Nada

Nada Resumen y Análisis Parte 2, Capítulos X-XII

Resumen

Capítulo X

Este capítulo, que da comienzo a la segunda parte de la novela, empieza cuando Andrea, un poco aturdida por el licor bebido, por la libertad que siente y por la sensación que le ha causado escuchar cómo canta y toca el piano la madre de Ena en una improvisada reunión con sus compañeros de clase, sale tarde de la casa de su amiga. La noche está fresca y ella camina por las calles sintiendo una “casi angustiosa sed de belleza” (85), por lo que decide ir hacia la catedral para saciar sus deseos. Allí encuentra a un anciano pobre, al que le da dos pesetas en un arrebato al que califica como “impulso emotivo” (86), y luego se para frente a la fachada principal de la iglesia para admirar el edificio.

De repente, un hombre se le acerca. Se trata de Gerardo, uno de los jóvenes asistentes a la fiesta de Ena. Andrea no se muestra contenta. Al bajar las escalinatas, él le pregunta si no le da miedo andar sola por las calles y le dice que la acompañará a su casa. Andrea no quiere y lo insulta en su interior. Cuando llegan a la plaza de la universidad, Andrea se despide, pero el muchacho insiste en ir hasta su casa. Ella le dice que es un imbécil, que la deje en paz, pero él le confiesa que quiere su amistad, que también le gustan las calles viejas, que conoce rincones pintorescos y le pide que le prometa que algún día lo llamará por teléfono para salir. Ella, nerviosa, le dice que sí.

Al llegar a su nuevo cuarto, el que era de Angustias, descubre una pila de sillas sobre el armario, objetos de sus parientes y la cama deshecha con las huellas de una siesta dormida por Gloria. Hay, además, una nota de Juan, en la que le pide que no cierre con llave porque en la habitación se encuentra el teléfono de la casa. Ella comprende que sus anhelos de independencia, surgidos al mudarse a ese cuarto, no podrán concretarse y que Juan está vengándose con ella por su negativa a contribuir con dinero para la comida. Aunque la abuela pide que su nieta no pague por su estadía, arregla con Juan pagar solo la habitación y una ración de pan; comería fuera.

Desde la cama y antes de tener pesadillas con la mirada de angustia y temor de la cara de la madre de Ena, Andrea recuerda cómo el primer día de cobro comienza a gastar en fruslerías: un buen jabón, perfume, una blusa y rosas para llevarle a la madre de Ena. En esa comida, Andrea conoce a la familia de su amiga: a sus cinco hermanos, rubios como Ena; a su padre, el señor Berenguer, un comerciante guapo y amable que trabaja representando a su suegro; a Margarita, su madre, más reservada pero agradable, a quien le gusta viajar. En la comida, el padre cuenta que es posible que deban mudarse a Madrid por trabajo. Ena dice que no quiere irse de Barcelona, que recién está conociendo la ciudad tras la guerra y echa una furtiva mirada a Andrea. Ella comprende que Ena quiere quedarse allí porque está enamorada y esto aún es un secreto para su familia.

Capítulo XI

Antonia encuentra a Andrea bebiendo el agua que quedaba tras el hervido de verduras y le grita con asco. Juan le propone una conciliación de sus intereses económicos, pero Andrea se niega. Solo le queda una peseta diaria para usar en su alimentación y prefiere seguir desligada de las comidas de la casa. Con su nueva libertad económica, gasta mucho a principios de mes, por lo que el dinero pronto se le termina y los últimos días pasa hambre. Por la mañana, desayuna la ración de pan que le entrega Antonia y, por las noches, salvo que la madre de Ena la invite, no cena. Sin embargo, siente que es la época más feliz de su vida y, al recibir la paga del nuevo mes, vuelve a gastar de la misma manera. El resto de los habitantes de la casa, salvo Antonia y el perro, también pasa hambre. Román, que se encuentra de viaje, ha dejado algunas provisiones para la abuela, pero estas desaparecen misteriosamente y las huellas de esos alimentos se ven en la boca del niño.

El día en el que encuentran a Andrea tomando el caldo a hurtadillas, Juan le recrimina a Gloria que no le permita ir a reclamar dinero por un cuadro vendido. Por la noche, gritos de socorro, insultos y golpes provienen del cuarto de la pareja. La abuela y Antonia golpean la puerta y piden por el niño que llora dentro. De pronto, Juan abre la puerta de una patada y arrastra a Gloria, medio desnuda, hacia el cuarto de baño, la mete en la bañera y, sin quitarle la ropa, abre el agua fría sobre ella. La abuela protege al niño y le pide a Juan que se detenga, que lo haga por niño, pero la escena violenta continúa: Juan le dice que se lleve al niño o lo estrellará, le grita a Andrea que le lleve una toalla y, cuando intenta sacar a Gloria de la bañera y esta lo muerde, le propina puñetazos en la cabeza hasta salir dando un portazo.

Andrea la saca de la bañera, la seca y la lleva a su cuarto, donde ambas se acuestan, envueltas en las mantas. Gloria, nerviosa, le dice que teme que algún día la mate y le confiesa a Andrea que Román sí la pintó en el Parque del Castillo y que le dijo que era una de las mujeres más lindas que había visto. Le cuenta, también, que su esposo se enoja cuando ella visita a su hermana, porque es de condición humilde, pero que allí al menos puede comer y recibir dinero cuando se encuentran en apuros económicos. Al escuchar hablar sobre comida, Andrea, que también está hambrienta, siente un hambre voraz, incluso llega casi a desvariar imaginando morder la carne de Gloria.

Capítulo XII

Cuando llega la primavera, Ena comienza a invitar a Andrea a ir a la playa con ella y Jaime los domingos en el coche del muchacho. Ena no quiere comentar en su casa que sale con Jaime, prefiere mantener su fama: es conocida por espantar a sus pretendientes. Y, además, aunque sabe que lo aprobarían por ser bien parecido y, sobre todo, por su riqueza, reconoce que lo juzgarían por no saber administrarla. El último domingo, después de bailar por la orilla y besar a Jaime, Ena les dice que los quiere mucho a ambos, pero que mantiene un secreto, que hay una persona a la que quiere tanto como a ellos o quizás más que a los dos juntos y se niega a decir de quién se trata.

Andrea recuerda esos días, llenos de una alegría casi infantil, como un amargo contraste con los días de la semana, en los que pasa hambre crónica, dolores de cabeza y nervios que, incluso, la hacen enojarse por naderías con su amiga. Estos cambios en su carácter hacen que ella misma se compare con Juan. A pesar del hambre, cada vez que llega la mensualidad, vuelve a tener los gastos superfluos que la vuelven a dejar sin dinero para el resto del mes. Román la provee de cigarrillos cuando vuelve de su viaje. Una tarde de estas, se enoja mucho con Ena porque cree que su amiga se muestra orgullosa y superior ante ella y tilda su carácter como maquiavélico. En ese momento, se cae de su cartera la tarjeta entregada por Gerardo la noche de la fiesta en lo de Ena, noche que recuerda como la de la liberación de su vida. De pronto piensa que tal vez pueda distraerse con él, por lo que marca su número de teléfono y acuerdan una cita para el día siguiente.

Al despertar, tiene una sensación rara, como si algo marchara mal en el curso de las cosas. No asiste a clases para no ver a Ena y por la tarde sale con Gerardo, quien pasa a buscarla por la casa. El joven le habla mucho, cita lecturas y le dice que ella es inteligente, aunque también afirma que no cree en la inteligencia femenina. Por momentos, Andrea se halla a gusto; por momentos, se fastidia con lo que le dice o por lo grosero que es. En un momento, él le besa el cabello. Ella se queda rígida, sin saber qué hacer y él vuelve a besarla con suavidad. En ese instante, ella siente una sensación extraña, como de sombras que le corren por la cara. Mientras cavila sobre esto, el muchacho la atrae hacia sí y la besa en la boca. Sobresaltada y asqueada, le da un empujón y se echa a correr. Él la sigue y, al encontrarse nuevamente frente a frente, ella le dice que la perdone, pero que no está enamorada de él. Él la mira de forma grosera y, en el tranvía de regreso, le propina consejos sobre su conducta en lo sucesivo. Ella siente que escucha a su tía en la boca del muchacho.

Cuando llega a la casa de Aribau, Antonia, la criada, le dice que una señorita rubia ha preguntado por ella y que se encuentra en la sala con Román. Andrea se da cuenta de que se trata de Ena. Una profunda e inexplicable irritación provoca que, al escuchar el piano de Román, Andrea se precipite escaleras arriba y entre tras dar dos golpes a la puerta, sin esperar que le abran. Ena está recostada sobre el brazo de un sillón y mira conmovida a Román. Román deja a las dos muchachas y, antes de salir, Ena le tiende la mano y se miran por un momento callados. En ese momento, Andrea siente una sensación de miedo y de quiebre. Ena, muy nerviosa, le dice que es tarde y que debe marcharse.

Análisis

La segunda parte, abarca los meses de marzo a junio de 1940. Comienza con el leitmotiv de la vida nueva, que se hace evidente desde el comienzo de esta parte de la narración de los acontecimientos, durante la estadía de Andrea en Barcelona. Liberada de Angustias, su tía autoritaria y fiscalizadora de las acciones de su conducta, Andrea sale tarde de la casa de su amiga, tras haber asistido a una reunión improvisada y bebido licores, y se dispone a caminar por la ciudad. Su estado es de excitación, porque por primera vez se siente libre como tanto ansía desde hace tiempo, y esto se manifiesta mediante las opciones que le aparecen en su mente en un arrebato en el que siente sed de belleza: "No sabía si tenía necesidad de caminar entre las casas silenciosas de algún barrio adormecido, respirando el viento negro del mar o de sentir las oleadas de luces de los anuncios de colores que teñían con sus focos el ambiente del centro de la ciudad" (85). La ciudad infernal sobre la que le advierte Angustias en la primera parte de la obra se abre aquí con toda su belleza para la protagonista y tienta sus ávidos ojos con opciones de recorridos.

La casa de Ena se presenta como el contrapunto de la casa de Aribau; su familia, como la contracara atroz de la familia de Ena. El recinto de los Berenguer se ubica en la fastuosa Vía Layetana; todo allí brilla por su orden y limpieza; el trato que se prodigan los miembros de la familia es cariñoso, respetuoso, prudente y alegre; los sonidos que se escuchan no son de gritos o golpes, sino de música; las charlas son sobre negocios y viajes. Las personas se ven bellas, limpias, peinadas y sus cabellos rubios brillan ante la mirada atónita de Andrea, no acostumbrada a vivir rodeada de belleza y que la percibe hiperbolizada y a través del uso de una sinécdoque: "Me acordaba –tumbada en mi cama– de la cordial acogida que me hicieron en casa de Ena sus parientes y de cómo, acostumbrada a las caras morenas con las facciones bien marcadas de las gentes de mi casa, me empezó a marear la cantidad de cabezas rubias que me rodeaban en la mesa" (89).

En su casa, en cambio, no dispone de un solo lugar confortable para sí misma. Al irse Angustias, Andrea toma para sí su cuarto, con la ilusión de que allí podrá tener un espacio propio. Esa ilusión, como todo en su casa, dura poco. La casa de Aribau es un lugar signado por la voracidad, la violencia, la mentira y la codicia. La noche en que regresa de la reunión improvisada en casa de Ena, encuentra el cuarto lleno de objetos que no le pertenecen y que, como en el resto de la casa, se apilan sin orden. Este es un momento de quiebre para Andrea porque esas ilusiones de vida nueva tienen su momento de finalización aquí: "Comprendí en seguida que mis sueños de independencia, aislada de la casa en aquel refugio heredado, se venían al suelo" (88). Acostada bajo las mantas, la joven reflexiona y sostiene: "El día me había traído el comienzo de una vida nueva; comprendía que Juan había querido estropeármela en lo posible al darme a entender que, si bien se me cedía una cama en la casa, era sólo eso lo que se me daba..." (89).

Incluso, el hombre le pide que pague una mensualidad para sus gastos, pero la joven se niega y ofrece solo pagar por el cuarto, cuestión que objeta la abuela, dado que no quiere que su nieta pague. Desde este momento, en que Andrea es libre en relación con la disposición de su economía, empieza a pasar hambre. Tener más dinero o disponer de él no significa para Andrea que eso se vea reflejado en su digestión. De todas maneras, y pese a tener dolores de cabeza de hambre y comenzar a verse cada vez más delgada, se siente feliz por desligarse de las comidas en Aribau. Esta felicidad que afirma sentir no se condice con escenas en las que, por ejemplo, la descubren tomando el agua fría del hervido de las verduras a hurtadillas en la cocina, pero la joven no cede. Los gastos que realiza Andrea tampoco condicen con su condición: gasta mucho los primeros días del mes en regalos para la familia de Ena o ropa y jabones para asistir presentable a casa de su amiga; guarda poco para el resto del tiempo que pasa con hambre y dolor. Esta forma de gastar el dinero, de alguna manera, remplaza la rebeldía que ya no puede ejecutar en contra de su tía. Su espíritu todavía adolescente le exige acciones así o, al menos, de esta manera lo justifica: "Este placer, en el que encontraba el gusto de rebeldía que ha sido el vicio –por otra parte vulgar– de mi juventud, se convirtió más tarde en una obsesión" (89).

En la segunda parte de la novela, hay un tema que, si fuera esta una novela rosa, sería el de búsqueda del amor romántico. Aquí no funciona de esta manera: hay situaciones con muchachos y, en un caso, cierta ilusión de parte de la protagonista, pero no prosperan. En el capítulo X, Andrea conoce a Gerardo, con quien, en el capítulo XII, tiene su primer beso y el único que recibe en la novela. Esta experiencia, que bien podría ser típica de una novela rosa de la época, es confeccionada por Laforet de un modo tal que no resulta en ningún momento romántica ni se construye como una historia compartida por los dos jóvenes, sino más bien, como una situación incómoda e inesperada para la chica. El beso que recibe Andrea no es fruto de sus ansias ni de sus ilusiones al estilo de los cuentos de hadas, sino que es un beso que recibe de sorpresa, en la calle y que le produce asco. La representación del beso y de los rasgos del muchacho nada tienen que ver con las escenas clásicas de amor: "Gerardo súbitamente me atrajo hacia él y me besó en la boca. Sobresaltada le di un empujón, y me subió una oleada de asco por la saliva y el calor de sus labios gordos" (108). Tras recibir el beso y rechazar al pretendiente, la imagen de él continúa degradándose. En lugar de poseer una imagen varonil y típica de las escenas románticas, la narradora realiza un símil en el que el muchacho, con su odiosa perorata, le recuerda a su tía Angustias. De una forma retorcida, es como si Andrea hubiera besado a su tía: "me fue dando consejos paternales sobre mi conducta en lo sucesivo y sobre la conveniencia de no andar suelta y loca y de no salir sola con los muchachos. Casi me pareció estar oyendo a tía Angustias" (108). Este, que podría ser un momento significativo en la vida de la protagonista, no tiene rasgos que lo conviertan en algo importante.

En el camino de crecimiento y desarrollo que Andrea atraviesa durante su estadía en la ciudad, esto se confecciona como un momento más de sus aprendizajes relacionados con aceptar la realidad y resignarse a ella. Alimentada por las obras literarias leídas, la idea previa a su primer beso sobre aquella situación, quizás sí estaba más vinculada con el amor romántico; en todo caso, lo que sí sabemos con seguridad es que ella esperaba un beso consentido: "Nunca me había besado un hombre y tenía la seguridad de que el primero que lo hiciera sería escogido por mí entre todos" (107).

La falta total de sensualidad en la escena del cortejo y, luego, en la del beso, contrasta con otra escena en la que Andrea acude a ayudar a Gloria, quien recibe una tremenda golpiza de parte de su violento esposo. Andrea la saca de la bañera, la seca, la acuesta junto a ella, la escucha y espera a que se calme. Todas estas acciones, aunque nada sexual provoquen en los hechos ni Andrea muestre sentimientos hacia la mujer y casi se duerma lentamente mientras la acompaña, están cargadas por una fuerte sensualidad en la elección de las palabras: "Frotando su cuerpo lo mejor que pude, entré yo en calor" (97); "Nos acostamos juntas, envueltas en mis mantas. El cuerpo de Gloria estaba helado y me enfriaba, pero no era posible huir de él" (97). Incluso, cuando Gloria habla de comida y despierta el apetito de Andrea, que lleva días sin comer, las imágenes que se le presentan en la mente a la joven estudiante de literatura están cargadas de la sensualidad típica de los relatos góticos vampirescos: "Allí, en la cama, estaba unida a Gloria por el feroz deseo de mi organismo que sus palabras habían despertado" (98); "Algo así como una locura se posesionó de mi bestialidad al sentir tan cerca el latido de aquel cuello de Gloria, que hablaba y hablaba. Gnas de morder en la carne palpitante, masticar. Tragar la sangre tibia..." (98).

Hay una suerte de deseo reprimido allí que se produce con la cercanía del cuerpo de una mujer que, ya en capítulos anteriores, llama la atención de la narradora por su belleza. En el capítulo III, Andrea, por casualidad, descubre a Juan pintando a Gloria desnuda y tiene esta impresión al verla: "Gloria, enfrente de nosotros, sin su desastrado vestido, aparecía increíblemente bella y blanca entre la fealdad de todas las cosas, como un milagro del Señor. Un espíritu dulce y maligno a la vez palpitaba en la grácil forma de las piernas, de sus brazos, de sus finos pechos. Una inteligencia sutil y diluida en la cálida superficie de la piel perfecta. Algo que en sus ojos no lucía nunca. Esta llamarada del espíritu que atrae en las personas excepcionales, en las obras de arte" (30). No es casual que, tras esta visión de Gloria que destella belleza, Andrea comience a frecuentarla: "Aquella noche, casi sin darme cuenta, me encontré iniciando una conversación con Gloria, y fui por primera vez a su cuarto" (31). Sin embargo, todas estas señales, que parecen indicar que hay cierta atracción y tensión sexual de parte de Andrea hacia Gloria, no se resuelven en ningún momento en la novela y no se problematizan de ninguna forma. Quedan solo las huellas en estas señales, que confrontan con los encuentros mucho más secos que Andrea mantiene con los hombres, sin que se desarrollen.

Algo parecido, aunque no tan cargado de erotismo, sucede con la figura de Ena. Andrea la admira por su belleza, simpatía e inteligencia desde el primer día; le entrega como regalo un pañuelo bordado, otrora símbolo de comunicación entre los amantes en la época victoriana, por ejemplo; es inmensamente feliz a su lado en los viajes que realizan con Jaime a la playa y la mira con adoración, centrando su atención en lo más imperceptible ("La vi apoyada contra él, cerrando un momento sus doradas pestañas", p. 102); siente una extraña sensación de profunda irritación, tal vez parecida a los celos, al encontrar a su amiga, al final del capítulo XII en el cuarto de Román. Es en este momento, también, cuando Andrea siente que algo se ha roto en su vida para siempre. Ena, a quien intenta mantener alejada de la casa de Aribau, ha ingresado. Esta proyección romántica que puede percibirse tampoco se desarrolla en la novela: quedan esos ecos casi imperceptibles.