Yo el Supremo

Yo el Supremo Resumen y Análisis Octava parte (páginas 491-553)

Resumen

En el cuaderno privado, el Dictador describe sus verdaderas intenciones: eliminar a los jefes viciosos que degradan a los soldados y transformar las milicias tradicionales en milicias del pueblo. Así, el enemigo creerá que entra a tierra pacífica, pero se llevará una sorpresa al ver a la gente del pueblo, vestida de ropa de trabajo, defender su libertad.

Luego El Supremo ve la osamenta de Sultán levantarse de la tierra y sonreírle sarcásticamente. El perro muerto le recuerda cuando mandó a fusilar al negro Pilar, durante la celebración de los 50 años de la Dictadura Perpetua. Ese día, Sultán fue a lamerle las heridas de bala al negro y este le confesó su último deseo: que al Dictador se le haga la noche y se duerma sin darse cuenta jamás de que ha muerto. El perro le dice al Dictador que escriba verdades como estas en lugar tantas mentiras. Agrega que ahora que ambos están muertos, pueden entenderse. También asegura que cuando esté bajo tierra sentirá alivio; ahora vive en una alucinación tratando de sorber algo de vida mientras va cavando su propia fosa a través de la escritura. Luego le reprocha que en la obsesión de defender su Poder Absoluto, no supo adquirir la sabiduría necesaria. Le dice, entonces, que pronto entenderá, pero no lo hará mientras simule una falsa sepultura en esos folios que escribe, sino cuando esté realmente bajo tierra. Por último, Sultán asegura que Patiño sueña con destituirlo y hacerse con el poder.

A continuación, el Dictador escribe sobre el negro Pilar. Sultán lo interrumpe para desmentir algunas de sus afirmaciones, pero Francia lo hace callar y le dice que a la letra le da igual que sea verdad o mentira lo que se escriba con ella. Continúa contando que Pilar lo traicionó revelando un secreto suyo, y él lo mandó a azotar, pero luego lo perdonó. Esa fue la última vez que cometió un error semejante, pues Pilar lo volvió a engañar. Comenzó a cobrar coimas y a robar mercancías en los almacenes del Estado, que luego su concubina, Olegaria Paré, vendía en la plaza.

Una tarde, al volver de paseo, El Supremo alucina que se encuentra al negro Pilar. El hombre está vestido de gala, sentado en su mesa y le dicta providencias a un escribiente invisible mientras imita la voz y las formas del Dictador. Cuando Pilar lo ve y se abalanza sobre él, rasgándole la camisa. De pronto, comienza a transformarse en cada uno de los traidores fusilados, que empiezan a insultarlo y agredirlo. Él grita para que lo liberen, pero los guardias confunden al negro con El Supremo y no saben quién es quién. Por fin, se los llevan a los dos.

Luego de sus engaños, Pilar es interrogado y torturado, pero niega sus delitos. Incluso llega a amenazar con hacer caer a muchos altos funcionarios, si llega a hablar, así como amenaza con develar a quiénes prestaron dinero mal habido. A continuación, el Compilador introduce la declaración de Olegaria, en la que admite haber cumplido servicios para Pilar desde 1834, vendiendo en la plaza los productos que aquel robaba al Estado.

Sultán le reprocha a El Supremo que haya ajusticiado a Pilar por aquellos delitos. Luego lo disminuye, tratándolo de “vieja sombra suprema” y de “ex hombre” (508) y asegura que, al final, él es peor que los pasquinistas a los que tanto persiguió. El Supremo responde que no le puede negar que él abogó por la justicia, tratando de evitar el crimen en lugar de castigarlo. Sin embargo, el perro le dice que las cosas no son como él piensa. Tras ello, el Compilador señala que el resto del folio está quemado.

En un nuevo apartado, Sultán le asegura al Dictador que pronto ya no podrá leer en voz alta. Después del primer ictus o apoplejía, es posible que pierda tanto el uso de la lengua como la memoria de las palabras. El Supremo agrega que para eso lo tiene a Patiño, pero Sultán le dice que no servirá, porque lo que perderá es la memoria de los movimientos de lenguaje que permiten emitir palabras que signifiquen algo. Afirma que seguro ya siente pesada la lengua y, si bien aún puede mover la laringe y cuerdas vocales, pronto no podrá pronunciar las palabras apropiadas: las verá antes de abrir la boca, pero al pronunciarlas le saldrán otras. Ahora solo se presentan los primeros síntomas, que le hacen cambiar algunas letras y omitir otras, o que le hacen dar muchas vueltas antes de hablar e incluso tartamudear. El perro lo desafía a hacer una prueba y el Dictador se equivoca. Así, Sultán le vaticina la pronta pérdida del habla y del oído. El Supremo insulta al perro, no queriendo dar crédito, pero aquel insiste: olvidará los nombres, los adjetivos, los pronombres. Pronto será incapaz de decir “Yo-Él”. Finalmente, no podrá ni acordarse de su intención de recordar algo. Se sentirá asaltado por sonidos de una lengua extranjera e indescifrable, y será incapaz de interpretar las letras de lo que lee y escribe. Al final, solo le quedará la opción de copiar una escritura, pero sin entender ya su sentido. Ante la desesperación del Dictador, Sultán le dice que siga escribiendo hasta el fin, aunque su mano derecha ya no funcione y deba usar la izquierda, aunque ya no entienda el lenguaje: debe escribir hasta que los folios se conviertan en un laberinto. Por último, le dice que en el futuro habrá máquinas capaces de ayudarlo a entender, pero ese futuro aún no ha llegado a ese país salvaje. El Dictador intenta replicar, pero Sultán insiste en que escriba hasta sepultarse en letras y se hunde nuevamente en la tierra, desapareciendo de su vista. El Supremo queda agotado por el intercambio.

Más adelante, el Dictador evoca el día de su accidente: recuerda cómo golpeaba la fuerte lluvia y el modo en que quedó tumbado en un lodazal, sin poder moverse. Cuando por fin pudo incorporarse, vagó toda la noche por la ciudad. En un momento lo detuvo una patrulla, que no lo reconoció y lo reprendió por salir a la calle durante el toque de queda. Si bien él quiso decirles que esa orden era suya, los oficiales lo trataron de loco y le ordenaron que se fuera a dormir.

En conversación con Patiño, El Supremo pregunta si ha habido novedades respecto del pasquín anónimo y aquel dice que no. Entonces, el escribiente le cuenta un suceso extraño que aconteció hace un mes, el día del accidente de Su Excelencia: entraron en la ciudad dos hombres, una mujer y una criatura que decían ir en busca de limosna. De pronto la criatura se echó al suelo, donde se puso a llorar. Entre varios guardias intentaron levantarla, pero no pudieron. Tras ello le arrancaron la ropa y descubrieron su doble naturaleza: desde la tetilla estaba pegado a otro muchacho, sin cabeza. Un curandero les había recomendado visitar al Dictador, porque, en algún momento, esos mellizos contra natura serían adivinos y podrían servir al Supremo Gobierno con pronósticos favorables. Patiño, creyendo que mentían para salvarse del castigo por pedir limosna, les dijo que El Supremo está en contra de las brujerías y los mandó a castigar. Pero al desnudarlos, descubrieron que no eran cuerpos humanos. Como los látigos se pudrían al entrar en contacto con sus pieles, los mandaron a poner en el cepo, pero a la madrugada ya no estaban en el calabozo y los grilletes se habían quemado. Lo extraño es que esta mañana han vuelto a aparecer en la ciudad, pero ahora son más; aparecen por todas partes y luego se esfuman.

Patiño agradece a El Supremo por escucharlo en silencio, con tanta atención, y los ojos cerrados para oírlo mejor. Sin embargo, nota que está demasiado quieto, parece no respirar y le pregunta si está dormido. Se pregunta si estará muerto y el Dictador responde diciéndole que no se ilusione. Luego agrega que hay amenazas mucho peores en Paraguay, están entre ellos hace mucho tiempo.

El Supremo aprovecha para reprocharle a Patiño que los padrones del censo que le entregó sean un disparate: es evidente que sus funcionarios, por haraganería, han inventado los datos allí volcados. En seguida, le pide que lea las respuestas de los alumnos a la pregunta del Gobierno Supremo. Algunas de esas respuestas dicen que él es un hombre malo que genera terror. El Dictador pide a Patiño que mande a citar a los padres de esos niños porque, aduce, no es bueno mentirles a los niños.

Patiño le cuenta que en la Casa de Huérfanas también suceden cosas extrañas: allí reina el libertinaje y se escuchan tiros. Sin embargo, él fue personalmente a registrar la casa y la encontró vacía, con apariencia de haber estado deshabitada por mucho tiempo. El Supremo le dice que no haga nada por ahora y le empieza a dictar su última voluntad. Se trata de una convocatoria a todos sus funcionarios al cónclave en la Casa de Gobierno, el 20 de septiembre. Luego dicta un Decreto Supremo que ordena que se detenga a Patiño por conspirador, se lo ahorque en la plaza por traidor y se le niegue santa sepultura. Patiño le ruega que lo entierre como a un cristiano, pero el Dictador lo interrumpe pidiéndole que disponga la lupa frente al sol que entra por la ventana. Pronto comienza a brotar humo de una pila de papeles y, enseguida, el incendio.

El Supremo continúa escribiendo mientras la habitación se prende fuego. Asegura que no arderá en la plaza, como reza el pasquín anónimo, sino en su habitación. El Supremo señala que, por momentos, cuando sus fuerzas flaquean, el corregidor gobierna su mano y escribe sobre sus apuntes. En segunda persona, la mano que escribe le afirma a El Supremo que ya no puede moverse -salvo la mano que escribe por inercia- y que solo le resta caer en la fosa. Vuelve la primera persona del Dictador, que le habla directamente al fuego y le pide que acabe con todo. Se alegra de que nadie le quitará la vida, sino que él la da, superando, en este sentido, a Cristo. También aclara que ahora escribe con la mano izquierda, pues la diestra se le ha caído muerta a un costado. Reflexiona sobre el poder de las palabras y las letras. Confiesa que las ama, a pesar de que ellas siempre han servido para perseguirlo. Luego agrega que tampoco le queda memoria, razón por la cual escribe y copia: su única manera de recordar. Solo yace en la cama, inmóvil, esperando que Patiño y los comandantes lo encuentren muerto.

Entonces irrumpe una nota del Compilador, que comenta que Patiño logró escapar de la sentencia, que dispuso El Supremo, por poco tiempo. A la muerte del tirano, asumió una junta formada por comandantes militares, que luego derribaría un golpe militar a cargo de Romualdo Duré. Patiño se ahorcó en su celda con la soga de su hamaca. En seguida, el Compilador introduce un fragmento de una carta que cuenta que, el 24 de agosto de 1840, el Dictador prendió fuego todos los documentos importantes de su gobierno, sin reparar en que el fuego incendiaría también su cama. Entonces pidió auxilio y fue llevado al hospital, donde moriría un mes después producto de los estragos del incendio.

Continúa la escritura de El Supremo, quien señala que él es un mestizo con un alma doble y distingue en sí dos rostros, uno vivo y otro muerto. El Supremo observa a un “ÉL” que camina por la recámara y luego sale al exterior para pronunciar la consigna “Patria o Muerte”. Luego señala que “YO es ÉL”: Yo se hace el muerto mientras observa a Él.

El Supremo describe con detalle el proceso de descomposición, desecación y momificación de su cadáver, producto del ataque de plagas que atacan su cuerpo. Pero el relato de esa descomposición se ve interrumpido porque, como señala el Compilador, los folios siguientes tienen el plasto petrificado.

Intercede otra vez el Compilador para señalar que lo que continúa tiene los primeros folios quemados. Otra vez, una voz en segunda persona se dirige a El Supremo para asegurarle que va a morir y hacerle una serie de reproches contundentes: le critica haber creído que la Patria y la Revolución empezaban y acababan en su figura; su soberbia al confiar en su poder absoluto; haber desconfiado del pueblo -único motor posible de la Revolución-, y haber engañado a sus conciudadanos, a quienes sometió al temor y la veneración a su figura por pura ambición y orgullo. Le dice, finalmente, que terminó siendo una figura oscura y temida, que su proyecto revolucionario no fue tal, y deberá rendir cuentas por ello. La crítica de esta voz queda inconclusa porque los folios están apelmazados e ilegibles.

Finalmente, la voz en segunda persona se dirige a El Supremo y relata cómo bajará a las mazmorras donde se encontrará con otros espectros, se acostará en una de esas hamacas y sufrirá la descomposición de su cadáver. El relato queda inconcluso, otra vez, porque los folios están empastados, ilegibles y carcomidos.

Análisis

La presente es la última sección de la novela. Aunque está seguida de un apéndice y una nota, estos últimos funcionan a modo de epílogo y enmarcan el resto de la novela desde la voz del Compilador. Esta sección, entonces, será la última en que El Supremo tenga voz.

En una nueva situación fantástica, El Supremo conversa con Sultán, su perro muerto. Ahora la muerte del líder es una certeza: “¡No sabes aún qué alegría, qué alivio sentirás bajo tierra! La alucinación en que yaces te hace tragar los últimos sorbos de ese amargo elixir que llamas vida, mientras vas cavando tu propia fosa en el cementerio de la letra escrita” (494). El perro hace uso de una metáfora para representar el estado del Dictador: la vida es metaforizada como un elixir, del que Francia bebe para no morir, mientras que, a la vez, su escritura es como un cementerio, su sepultura.

A lo largo de la novela, la escritura es un tema preponderante. Ya se ha visto que hay numerosas reflexiones del Dictador en torno a su valor y al lugar que ocupa en su vida. En la octava sección, la escritura asumirá nuevas funciones. Sultán será el encargado de explicitar una de las funciones que la escritura tiene a lo largo de la novela; una expresión de la escritura que, hasta el momento, no se había mencionado: es cementerio y sepultura en la medida en que funciona como el espacio donde el líder ensaya sus últimas palabras, esos rodeos ambiguos, alucinatorios y sin temporalidad que distraen de su verdadera condición, la de estar muerto.

En contra de la figuración del Dictador como poder y saber absolutos, Sultán profesa un conocimiento que aquel no tiene, y le asegura que solo podrá acceder a la total comprensión cuando por fin abandone la práctica errática de la escritura y se entregue a la muerte:

Ya te he dicho que no entenderás hasta que entiendas. Pero esto no te ocurrirá mientras simules tu enterramiento en esos folios. Las falsas tumbas son pésimos refugios. El peor de todos, el sepulcro escriturario de a medio real la resma. Solo bajo la tierra-tierra encontrarás el sol que nunca se apaga (495).

De esta manera, el perro parece sugerirle que hace falta que abandone el estado de negación de su muerte y que acepte su verdadera sepultura bajo tierra. Solo entonces dará con el verdadero saber, ese que está metaforizado en palabras bajo la idea de ver el sol, la luz del conocimiento.

Resulta muy significativo e irónico que sea un perro muerto el único personaje capaz de iluminar con su conocimiento al Dictador; aquel capaz de superarlo en saberes, de anunciarle cosas que desconoce. Efectivamente, Sultán le pronostica lo más terrible, aquello que el Dictador no ve -o no quiere ver-: el hecho de que sufrirá una apoplejía o accidente cerebro-vascular que desembocará en una pronta pérdida de sus funciones corporales y lingüísticas. Para el Dictador, presunto poseedor de un poder y saber absolutos, la pérdida de la capacidad de hablar, hacerse entender y profesar su dogma es simbólicamente devastadora.

Aunque el Supremo no quiere dar crédito de aquello que escucha, Sultán le dice que pronto lo constatará y que, mientras tanto, continúe escribiendo. Pronto su escritura asumirá una nueva cualidad: la de ser un laberinto. De este modo, el perro compara metafóricamente aquello que él escribe con un laberinto en el que se perderá: “Sigue el hilo conductor sobre el laberinto horizontal-vertical de los folios” (512). Al mencionar el hilo, el perro -que da claras señas de erudición- alude al mito de Teseo y Ariadna. En este mito, Ariadna ayudó a su amado Teseo a atravesar el laberinto del Minotauro ofreciéndole un hilo conductor que le permitía seguir el camino correcto. Sultán también ostenta conocimientos futuros, por lo que su voz actualiza nuevamente el anacronismo característico de la novela: le cuenta que en el futuro habrá máquinas que podrían ayudarlo con su disfunción del habla. Sin embargo: “Ese futuro de máquinas y aparatos no ha retrocedido aún a este país salvaje” (ídem). Una vez más, el paso del tiempo en la novela se caracteriza por no ser lineal y progresivo, sino por presentar saltos temporales en los que incluso el futuro puede llegar a predecirse.

Lo cierto es que, hasta ahora, el Dictador ya había expresado en su cuaderno ciertas dificultades para recordar o pensar. En la primera sección, por ejemplo, escribía: “Es que he perdido por completo la facultad de poner en palabras de todos los días lo que pienso o creo recordar. De conseguirlo, estaría curado” (80). Ahora, al final de la conversación con Sultán, ve esfumarse la figura del perro y describe: “Mucha fatiga. Solo por haber hecho largas palabras con la disparatada sombra de un perro” (513). Con ello parece dar por hecho que el diálogo fue una alucinación y, sin embargo, esa posibilidad lleva a que el lector se pregunte por la información brindada: ¿cómo puede El Supremo alucinar el pronóstico de su disfunción del habla? ¿Él ya la conoce y la pone en voz de un otro?

En esta sección, el líder también alucina con la figura del negro Pilar e imagina que es su doble. Otra vez, la figura de El Supremo aparece en dualidad, espejada en otra figura que altera su identidad y, en este caso, la pone en duda. Ahora, El Supremo intenta denunciar a sus funcionarios para que se lleven al impostor, pero aquellos no logran distinguir quién es el verdadero dictador. Terminan, por lo tanto, llevándose a los dos. Algo similar parece sucederle el día del accidente, cuando queda echado en el lodo, solo y perdido bajo la lluvia. La imagen con la que evoca esta escena evidencia su desesperación: “Caído en el lodazal, vomitando, arrastrándome, gritando órdenes, súplicas, gañidos de perro apaleado, aplastado por el bloque de agua” (514). Luego se echa a caminar semiinconsciente por las calles hasta que lo detienen unos guardias. Aunque él intenta hacerles entender quién es, lo tratan de loco. De este modo, nos encontramos nuevamente ante una insistente preocupación del Dictador por defender su identidad y su imagen; un profundo miedo ante la posibilidad de que esa identidad única, que tanto se esforzó en forjar, se diluya.

De a poco, la profecía de Sultán se cumple. Primero, el Dictador describe el modo en que debe escribir con la mano izquierda porque la derecha yace muerta a su costado. También señala que ya no tiene memoria y por eso se dedica a copiar, como única forma posible de recordar. Aquí se vuelve a evidenciar la importancia de las palabras y las letras, otro tema recurrente que se liga con el de la escritura:

Si alguien debe quejarse de las letras, ese soy yo, puesto que en todo tiempo y en todo lugar sirvieron para perseguirme. Pero es necesario amarlas a pesar del abuso que de ellas se hace, como es necesario amar a la Patria, por muchas injusticias que en ella se padezca y aunque por ella misma perdamos la vida (540).

Aquí, el líder señala la paradoja de su vida en torno a las letras: si la novela se inicia como una reacción ante la palabra escrita -es decir, ante pasquín difamatorio-, ahora se desarrolla también estrechamente ligada a ella. A lo largo de toda la obra, las letras lo persiguen, pero también lo definen y lo ayudan a pensarse y a recordar.

Pero lo más significativo es que la afasia del Dictador viene a confirmar algo que ya se había anticipado en secciones previas: el pasquín que abre la novela es de su autoría y es la pérdida de las capacidades lingüísticas la que le impiden reconocerlo. Irónicamente, la resolución del misterio que da inicio a Yo el Supremo está en el propio Dictador. Francia ha muerto y tanto la afasia como la pérdida de su memoria son lo que le impide ser consciente de su propia muerte, al igual que reconocer sus últimos designios en vida.

Pronto la escritura se vuelve ambigua y el propio Dictador señala la confusión: ahora que está en sus últimos momentos y sus fuerzas flaquean, la mano del corregidor suele dominar la suya y escribir sobre sus apuntes: “El que corrige a mis espaldas estos apuntes; el que por momentos gobierna mi mano cuando mis fuerzas flaquean del absoluto Poder a la Impotencia Absoluta” (540). En seguida, la voz del relato se desdobla y asume, de a ratos, la primera persona, pero también, en otros momentos, la segunda, de modo que el lector no sabe quién habla, si El Supremo o el corregidor. Lo cierto es que esa voz en segunda persona se dirige a El Supremo, dueño del Poder Absoluto, para reprocharle los errores de su régimen y echarle en cara que está muerto y ha perdido su poder.

Hacia el final, El Supremo retrata con gran detalle el modo en que se descompone un cuerpo. La descripción de este proceso está cargada de imágenes visuales, gustativas y olfativas de gran impacto que pintan esta descomposición como una “epopeya funeraria” (550). De este modo, llega a adquirir una dimensión bella y admirable:

La primera colonia de moscas que acuden a la sabrosa señal puede formar en los cadáveres hasta siete y ocho generaciones de larvas que se amontonan y proliferan durante unos seis meses (…) La piel de los cadáveres se vuelve entonces de un amarillo que tira ligeramente a rosa; el vientre a verdeclaro; la espalda a verdeoscuro (549).

Con un gran despliegue de vocabulario biológico, la novela describe distintas especies de plagas que intervienen en el proceso de descomposición y fermentación del cadáver. Se trata, no obstante, de palabras inventadas o variaciones de una jerga biológica ya existente, como cuando se menciona a las “cornietas, las longueas, las ofiras y las foras” (549). De este modo, la narración sigue el característico estilo del Dictador, que inventa términos y hace juegos de palabras. Con imágenes gustativas y olfativas positivas, la subjetividad del Dictador parece deshumanizarse e identificarse con la de los insectos de las plagas, que disfrutan del proceso: “Una nueva fermentación, más rica que las anteriores (…) produce ácidos grasos denominados vulgarmente grasa de cadáver” o “A la descomposición deliciosamente negra acuden las ávidas sílfides de ojos diamantinos y tornasolados” (ídem). A los neologismos utilizados se suman palabras que corresponden a otro campo semántico, como las sílfides, que son personajes de la mitología.

Pronto, el lector comprende que ese proceso de degradación es el que sufre el propio cadáver del Dictador:

A mí no me crecerán más las uñas de los pies, y mi forzada calvicie es sin remedio (…) un cleóptero negro, inmenso, más grande que la Casa de Gobierno. llamado Tenebrio Obscurus, llega y dicta el decreto de la disolución completa (…) me miran pero yo no los veo. Devoran mi imagen, mas ya no distingo la suya envuelta en la negra capa de forro carmesí (550).

En este punto, la novela alcanza un clímax cuando se confirma, ahora de manera bien gráfica y explícita, que El Supremo es un muerto. Ya no es solo una muerte que se enuncia y se evidencia en lo espiritual, como hasta ahora, sino que es la muerte en su dimensión material: el portador del Poder Supremo, el Director de la Revolución, El Supremo es, ahora, un cadáver putrefacto. Paradójicamente, el muerto escribe su propia descomposición: la escritura trasciende la muerte y la descomposición cadavérica.

Luego de esa descripción fúnebre, el relato se interrumpe porque los folios que han quedado petrificados. Como si hubiesen sufrido la misma momificación que las plagas produjeron en el cuerpo del Dictador, los folios escritos quedan ilegibles. A continuación, y para cerrar esta octava sección, irrumpe otra vez la segunda persona, esta vez con una contundente denuncia al personalismo propugnado por el Dictador y un descarnado reproche al fracaso de su Revolución. Esta voz le critica el hecho de que haya basado su gobierno exclusivamente en el culto a su figura, así como la soberbia de haber creído que la Patria y la Revolución empezaban y terminaban en él; también desenmascara su falsa empatía con el pueblo argumentando que en realidad nunca creyó en él, sino que se limitó a someterlo al terror y a la veneración de su figura. Finalmente, esta segunda voz -que es posible identificar, tanto con el corregidor, como con mismo Dictador, quien se hablaría a sí mismo- afirma el fracaso de su proyecto revolucionario: “No, pequeña momia, la verdadera Revolución no devora a sus hijos” (552).

La novela se cierra con esta segunda persona que describe y anticipa certeramente el destino funesto que le espera a El Supremo: “Bajarás a las mazmorras (...) te pasearás (...) No te reconocerán. No te verán siquiera” (553). Hay en esta voz un tono que adopta un sentido condenatorio, pero también celebratorio y triunfal: estos enunciados evidencian el hecho de que, en la muerte, El Supremo se transforma en uno más, indistinguible. Se hace carne, de este modo, el tópico literario de la muerte igualadora: en la muerte, todas las diferencias sociales y políticas se anulan, todos pasan a igualarse. Esto es lo que le ocurrirá a Francia cuando descienda a las mazmorras; esto es a la muerte. Hacia el final, la voz enuncia una pregunta retórica al Dictador -a quien ahora llama “Supremo Finado”, burlándose de su condición de muerto-: “Qué tal, Supremo Finado, si te dejamos así, condenado al hambre perpetua de comerte un güevo, por no haber sabido… (empastado, ilegible el resto, inhallables los restos, desparramadas las carcomidas letras del Libro)” (ídem). La pregunta, que parece un regodeo desafiante, queda inconclusa. Algunos folios se vuelven ilegibles y otros inhallables. Sin embargo, resulta significativo que lo último que aquella voz le endilgue al Dictador sea “no haber sabido”. Es esto lo último que se enuncia y, por lo tanto, el punto de vista que prevalece y cierra el cuerpo de la novela.