Nada

Nada Resumen y Análisis Parte 1, Capítulos I-III

Resumen

Capítulo I

Andrea es la joven protagonista y narradora de la historia. Ella realiza su primer viaje sola y llega a la "Estación de Francia", en Barcelona, a la medianoche. Como es un horario distinto al que ha anunciado, no hay nadie esperándola. Excitada por la aventura emprendida, mira a su alrededor: el amontonamiento de gente, las luces de la ciudad, sus ruidos y aromas despiertan expectativas en la muchacha sobre esta nueva etapa que comienza lejos del hogar de infancia.

Toma un viejo coche de caballos y atraviesa la ciudad hasta llegar a la casa de sus parientes maternos en la calle Aribau. Hace años no los visita y con ellos se dispone a vivir el próximo tiempo. Cuando toca el timbre, una anciana con voz temblorosa y apariencia decrépita la recibe. Es su abuela, pero, al principio, no reconoce a la joven y la confunde con otra persona. El ruido despierta a otros integrantes de la casa que se hacen presentes en la sofocante sala repleta de muebles colocados unos sobre otros: el tío Juan y su esposa Gloria, la criada, la tía Angustias y un perro negro. Todos lucen grises y desgreñados ante la mirada de la narradora. La tía Angustias le reprocha no haberla encontrado en la estación en el horario pautado e indica que es hora de dormir. Andrea pide tomar un baño primero y, aunque Angustias le anuncia que no hay agua caliente, la joven insiste y toma una ducha helada. A pesar del frío y del sucio cuarto de baño, la ducha le resulta placentera, sobre todo por encontrarse fuera de la mirada de aquellas personas tan extrañas.

El cuarto que le destinan para dormir está, al igual que el resto de la casa, repleto de muebles y objetos y destila un olor nauseabundo. Angustias se despide de la joven haciendo la señal de la cruz en su frente; la abuela, dándole un abrazo tierno y recomendándole, dado que ella nunca duerme, que la llame si despierta asustada en mitad de la noche. Cuando queda sola, ahogada por el hedor penetrante y asustada por las imágenes que ve a causa de las sombras de la vela, abre una puerta que comunica con una galería, desde la que alcanza a ver unas estrellas que la animan un poco, y regresa a la cama, que le recuerda un ataúd.

Capítulo II

Andrea se despierta a la mañana siguiente y escucha el tintineo de los primeros tranvías. Ese sonido la lleva a un vívido recuerdo de infancia: el último verano pasado en aquella casa, a los siete años. A su vez, se reconforta: su ansiado sueño de estar ahora allí en Barcelona es real. Al abrir los ojos, ve un cuadro de hace cincuenta años. En la imagen están sus abuelos aún jóvenes recién llegados a la ciudad. Imagina con qué esperanzas habrán ido poblando ese primer piso de la calle Aribau en una ciudad todavía no tan desarrollada. Recuerda, también, su infancia cuando era la única nieta y todos la premiaban por sus picardías. Su situación actual es muy diferente: su abuela es muy anciana, su abuelo ha fallecido hace tres años y la casa, antes lujosa, se halla envejecida, mohosa y reducida, dado que por problemas económicos, la familia ahora solo cuenta con la mitad del piso, por lo que todos los muebles se amontonan sin espacio.

Andrea está algo nerviosa por tener que enfrentarse con sus parientes nuevamente: hasta un gato flaco y despeluzado que hay allí le recuerda el aspecto de su familia. La muchacha va hacia el comedor: hay un loro y nada para que ella coma. La tía Angustias la llama desde su cuarto, que contrasta con el resto de la casa por estar limpio y en orden, y comienza a darle una serie de advertencias y sermones. Le dice que, si bien sabe que ha realizado el Bachillerato en un colegio de monjas y que ha permanecido allí durante casi toda la guerra, teme por los dos años pasados con la prima Isabel, de la familia paterna, en un pueblo pequeño. Está preocupada por la tarea que le toca: moldear a Andrea en la obediencia. Le dice que la ciudad de Barcelona es un infierno lleno de tentaciones para una joven; que una sobrina suya debe ser “una niña de buena familia, modosa, cristiana e inocente” (23); que debe seguir sus órdenes; y que no la dejará dar un paso sin su permiso. Le recuerda que está allí para estudiar Letras en la universidad y que todo lo deberá a la familia materna, dado que, si bien tiene matrícula gratuita por su orfandad y una pensión de doscientas pesetas, el dinero es escaso en esas épocas. Tras esto, Angustias realiza una última advertencia: le dice que sus hermanos han quedado mal de los nervios después de la guerra, que son ingratos con ella y que Juan está casado con Gloria, una mujer con la que Andrea no debe establecer amistad. A Andrea le resultan antipáticas sus órdenes. Quiere encontrarle algo malo, pero sus facciones no son desagradables; sí sus dientes, de color sucio.

De vuelta en el comedor, Andrea encuentra a Gloria, que alimenta a un niño pequeño, y a su tío Román, acompañado por el perro llamado Trueno. El hombre limpia una pistola sobre la mesa y le hace decir palabrotas al loro para divertir a su sobrina. Sin embargo, el clima jocoso se corta abruptamente cuando el hombre le grita a Gloria por la forma en la que lo mira. Ante los gritos, ingresa el tío Juan. Los tres adultos discuten de forma muy violenta. Cuando Gloria llora, Roman intenta tranquilizar a Andrea y le dice que eso sucede todos los días en aquella casa. El hombre sale de la habitación y deja a Gloria y Juan que continúan discutiendo entre ellos. En ese momento, ingresan al comedor tres personas: la abuelita, que vuelve de la misa diaria; Angustias, que se asoma para pedir silencio; la criada, que con una mueca desafiante y triunfal, coloca tazas sobre la mesa justo después de que Juan le arroje a Gloria el plato del niño y lo estrelle contra la puerta.

Capítulo III

El capítulo comienza cuando Andrea y Angustias regresan de uno de sus paseos por la ciudad. A Andrea no le agrada salir a caminar con ella: se avergüenza del sombrero que usa su tía y de la vestimenta antigua y de aspecto provinciano que debe lucir ella. Además, su tía insiste con adoctrinarla: le dice cómo tiene que caminar, cómo debe dirigirse a la gente, que no mire a los transeúntes. La ciudad no brilla ante los ojos de la joven cuando las salidas son con ella. Dentro de la casa, intercala su autoritarismo habitual con gestos de cariño algo excesivos. Andrea ve en esa conducta algo extraño o antinatural.

Por las noches, las discusiones entre los miembros del hogar continúan haciendo mella. Cuando Gloria invita a su cuarto a Andrea, esta accede para irritar a Angustias. En la habitación surgen conversaciones en las que siempre habla más Gloria que Andrea. La mujer necesita que la muchacha le confirme que ella es joven, buena persona y bonita y, además, le cuenta lo buen marido que es Juan. A Andrea ella no le parece inteligente, pero le resulta simpática desde que la descubre desnuda sirviendo de modelo vivo a Juan. Su tío carece de talento para la pintura, pero se dedica a ello. En el antiguo despacho del abuelo, que ahora es un atelier derruido, Andrea ve a Gloria increíblemente bella y blanca entre la fealdad de las cosas.

Una de esas noches, Gloria le pregunta a Andrea por su opinión sobre Román y le advierte que es un hombre malvado. Andrea no tiene una opinión formada sobre su tío: no la fascina, pero a veces se pone contenta cuando él la invita a su habitación. Román habita un cuarto confortable, limpio y ordenado en la buhardilla. Es un lugar diferente al resto de la casa: tiene chimenea, bibliotecas, una cama turca, una bonita mesa, papeles y tinteros, relojes antiguos, cajones con curiosidades, dibujos hechos por él y un violín. Allí, invita a su sobrina con café express, licor y cigarrillos. Le pide que no se tome en serio las discusiones entre los miembros de la familia y que no imagine más de lo que son: inconducentes y sin causa. Además, toca el violín para ella, quien siente diversas sensaciones mientras lo escucha, pero que las oculta cuando él le pregunta qué es lo que la música le dice: “Nada” (34).

El primer día que Andrea baja del cuarto de Román los tres pisos que separan el refugio del tío de la casa familiar, tiene la impresión de que hay alguien más entre las sombras de la escalera. Otro día, la linterna con la que su tío la guía enfoca una figura y Andrea descubre a Gloria que corre escaleras abajo hacia la portería.

Análisis

La crítica, desde el inicio, intenta encasillar a Nada (1945), de Carmen Laforet, en un tipo de novela y en una corriente literaria. Pero no es tan simple su adscripción. En relación con las corrientes literarias de la época, Nada es una obra cercana al tremendismo inaugurado por Camilo José Cela, en el año 1942, a partir de su novela La familia de Pascual Duarte. Esta denominación se utiliza para delimitar un tipo de literatura narrativa en prosa de carácter realista que sirve como herramienta a los escritores para presentar los horrores de la posguerra: la miseria, la mezquindad, la violencia, la sordidez, el egoísmo de personajes carcomidos por sus existencias y sus experiencias, que no parecen ser dueños de sus propios actos, sino que parecen estar determinados a cometerlos por las situaciones atravesadas previamente. Estas obras se ubican en escenarios locales, en espacios reducidos y opresivos; sus personajes suelen ser seres marginales, tanto económica como moralmente, e incluso son animalizados por el narrador o padecen enfermedades; el lenguaje es expresivo y representa diferentes registros, lo que lo hace realista; las acciones son mostradas como resultado de una causa-consecuencia. Si bien es cierto que Nada presenta algunas de estas características o se acerca a algunos de los aspectos mencionados aquí del tremendismo en varias escenas, como veremos en este análisis, no se configura del todo como tal, dado que Andrea, la narradora y protagonista, no es un personaje sórdido sino alguien que atraviesa cierta angustia existencial y, si bien hay cierta carga de pesimismo, finalmente, también hay cierta esperanza.

Otra de las cuestiones vinculadas con el género que ha sido trabajada por la crítica es la de considerar esta novela como un Bildungsroman femenino. Bildungsroman (o novela de aprendizaje, de educación o de formación) es un término alemán, acuñado a principios del siglo XIX, para designar a un tipo de novela surgido en el siglo XVIII, aunque con antecedentes en el Renacimiento. Se caracteriza por mostrar la transición y evolución psíquica, moral, social y física que realiza un personaje, generalmente masculino, desde la niñez hasta la adultez. Estas obras se suelen dividir en tres momentos: el aprendizaje que se adquiere en la juventud o niñez; un segundo momento en el que el personaje emprende un viaje en el que deja atrás lo conocido para volcarse a lo desconocido y aprender; un tercer momento de perfeccionamiento y maduración hasta conseguir el virtuosismo. En realidad, la novela de Carmen Laforet juega, de alguna manera, con el concepto de Bildungsroman tradicional y masculino, y presenta, como veremos, algunas características que la acercan a este tipo de novelas y otras que la alejan de forma irónica, desde, por ejemplo, el mismo título de la novela, que indica que la joven no aprende Nada; aunque, como veremos, no es tan así.

La acción de la novela se ubica en la ciudad de Barcelona en plena época de posguerra, entre octubre de 1939 y septiembre de 1940, y está relatada por Andrea, la joven protagonista de la historia, en pasado, de manera retrospectiva y siguiendo el orden cronológico de los hechos, después de un tiempo indefinido de los acontecimientos. Si bien las consecuencias de la guerra no aparecen tematizadas de modo explícito, se hacen visibles de manera incesante en pequeños detalles o de manera alegórica; y esto las configura como uno de los temas centrales e implícitos de la obra.

La guerra civil española se desarrolla entre el mes de julio del año 1936 y el 1 de abril de 1939; las facciones que se enfrentan son las del "bando republicano", conocido también como "los rojos" y las del "bando sublevado", que se adjudica para sí el nombre de "bando nacional" y que está liderado por el fascista Francisco Franco. El enfrentamiento bélico concluye con la declaración de la victoria realizada por Franco, quien, desde ese momento, se establece en el poder a través de un gobierno dictatorial, que se extiende hasta el año 1975. Tras la culminación de la guerra en 1939, el horror no termina, puesto que España queda sumida en un sinnúmero de penurias, devastada en varios aspectos y el proceso para recomponerse es largo y penoso; además, continúa lidiando con el duro régimen de Franco. Sumado a esto, el panorama internacional no es el mejor, dado que el mundo atraviesa una nuevo conflicto: la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que se despliega entre el año novelado en la obra y la fecha en que su autora la publica. En los paisajes de ciudades y poblados españoles, están presentes y son tangibles las huellas del enfrentamiento en los edificios destruidos o los caminos intransitables; en la miseria creciente que vive el pueblo, en la falta o precariedad del trabajo y en las familias que lloran a sus muertos, también. Las diferencias sociales entre quienes tienen solvencia económica y quienes no se hacen cada vez más evidentes y, en muchos casos, se relacionan con vencedores y vencidos. En relación con la cultura, este periodo se vincula con un fuerte aparato de propaganda franquista, que se pronuncia a favor de valores tradicionales conservadores vinculados con el catolicismo y que censura todo aquello que considere peligroso, inmoral o contrario a la doctrina eclesiástica y nacionalista imperante.

La primera mención que ayuda a contextualizar los hechos en el periodo de la posguerra se establece en la primera página: Andrea llega a Barcelona y toma un carro de caballos, de aquellos que "han vuelto a surgir después de la guerra" (13). Esta mención, acompañada por la visión extasiada y la descripción impresionista que la narradora presenta de la estación terminal de trenes, mientras mira a su alrededor con una sonrisa de asombro, parece augurar una estadía de la joven en Barcelona coincidente con la de sus deseos: en un lugar luminoso, libre y lleno de vida. Mencionamos el rasgo impresionista en la descripción porque los lectores nos encontramos, en y desde esta primera página, frente a la impresión subjetiva y personal que tiene la narradora. La realidad que se presenta es la realidad de sus impresiones, formuladas a partir de sus sensaciones. Andrea no se encuentra asustada por llegar de noche y sola a una gran ciudad sino que está profundamente emocionada ("me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche", p. 13) y lo deja ver a través de las sensaciones que la acometen al percibir lo que la rodea, que están acompañadas por rasgos modalizadores, adjetivos calificativos y expresiones que fortalecen la subjetividad: "El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida" (13). El verbo "parecer" y la construcción de símiles, dos recursos que fortalecen la subjetividad de lo relatado, se convierte desde el inicio en una constante de la narración.

Sin embargo, este augurio satisfactorio de su primera impresión se ve pronto arremetido al llegar a la casa de su familia en la calle Aribau. Al ingresar, de repente, todas sus sensaciones cambian para peor y el brillo del primer momento desaparece: los olores son nauseabundos, el aire está estancado, las personas son grises, están sucias y desgreñadas. Sus expectativas, vinculadas con los recuerdos de su infancia mencionados en el segundo capítulo, y movilizadoras de uno de los motivos recurrentes de la novela, el de la vita nuova (nueva vida), chocan con la realidad que percibe al ingresar a la casa familiar. La representación de esta casa presenta reminiscencias de las novelas de estilo gótico. La casa de la calle Aribau semeja la casa de una novela de terror y la narradora sentencia que, desde el momento en que el cerrojo se abre, todo le parece una "pesadilla" (14). Las sensaciones que comienza a tener la protagonista a medida que van apareciendo sus parientes y va observando todo a su alrededor dan cuenta de que este cambio abrupto. Además, el campo semántico utilizado es característico de la representación gótica. Por ejemplo, aparecen sustantivos como "pesadilla", "temor", "telarañas", "hechizo", "luto", "velas", "ataúd"; adjetivos como "desconchados", "macabro", "dolientes", "destripados"; sintagmas como "viejecita decrépita" (15), "infeliz viejecilla" (15), "cara llena de concavidades, como una calavera" (15), aire "estancado y podrido" (15), "mujeres fantasmales" (15), figuras "alargadas y sombrías" (16), "luces de un velatorio de pueblo" (16), "casa de brujas" (17), "luces macilentas, verdosas" (17), "túmulo funerario" (17), "bocas desdentadas" (17), "la huella de manos ganchudas" (17), "ambiente de gentes y de muebles endiablados" (18). La frase que la abuela pronuncia al despedirse de la nieta también parece prefigurar, por reiterativa y alarmante, una escena terrorífica: "Si te despiertas asustada, llámame, hija mía [...] Yo nunca duermo, hijita, siempre estoy haciendo algo en casa por las noches. Nunca, nunca duermo" (18).

Esta representación de la casa tiene como objeto reflejar la claustrofobia y asfixia que Andrea siente en aquel lugar y reforzar, en contraposición, el ambiente abierto y libre del exterior. Para describir ese interior, la narradora apela a técnicas expresionistas, es decir, a distorsionar la realidad, a hiperbolizar lo que sus atemorizados sentidos perciben, y, en otros momentos, también a animalizar a los personajes. Esta estética próxima a lo gótico conforma un interior oscuro y temible que simboliza la degradación moral, estética y económica que atraviesa la familia que la habita: todo y todos están atravesados por la deformación tétrica que percibe la narradora. En la novela está indicado por la narradora el momento preciso en el que la distorsión comienza. Se trata del momento en que, cargada con su maleta, comienza a subir despacio la escalera: "Todo empezaba a ser extraño a mi imaginación" (14). La realidad se ve como una alucinación o como una pesadilla, como un efecto de toda aquella oscuridad en su mente: "Empecé a ver cosas extrañas como los que están borrachos" (17) sostiene en el momento en el que se está dando una ducha, que funciona para ella como un cristalino hechizo que la mantiene alejada del horror que la rodea, y decide salir para volver a quedar parada "sola entre la suciedad de las cosas" (17).

En relación con esta forma de narrar, es interesante lo que plantea el crítico Domingo Ródenas de Moya: "Andrea es poco digna de crédito y éste es uno de los aciertos de Carmen Laforet. La joven es impresionable e inestable, y esas condiciones de su carácter se trasladan a su ejercicio narrativo" (Ródenas de Moya. 2001, 229). No en vano, la protagonista y narradora se traslada a Barcelona para estudiar la carrera de Letras y llega con esa maleta que es tan pesada porque está llena de libros viejos, único capital y herencia de la joven huérfana. La imaginación de Andrea se ha forjado en las páginas de sus lecturas y, a medida que avanza la acción, da cuenta de ello en la forma en la que narra los acontecimientos, en la comparación que realiza con obras literarias y en la caracterización de los personajes que conoce, dado que algunos resultan prototipos de diferentes corrientes literarias (por ejemplo, por las características con las que está descrito y sus acciones, el personaje de Gloria parece salido de un folletín; el de Angustias, en cambio, de la novela decimonónica del siglo XIX). Todo esto no significa que Andrea mienta, sino que su narración de los acontecimientos está condicionada por su imaginación y su ilusión de estar protagonizando, inconscientemente, su propia novela. Por ello, a sus parientes, por ejemplo, incontables veces los llama "personajes", como sucede, en el segundo capítulo, momento en el que los compara con un gato: "No pude menos de pensar que tenía un singular aire de familia con los demás personajes de la casa; como ellos, presentaba un aspecto excéntrico y resultaba espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por la falta de luz y quizá por las cavilaciones" (21). Román, su tío, en uno de los primeros encuentros que mantiene en su cuarto, le advierte: "no te forjes novelas [...] ya sé que estás siempre soñando cuentos con nuestros caracteres" (32).

Como mencionamos, la descripción de la casa de Aribau contrasta no solo con el exterior, sino también con el recuerdo que tiene Andrea de su infancia. Una foto que Andrea ve en el cuarto promueve una analepsis, es decir, una escena retrospectiva, un recuerdo que permite contrastar el pasado y el año en el que Andrea está de vuelta en Barcelona. Así, se puede ver la degradación que ha sufrido la familia con el paso de los años. Los recuerdos de Andrea, mencionados en el segundo capítulo, son previos a la guerra y en ellos la casa de Aribau es confortable y más espaciosa, su abuelo está aún con vida, el trato de sus tíos hacia ella es cariñoso así como también lo es entre ellos. "Me complací en pensar que nada tenía que ver la joven del velo de tul con la pequeña momia irreconocible que me había abierto la puerta" (21), piensa la joven sobre su abuela. Es que ahora, en el momento en el que ella está allí y la guerra ha terminado, las cosas han cambiado: por cuestiones económicas, la casa se ha visto reducida a la mitad, su abuelo ya no está entre ellos y sus tíos se llevan terriblemente mal. La casa de la calle Aribau, que supo tener días felices, funciona como una alegoría de la España de la posguerra: ha quedado devastada, sumida en la miseria, la suciedad y la violencia entre sus miembros; ha quedado, también, habitada por personas que piensan de manera muy diferente y que esperan distintas cosas del futuro. La violencia del fratricidio español de la Guerra Civil tiene un paralelo en la novela en la violencia ejercida por los hermanos de la familia de la casa de Aribau. Si bien esto no está desarrollado de manera completa en estos primeros tres capítulos, se desplegará con mayor énfasis en los siguientes.

En el segundo capítulo, accedemos a una conversación entre Angustias, cuyo nombre prefigura el carácter del personaje, con Andrea. En las palabras de la tía se puede leer el tipo de mujer de la España de la época al que Angustias representa, religiosa, moralista, represiva, disciplinante y preocupada por las apariencias; y, en la reacción de desagrado de su sobrina, podemos notar que se opone a ese estilo. Angustias, desde el principio, simboliza para Andrea la autoridad, por lo que la joven, desde el primer momento, la juzga "corta de luces y autoritaria" (24) y quiere rebelarse, sentimiento que va a ir aumentando a medida que avanza la acción: "Creo que pensé que tal vez no me iba a resultar desagradable disgustarla un poco" (24).

En el capítulo tercero, Andrea pronuncia una frase que es significativa para la obra, cuando Román le pregunta qué siente sobre su música, ella dice "Nada" (34). Román percibe que es una mentira; nosotros, como accedemos a los pensamientos de la narradora, lo sabemos y podemos confirmarlo. Un montón de sentimientos se le despiertan a la protagonista al escucharlo, pero, insegura de sí misma ante la fascinante y misteriosa figura de Román, decide callarlos.