Yo el Supremo

Yo el Supremo Resumen y Análisis Séptima parte (páginas 434-490)

Resumen

Céspedes, el provisor, visita al Dictador y se muestra preocupado por su estado de salud. Le sugiere que vaya llamando a un sacerdote para confesarse, pero El Supremo dice que él no necesita de un traductor, pues él tiene diálogo directo con Dios. Agrega que él está exento de culpas. Sus difamadores lo acusan de haber fusilado a las principales figuras del país pero Patiño señala que a los conspiradores de la Gran Conjura del año 20, antes de ser ejecutados, se les otorgó el derecho de defensa, y muchos se salvaron. El Dictador le dice al provisor que las ejecuciones que encomendó durante su dictadura han sido menos graves que las atrocidades que se ven por tierra americana a manos de bandidos. Al contrario, sostiene, el suyo es un gobierno de paz, y entonces se compara con Moisés. Luego agrega que él siempre ha defendido la libertad de culto y ha procurado proteger a la Iglesia Nacional contra los abusos de quienes la amenazan con sus vicios. En ese punto, critica a los curas y los frailes que viven con concubinas y acusa al provisor de lujuria, reprochándole que tiene más de cien hijos engendrados en misiones en las que debía promulgar la fe, no embarazar mujeres.

Ante la indignación de Céspedes, Francia le dice que él debe también expurgar sus culpas. Agrega que todas las medidas que tomó durante su gobierno contra la Iglesia estuvieron destinadas a sofocar la inmoralidad de los curas y a preservar al culto. De hecho, han sido los propios curas los que atentaron contra el culto, esparciendo la corrupción en detrimento del pueblo inocente. Además de la corrupción, El Supremo denuncia ante el provisor las riquezas acumuladas por la Iglesia y dice que su misión como gobernante es acabar con el negocio del altar. Luego le cuenta a Céspedes lo que cobran los maestros y los soldados, y le pregunta cuánto cobra él. Espantado por la respuesta, el Dictador le reduce el sueldo y dispone que todos los curas cobren lo mismo que los maestros.

El Supremo también le dice a Céspedes que está en camino un nuevo obispo, el clérigo Manuel López Espinoza, designado por el papa en 1765. Céspedes dice que eso es imposible, que el hombre ya debería estar muerto, pero Francia asegura que vive y que viene desde el Alto Perú en una silla que carga su esqueleto petrificado. Luego le ordena a Céspedes que al llegar, si el obispo no sigue vivo, entierre su osamenta.

Por último, le toma examen haciéndole preguntas sobre su gobierno y, como no lo conforma su respuesta, vuelve a bajarle el sueldo. Le aconseja vivir una vida más austera y le indica cómo llevar una existencia de santidad genuina. Antes de irse, el provisor le dice a El Supremo que su visita tenía como objetivo mostrarle la oración fúnebre que preparó la Iglesia para cuando llegue el momento de pronunciar las exequias del Dictador. Este responde que ya ha llegado la hora y le ordena que cuelgue ese pasquín funerario en el pórtico de la catedral.

En el cuaderno privado, el Dictador escribe que el pasquín anónimo tiene alguna razón en proponer la pena de muerte para sus funcionarios, en la medida en que estos han sido más perjudiciales para él que sus enemigos. Ellos se han burlado de él a sus espaldas y han caído en la corrupción, desoyendo sus órdenes y obrando en su beneficio individual. Ahora él se siente débil e inútil, contra esos cuervos que ha engendrado, pero se propone destruir a los funcionarios. Se dispone a empezar por Patiño, de quien cree que está tejiendo intrigas conspirativas para quedarse con el gobierno.

Entonces el Dictador le pregunta a Patiño, que parece dormido, si no cree que el pasquín tiene razón al proponer la horca a los traidores. Ante la sugerencia de que él es uno de ellos, Patiño asegura que es un fiel servidor, mientras tiembla de miedo.

A continuación, El Supremo relata la visita de Correia da Cámara, que es enviado a Paraguay como ministro plenipotenciario luego de la revolución en Brasil que acaba con el Imperio. El Dictador desconfía de sus intenciones: antes vino como emisario del Imperio, ahora como embajador de la nueva República. Cuenta luego que, años atrás, desde septiembre de 1827 a junio de 1829, lo retuvo en espera en Itapuá y designó a Ramírez para que negociara con aquel. Como Ramírez permaneció mucho tiempo sin enviar noticias, mandó al oficial Amadís Cantero a averiguar. Cantero le contó en cartas lo que se había encontrado en Itapuá: Ramírez no dio noticias durante los últimos días, argumentando que estaba dedicado a la cacería de una plaga de pulgas en la Delegación.

Interrumpe el relato un fragmento de las memorias de Correia, en las que denuncia los maltratos que recibe por parte del Dictador. Dice estar secuestrado en medio de un pantano y denuncia que su mujer y sus hijas están condenadas a presenciar atrocidades. Ha mandado a llamar al comisionado Ramírez, pero Cantero le dice que está ocupado con las pulgas y lo tranquiliza diciéndole que lo hace para su comodidad. Además, Correia escribe que Cantero le ha contado un sueño; en él, Paraguay y Brasil no solo hacen una alianza, sino que se convierten en una unidad. Sin embargo, luego le dice que descree de los sueños. Cantero confiesa que, con el pretexto del sueño, ha intentado sonsacarle a Correia las verdaderas intenciones expansionistas de su visita.

El Dictador asegura que aún confía en que Ramírez esté ideando algún plan contra Brasil. Desde el hospital, se regodea imaginando a Correia sufriendo la detención. Pronto le llega un nuevo informe de Cantero con novedades de Ramírez: este se ha ido a la Delegación con una doncella del enviado brasilero y se pasa el tiempo teniendo relaciones sexuales con ella. Pueden, no obstante, sacar provecho de ello, dado que esa doncella es quien recibe la correspondencia secreta de su amo. Esto les permite copiarla íntegramente para mantener al Dictador informado de las comunicaciones que Correia recibe del imperio.

Además, Cantero filtra un informe que envía Correia al gobierno brasilero. En él cuenta que el Paraguay tiene el objetivo de ponerse a la cabeza de una Gran Confederación, para lo cual le convendría una alianza con los revolucionarios de Brasil en contra del poderío porteño. En ese sentido, Correia se preocupa de que el Dictador sea una amenaza para el imperio, y comprende que hace falta concertar una alianza con Paraguay y su tirano. Así es como El Supremo confirma que Correia, quien llegó a Paraguay diciéndose embajador de los revolucionarios, es un mentiroso defensor del Imperio. Tras ello, ordena que lo expulsen de Paraguay.

En la circular perpetua, el Dictador cuenta que, al llegar al Gobierno, encontró las arcas del Estado vacías y debió hacerse cargo de poner de pie ese “país de gente idiota” (467). Se jacta de todas las ocupaciones que han recaído sobre su figura y sugiere que todos esos esfuerzos han sido en vano y sus planes frustrados porque la gente sigue insatisfecha. Para colmo, ahora ha aparecido un pasquín diciendo que el pueblo está harto de él. Entonces se dirige a los jefes de la República y los advierte del peligro de algunos jefes indignos, prerrevolucionarios, que infectan, como un veneno, a sus funcionarios. Por ello, dice el Dictador que para sostener la revolución hace falta formar un ejército propio, salido de la entraña misma de la revolución. Agrega que no fue suficiente fusilar a un centenar de traidores a la Patria, pues evidentemente hay jefes que se siguen degradando. Esto demuestra que el uniforme termina siendo insignia de deslealtad.

El Compilador interviene citando algunos testimonios de libelistas de El Supremo que explican el rigor que él puso en las fuerzas armadas. Una de esas fuentes reconstruye la conspiración de los años veinte, cuando el Dictador había recibido varios anónimos amenazantes y, por eso, redobló la vigilancia. Finalmente, alguien declaró y reveló el plan: se había decidido ultimarlo en la calle, durante su paseo de la tarde, y el general Fulgencio Yegros, su pariente, quedaría a cargo del gobierno. Los sesenta y ocho conspiradores fueron apresados y, en julio de 1821, ejecutados.

Continúa la circular perpetua, y el Dictador defiende la austeridad de los militares, contra la ostentación y altanería que muestran muchos de sus oficiales. Ordena a sus funcionarios reprimir severamente esos excesos, muchos de los cuales consisten en perseguir indias y emborracharse. El Supremo ordena que esos oficiales sean pasados por las armas y alega que la población de indios merece especial protección, pues ellos también son paraguayos y, de hecho, con mayor antigüedad que el resto.

El Dictador alega que su objetivo es conformar una buena milicia que se deshaga de las castas militares y esté conformada por ciudadanos íntegros que, aunque no tengan conocimientos militares, estén dispuestos a dar su vida por la Patria y su Gobierno. En función de que cumplan con el fundamento igualitario de la sociedad, el Dictador prescribe a sus oficiales una forma de vida de total austeridad. También ordena a sus funcionarios que hagan un censo de la población paraguaya en el que se consigne la adhesión o no de las personas a la Causa de la Independencia. Además se propone apuntalar la educación, para lo cual ordena que los alumnos de las escuelas escriban una composición escolar que dé cuenta de lo qué piensan acerca del Supremo Gobierno. Asimismo, agrega que ha considerado organizar un cónclave entre funcionarios, con el fin de uniformar la política futura. Por último, les ordena que vayan preparando una rendición de cuentas de su trabajo, que él mismo estudiará durante el cónclave. Intenta tranquilizarlos, asegurando que él los ama, es su amigo y solo quiere asegurarse de convertirlos en funcionarios a la altura de la Patria. Con exagerado dramatismo, dice que él prefiere morir a ver a Paraguay otra vez oprimido. Tras ello, concluye que una vez que tenga los datos del censo podrá informarles sobre su proyecto de formar un gran ejército para liberar al país, por fin, del bloqueo de navegación, y así lograr la autodeterminación y soberanía.

Análisis

En el comienzo de la séptima parte, el Dictador mantiene una conversación con el provisor Céspedes en la que deja en claro que él no se somete a ningún otro poder. Al contrario, en tanto Dictador Supremo, se erige como un poder absoluto y se permite criticar, burlar y humillar al representante de la Iglesia. Antes que nada, ignora las intenciones de Céspedes de preparar un sacramento previo a su muerte, y aduce que él no necesita de ningún intermediario porque tiene llegada directa a Dios: “No necesito de ningún lenguaraz que traduzca mi ánima al dialecto divino. Yo almuerzo con Dios en la misma fuente” (433). Ese gesto de hiperbólica soberbia se sostiene sobre el respeto y el terror que genera El Supremo en sus funcionarios. De hecho, el provisor no se atreve a contradecirlo.

El Dictador se pregunta cuáles han sido sus pecados y pronto los matiza. Asegura que son invenciones de sus enemigos para difamarlo y que todo lo que hizo -incluyendo el fusilamiento de los conspiradores del año 20- fue en pos de salvar la independencia paraguaya. Incluso sugiere que es el propio provisor el que debería expurgar sus culpas. Así comienza una diatriba en contra de la institución de la Iglesia: denuncia tanto la ostentación y el lujo de sus funcionarios, como la desviación de sus valores. El Supremo acusa al provisor de ser lujurioso: “Sí, que ha sementado más de cien hijos; la mayor parte, en las gentiles salvajes de Misiones, que usted tenía la obligación de cristianar, no preñar” (438). Como si fuera poco, El Supremo se arroga el derecho de absolver al provisor, poniéndose a su altura en materia religiosa: “Acepte sus culpas como yo las mías. En esta confesión ex confessione hemos de absolvernos mutuamente” (ídem).

El Supremo asegura que todo lo que ha hecho para limitar a la Iglesia no estuvo orientado a censurar ningún culto, sino, al contrario, a protegerlo de los vicios y desvíos de los curas corruptos. Plantea que esa corrupción pone en peligro al mismo pueblo. Para él, el cura es

el que ha hecho adúltero a este pueblo leal. Lleno estaba de inocencia, de natural bondad. ¡Si por lo menos lo hubiesen dejado vivir en su primitivo cristianismo! (…) ¿qué miserias no iban a reinar en estas tierras que los católicos conquistadores y misioneros vinieron a reducir a un anticipado infierno para mayor gloria de Dios? (441).

Al mismo tiempo, expone la ostentación de los funcionarios eclesiásticos y compara sus exorbitantes sueldos con los de los maestros y los soldados. Sin ningún escrúpulo, obliga al provisor decir cuál es su sueldo y, espantado, le baja el sueldo. Yendo más lejos, somete a Céspedes a una mayor humillación: le toma examen y, arbitrariamente, como si fuera un juego, decide rebajarle aún más el sueldo. Cínicamente, apela al valor de la austeridad que defiende el culto cristiano y se permite dar cátedra de ello al provisor, a quien acusa de hipócrita: “La verdadera santidad no es la fingida” (447). En suma, el Dictador actúa autoritariamente en esta escena, demostrando toda la fuerza de su poder, el cual está por encima de cualquier otro y es incuestionable.

En la escena con el provisor ingresa otra vez un elemento extraño, mágico. El Supremo avisa que está a punto de llegar el obispo López Espinosa. Sin embargo, el provisor dice que eso es imposible, puesto que ya debe estar muerto. Sin ninguna extrañeza, el Dictador asegura que esos obispos nunca mueren, y que si está muerto, llegará entonces su osamenta. Es evidente que ese suceso mágico es inconcebible para el provisor que, sin embargo, no se atreve a contradecir al líder. Este, en cambio, defiende lo mágico con total naturalidad: “Si no [está vivo], encárguese de dar cristiana sepultura a la osamenta viajera cuando arribe a nuestras costas” (446).

En esta séptima parte el Dictador hace hincapié en una de sus mayores preocupaciones: limpiar su gobierno de traidores y formar un ejército paraguayo capaz de defender los valores de la Revolución. Para ello, se propone deshacerse no solo de funcionarios traidores sino también de la casta militar corrupta: “A racha de hacha voy a talar este bosque de plantas parásitas” (450). Mediante esta última metáfora, representa a su gabinete como un bosque al que hay que limpiar de parásitos; esto es, de funcionarios que le quiten fuerza y enfermen el gobierno. En este sentido, el Dictador comprende que su voluntad empieza a alinearse con aquello que enunciaba el pasquín que remedaba su voz: es preciso que después de su muerte mande a fusilar a sus funcionarios: “¿No te parece después de todo que el pasquín tiene razón?” (451), le pregunta a Patiño. Así, la novela prefigura la posibilidad de que el pasquín que da inicio a la novela haya sido efectivamente escrito por él.

En cuanto a la voluntad de conformar un ejército nuevo, el Dictador comprende que esa es la única forma de garantizar la defensa de la revolución y la independencia paraguaya, deshaciéndose de las “yerbas malas que echan raíces profundas” (470): “He dicho y sostengo que una revolución no es verdaderamente revolucionaria si no forma su propio ejército; o sea si este ejército no sale de su entraña revolucionaria” (ídem). Para respaldar esa idea, historiza el modo en que sus funcionarios fueron corrompiéndose y, las milicias, convirtiéndose en falsarios y traidores.

Para el Dictador, los funcionarios del gobierno y sus milicias deben ser un ejemplo para la sociedad. Ellos tienen que ser quienes defiendan la Nación de enemigos, administren la justicia a favor del pueblo y acaben con las injusticias y desigualdades que aún existen luego de la Revolución. En ese punto, el Compilador vuelve a obrar a favor de las intenciones de El Supremo: introduce fuentes históricas que confirman el esfuerzo de Gaspar Francia por preparar a sus fuerzas armadas y también relata la conspiración que sufrió el líder en los años veinte. Dicha conspiración es, efectivamente, un hecho histórico que sufrió Gaspar Francia a manos de algunos de sus funcionarios más cercanos: el general Fulgencio Yegros, que a la vez era pariente suyo, se proponía quedar a cargo del gobierno una vez que lograran derrocarlo y asesinarlo. Al mencionar esta conspiración entre sus fuentes, el Conspirador parece constatar que las preocupaciones del Dictador por reforzar las fuerzas del estado eran fundadas.

Asimismo, en esa defensa de una reforma en las milicias, El Supremo denuncia los crímenes que los militares han desplegado sobre las poblaciones de indios -por ejemplo, persiguiendo y violando indias- y sostiene que

la población de indios, especialmente las mujeres de los naturales, merecen especial protección. Ellos son también paraguayos. Con mayor razón y antigüedad de derechos naturales, que los de ahora. Deben dejarlos vivir en sus costumbres, en sus lenguas, en sus ceremonias, en las tierras, en los bosques que son originariamente suyos. Recuerden que está completamente prohibido el trabajo esclavo de los indios. El régimen a usar con ellos es el mismo de los campesinos libres, pues no son ni más ni menos que ellos” (477).

Es muy significativo el planteo del Dictador, pues respalda una perspectiva indigenista y americanista, de valoración de los pueblos originarios y reconocimiento de sus derechos y de su cultura. Una vez más, el líder se manifiesta a favor del respeto por la lengua y las costumbres originarias, y las posiciona en igualdad de condiciones que las demás lenguas y culturas. Así, la figura de Gaspar Francia se complejiza, en la medida en que a sus dimensiones violentas y antidemocráticas se yuxtaponen otras más luminosas, de reconocimiento de derechos para los más violentados. Esto es lo que, según la crítica, hace de esta novela una propuesta más realista de lo que es habitual en el género de novelas de dictador, pues no se demoniza al dictador, sino que se lo exhibe en sus complejidades. No obstante, la defensa que El Supremo hace de su figura queda ensombrecida y cuestionada por su creciente demencia y sus alucinaciones cada vez más frecuentes.

Por último, cabe destacar, en esta sección, las otras medidas que El Supremo asume a los fines de reforzar el proceso revolucionario y contrarrestar el accionar de los traidores. Sumado a la reforma de las milicias, enarbola otras tres medidas: el censo de todos los habitantes, la producción de una composición escrita sobre el Supremo Gobierno en las escuelas y la realización de un cónclave de funcionarios donde se haga una rendición de cuentas de lo trabajado. Estas tres medidas ponen de relieve la práctica de control y censura que El Supremo despliega en su gobierno, con el fin de amedrentar a todo aquel que piense distinto y defender autoritariamente su poder. Así, el censo no es solo un conteo de la población, sino que se pretende obtener en él “referencias a su afección y desafección de la Causa de nuestra Independencia” (486). En cuanto a las composiciones escolares que encarga a los estudiantes de escuela, se trata también de averiguar “cómo consideran estos niños al Supremo Gobierno” (ídem). De manera hipócrita, el Dictador afirma que, para esa tarea, los niños y las niñas tienen “amplia libertad de expresión” (ídem), pero es evidente que la estrategia es justamente la contraria: señalar qué familias defienden su proyecto y cuáles son críticas con él, para así controlar y sofocar formas de pensar diferente. En cuanto al cónclave de funcionarios, también se presenta como una medida amenazante de control sobre ellos. El Supremo intenta tranquilizar a sus funcionarios y finge exagerada fraternidad con ellos: “Quiero que tomen mis advertencias no tanto como el Jefe Supremo, sino más bien del amigo que no solo los estima sino que los ama” (488). Su efecto es, sin dudas, el contrario.

Con el esbozo de estas cuatro medidas, orientadas a la defensa de la autodeterminación y la soberanía paraguayas, el Dictador pone fin al dictado de la circular perpetua.