una garganta descendimos a un valle. Los árboles se levantaban a ambos lados de la carretera y, a través de ellos, a su derecha, vi el río, con su agua clara, rápida y poco profunda. El río tenía poco nivel y estaba lleno de bancos de arena y guijarros, por entre los cuales corría un hilo de agua. Algunas veces el agua se extendía formando una masa luminosa sobre el lecho pedregoso. Cerca de la orilla había profundos remansos en donde el agua parecía azul como el cielo (p. 47).

Luego, cuando llegan a destino, Henry detalla:

La carretera estaba obstruida y a ambos lados había esteras y cortinas, hechas con rastrojos de maíz y con un techo de paja, de tal forma que parecía la entrada de un circo o de un pueblo africano. Lentamente cruzamos este túnel de paja y salimos a un lugar arrasado, en donde, anteriormente, había estado la estación. En este punto el camino estaba más bajo que el nivel del río, y a lo largo de él, la infantería ocupaba unas trincheras abiertas en su declive. El sol se ponía y al levantar los ojos por encima del terraplén, vi al otro lado, sobre la colina, negros bajo el sol, los coches austriacos. Aparcamos las ambulancias bajo un cobertizo de ladrillos. Los hornos y los grandes pozos se habían convertido en puestos de socorro (p. 49).

Finalmente, cuando regresa de su hospitalización, Henry se centra en los paisajes que ve durante el viaje y también en la ciudad de destino, Goritzia:

Estábamos en otoño. Los árboles se mostraban desnudos y los caminos fangosos. De Udine me trasladé a Goritzia en un camión. Nos cruzamos con otros camiones por el camino. Yo miraba el paisaje. Habían caído las hojas de las moreras y los campos parecían de un color pardo. Hojas muertas, caídas de las hileras de árboles, ahora ya desnudos, yacían, mojadas, en la carretera, y en ella unos hombres trabajaban para cubrir los baches con piedras de unos montones que había a ambos lados, entre los árboles. Podíamos ver la ciudad, sobre la que se cernía la niebla, que ocultaba las montañas. Cruzamos el río y vi que estaba muy crecido. Había llovido en las montañas. Entramos en la ciudad; primero pasamos por delante de fábricas, después por delante de casas y villas, y observé que había muchas casas derrumbadas (p. 159).

Los estragos de la guerra

A lo largo de todo el relato se hacen presentes los destrozos que causa la guerra a través de descripciones en las que abundan las imágenes sonoras. Un ejemplo de ello es la mañana en que Henry despierta por los ruidos de los disparos:

A la mañana siguiente me despertó el ruido de la batería que estaba en el jardín contiguo, y vi que la habitación se hallaba inundada por el sol; que entraba por la ventana. Me levanté y fui a mirar por ella. La arena de los senderos estaba mojada, y la hierba húmeda por el rocío. La batería disparó dos veces y cada una de ellas, por el desplazamiento del aire, hizo retemblar la ventana a la vez que la parte delantera de mi pijama se agitaba. No podía ver los cañones, pero estaba seguro de que disparaban justamente encima de nosotros (p. 19).

En otra ocasión, en uno de los tantos viajes que Henry realiza como conductor, es detenido por dos carabineros, ya que el ejército enemigo está arrojando granadas:

Dos carabineros detuvieron mi coche. Acababa de caer una granada y mientras esperábamos, cayeron otras tres en el camino. Eran del 77. Al caer producían una ráfaga de aire, e inmediatamente un ruido seco, estridente, un relámpago y el camino desaparecía bajo una humareda. Los carabineros nos hicieron señal de adelantar. Al pasar por el lugar en donde había estallado la granada, evité los baches y noté los entremezclados olores de pólvora quemada, y de arcilla, piedras y sílice triturados. (p. 28)

Las explosiones y los disparos se convierten así en parte del paisaje. En un punto, se vuelven tan normales que solo reciben breves menciones: “La noche era cálida y en las montañas se notaba una gran agitación. Veía los destellos sobre el San Gabriele” (p. 36). Otro ejemplo del modo en que los desastres de la guerra se transmiten mediante imágenes sensoriales que se han naturalizado en la percepción de Henry es el siguiente: “Hubo un gran bombardeo sobre todo el frente y, bajo la lluvia, un gran disparo de cohetes, y un tiroteo violento de ametralladoras y de fusiles. (…) entre ráfagas de viento y de lluvia, podíamos oír, muy lejos, el intenso fragor de un bombardeo hacia el Norte” (p. 180).

Sin embargo, las descripciones no solo se valen de sonidos, sino que cuentan también con imágenes visuales y olfativas:

Una granada estalló junto al río. Luego estalló otra casi encima de nosotros, de una forma inopinada, ya que ni la oímos venir. Nos tendimos contra el suelo y, a un tiempo, captamos el destello, el choque de la explosión, el olor, el silbido de los diversos estallidos y la crepitación de la lluvia de ladrillos. Gordini se incorporó y corrió hacia el refugio. Le seguí, llevando en la mano el queso, cuya superficie estaba cubierta de pequeños fragmentos de ladrillo (p. 55).

Por último, vale mencionar una de las imágenes de la guerra que mayor importancia tiene en la novela; aquella en la que explota un obús sobre el refugio de Henry y le produce una grave lesión en las piernas:

Entre el ruido volví a distinguir la gran tos, después el arranque, luego un destello, como cuando se abre repentinamente la puerta de un horno, una llama, primero blanca, luego roja, seguido todo de una violenta corriente de aire. Intenté respirar, pero había perdido el aliento, y me sentí arrancado del lugar y elevado por la corriente. (...) El suelo estaba hundido y frente a mí había una viga hecha astillas. Mi cabeza era un caos. Oí gritar a alguien. Creí que alguien rugía. Intenté moverme, pero no podía. Oía el tableteo de las ametralladoras y el tiroteo a lo largo del otro lado del río. Veía cómo las bombas subían y estallaban, y pequeñas nubes, muy blancas, flotaban en el aire. En unos minutos se lanzaron bombas y cohetes (p. 57).

El paisaje suizo

Una vez que Catherine y Henry se instalan en Suiza, la narración abunda en descripciones de los paisajes y pueblos del país:

Fuera, frente al chalet, un camino subía hacia la montaña. Las rodadas y los hoyos estaban duros como el hierro a causa de la helada. El camino subía directamente a través del bosque, y, rodeando la montaña, atravesaba las praderas, uniendo granjas y chozas que en ellas había, dirigiéndose luego al lindero de los bosques, por encima del valle. Este era profundo y, en el fondo, había un arroyo que iba para al lago, y cuando el viento soplaba en el valle se oía el ruido del agua sobre las piedras (p. 277).

Como vemos, el lugar se presenta de manera idílica, ya que allí puede Henry reconstruir su vida y alejarse de los horrores de la guerra. Lo mismo sucede cuando describe el paisaje que alcanzan a ver desde la casa en la que se instalan:

Frente a la casa que habitábamos, la montaña bajaba perpendicularmente hacia una pequeña llanura a la orilla del lago, y nos sentábamos en la galería de la casa, al sol, y veíamos el camino que serpenteaba por los flancos montañosos, y los viñedos en arriates en la vertiente de la menos alta de las montañas, con las vides que el invierno había matado y los muros de piedra que separaban los campos y, por debajo de los viñedos, las casas de la ciudad en la llanura reducida, a la orilla del lago. En éste había una isla con dos árboles, que se parecían mucho a las dos velas de una barca de pesca. Las montañas del otro extremo del lago eran abruptas y escarpadas y, a lo lejos, al extremo del lago, se extendía el valle del Ródano, muy liso entre dos hileras de montañas (p. 278).

Aun así, las descripciones de Suiza no se reducen únicamente a los entornos naturales, sino que los espacios poblados también se describen con una dedicación similar. De sus paseos hasta Montreux, por ejemplo, el narrador describe:

Algunas veces bajábamos a pie hasta Montreux. Había un atajo que venía de la montaña, pero era muy perpendicular y, generalmente, íbamos por la carretera, sobre el camino ancho y duro, y andábamos entre los campos, luego, más abajo, por entre las casas de los pueblos que encontrábamos a nuestro paso. Había tres pueblos: Chemeux, Fontanivent y otro cuyo nombre he olvidado. Siguiendo nuestro camino pasábamos frente a un viejo castillo de piedra. Elevaba su mole cuadrada sobre una especie de plataforma en la ladera de la montaña, con viñedos en arriates, cada cepa atada a un tutor, las viñas secas y pardas, y la tierra preparada para la nieve, y abajo, el lago, liso y gris como el acero. La carretera hacía mucha pendiente, después del castillo, en seguida tiraba a la derecha y por fin entraba en Montreux por una bajada muy pronunciada, llena de puntiagudas piedras (p. 279).

El hospital

La vida en el hospital se introduce en la historia acompañada de una serie de imágenes que se despliegan cuando Henry es internado, y que sugieren el carácter sórdido del ambiente hospitalario. Durante la visita del médico, la descripción se centra en el tacto y el olfato: “Me colocaron sobre la mesa. Era dura y viscosa. Se notaban fuertes olores, olores de productos químicos y el olor dulzón de la sangre. Me quitaron el pantalón y el médico empezó a dictar al sargento mientras trabajaban” (p. 61).

Esto se pronuncia aún más en la descripción de la habitación del hospital donde se hospeda Henry.

La habitación era muy larga y con ventanas en su parte derecha. Al final había una puerta que daba a la sala de urgencia. La hilera de camas en la que estaba la mía se hallaba situada frente a las ventanas y otra hilera, bajo las ventanas miraba la pared. Acostándome sobre el lado izquierdo veía la puerta de la sala de curas. Al fondo había otra puerta, por la que algunas veces hacían entrar a los visitantes. Cuando alguno iba a morir rodeaban la cama con un biombo para que no lo viéramos. Sólo percibíamos, por debajo del biombo, los zapatos y la parte inferior de las batas de los doctores y enfermeras, y alguna vez, en los últimos momentos, se oía cuchichear. Luego, el capellán salía de detrás del biombo y los enfermeros iban allí y volvían a salir, llevando el cadáver cubierto por entre las dos hileras de camas. Alguien recogía el biombo y se lo llevaba (p. 77).

Luego, cuando transfieren a Henry al hospital americano, este vuelve a describirse a través de distintas imágenes visuales, sonoras y táctiles:

Cuando desperté el sol entraba a raudales en mi habitación. Creí que me encontraba en el frente y me estiré en la cama. Sentí un agudo dolor en las piernas. Las contemplé, con sus vendas sucias, y su vista hizo que me acordase dónde estaba. Cogí el cordón del timbre y apreté el botón. El timbre sonó en el pasillo. Oí unas sandalias de goma que se acercaban. Era miss Gage (p. 92).

Finalmente, la vida hospitalaria reaparece, pero en esta oportunidad por la internación de Catherine durante su parto: “Salí al corredor. Era un corredor desnudo, con dos ventanas y con puertas cerradas a todo lo largo. Se olía a hospital. Me senté en una silla con los ojos fijos en el suelo y recé por Catherine” (p. 298).