Los museos abandonados

Los museos abandonados Resumen y Análisis Los juegos 

Resumen

“El juego lo habíamos inventado Ariadna y yo en una noche de hastío” (p.81), comienza el narrador. Encerrados en el museo abandonado, Ariadna y él juegan a “transcribir las distintas leyendas de los muertos en los variados caracteres de las lenguas” (p.81). Un buen día, ese juego, en el cual él dice haber elegido el nombre de su compañera, no alcanza. “Distraídos del trabajo de la traducción, nos paseamos desnudos por las oscuras piezas del museo” (p.83), dice. Sus cuerpos blancos, que les producen “soledad y tristeza” (p.84), transitan por los pasillos y salones del museo desolado.

El nuevo juego consiste en que uno de los dos cubra su desnudez con vestiduras robadas al azar, armaduras, velos o vestidos, y el otro, “desnudo y sin noticias” (p.85), comience su búsqueda por los salones del lugar. Una vez encontrado el escondido, el perseguidor puede decidir un castigo para él.

Ariadna acepta, entusiasmada. Persigue ella, esta primera vez, al narrador, que se esconde tras las ropas de un rey sajón en un salón de carnosas palmeras. Desde su escondite él la ve, tenaz, escrutando todo con su mirada filosa. Rompe algunos jarrones a su paso, pero no le da importancia. Tira al suelo una armadura al intentar develar su interior: el narrador no está allí. Dice él: “En la huida por un corredor sombrío, derrumbé una enorme estatua” (p.87). Ella lo encuentra. Marcha, triunfal, hacia él, y le arranca la ropa. Hacen el amor sobre los trapos rotos del rey sajón.

La segunda noche es Ariadna quien se esconde. “Habíamos recuperado la pasión de buscar y sólo anhelábamos el final” (p.87), dice él. Se dirige primero al salón de las matronas, que se encuentran alineadas sobre una tarima. Recorre con la mirada detenidamente la primera y, al llegar al cuello, lo asalta el deseo. La derriba. Recuerda: “Desgarróse la tela como el cuerpo y por los intersticios de los ojos nadie me miraba” (p.89).

Recorre luego el salón de los animales prehistóricos. Ariadna no está allí. Saturado, rompe todo a su paso, esqueletos y estructuras. Más adelante, en el salón de los vasos griegos, Ariadna está ausente también. Lo mismo sucede en el de los pájaros disecados. Sin querer, enciende el sonido de la sala y los chillidos de las aves lo inundan todo. Choca, por el aturdimiento, contra los pájaros embalsamados, que empiezan a caer sobre él y lo lastiman. De repente, al salir, ve a Ariadna en la balaustrada como vestal, en el patio central.

Los juegos se suceden, día tras día. Solamente se interrumpen por el hambre. Ahí es cuando bajan al sótano por una fruta o un pedazo de carne. Descuidados, dejan de enterrar los restos que quedan desperdigados entre los jarrones y estatuas rotos, y las ratas empiezan a convivir con ellos.

“La decimosexta noche, Ariadna juró esconderse y no ser hallada” (p.94). El narrador, por su parte, deja transcurrir una parte de la noche como estrategia. A su vez, está convencido de “esta noche hallarla para siempre” (p.97) y mitigar toda su infelicidad. Cuando comienza, lo hace por el salón de los espejos. Sus cientos de reflejos son sus testigos. La busca luego por los patios. Las ratas se deslizan por las paredes, los yesos lo escrutan. Confundido e impaciente, pierde confianza en encontrarla. “Cuando amanecía comprendí que había perdido” (p.101), dice finalmente. La llama. Ella no contesta, y no responde a su llamado los días subsiguientes.

Una noche, él retoma la búsqueda. Se le ocurre ir al vestíbulo, donde los paseantes depositaban sus abrigos y donde también hay estatuas. Frustrado, derriba a un guerrero romano y se dirige a una estatua muda que se resiste a sus intentos de identificación. Sin querer, tropieza y cae al piso. Mientras cae, toma el pie de la estatua. Desde fuera, un rayo estruendoso atraviesa el vestíbulo, y hace caer un armario enorme sobre él. Herido, ve el rostro verdecido de la estatua, iluminado por el relámpago, que parece ser por un momento el de Ariadna. Pero la estatua tambalea, cae y se desintegra.

Análisis

“Los juegos” está protagonizado por el narrador y su amante Ariadna, que juegan mientras pasan el tiempo encerrados en un museo. La intertextualidad, es decir, la relación que existe entre textos diferentes, ya sea dentro de una obra individual o entre obras distintas, es, como la metáfora o la imagen poética, uno de los recursos privilegiados de la literatura. En el caso de Peri Rossi, el intercambio textual y la referencia constante a la cultura clásica tiene un recorrido que atraviesa casi toda su obra. Por esto mismo, en este caso, resulta conveniente, antes de adentrarnos en el análisis del cuento “Los juegos” en sí, refrescar un poco quién fue, en la Antigüedad, Ariadna.

Debido a una maldición arrojada por el rey Minos a los atenienses, cada año estos debían enviar a Creta siete doncellas jóvenes y siete varones hermosos para alimentar al Minotauro, que moraba en un laberinto. Teseo se propone liberar a los atenienses de esta maldición y se ofrece como voluntario para ir al laberinto. La princesa Ariadna, hija del rey Minos, se enamora de Teseo y le propone ayudarlo a cambio de que se la lleve con él a Atenas. En la versión más célebre del mito, Ariadna le da un ovillo de hilo a Teseo para que lo ate en la puerta del laberinto y, de este modo, encuentre el camino de vuelta. Teseo así lo hace, mata al Minotauro y se lleva con él a Ariadna.

Ahora bien, ¿qué sucede en “Los juegos”? Si bien no hay Minotauro, ni ayuda de la doncella para lograr hazaña alguna, ni devoción de ella hacia él, como en el caso de Teseo, o dificultades para encontrar la salida, el texto igualmente dialoga con el mito de Ariadna en más de un aspecto. Cuando el juego de traducir viejas leyendas se agota, ese juego en el cual el narrador cree haberle puesto él mismo el nombre a su compañera Ariadna, comienza el de las persecuciones.

El museo funciona, desde un primer momento, como una suerte de laberinto lleno de pasadizos, patios, pasillos y salones conectados entre sí. Está el salón de los dinosaurios, el salón de las matronas romanas, el lugar de las armaduras medievales, estatuas griegas, ánforas, vasos etruscos y fuentes en el patio. También están los maniquíes rellenos de tela y otros articulados por hilos que transforman al museo en sala de exposiciones surrealistas. En este caso, en lugar de la salida, los amantes deben encontrarse mutuamente. No parece haber hilo alguno que los ayude, salvo el mutuo conocimiento que tienen de los gustos del otro: “Deseché las salas conocidas, donde Ariadna no iría a esconderse” (p.95), dice el narrador. Y también: “ignoré los pisos bajos: conocía su preferencia por el tránsito presuroso de pasillos oscuros” (p.95), y “eliminé de mi derrotero también los salones dedicados a la época medieval: conocía la franca repugnancia de Ariadna hacia una edad anticlásica” (p.95). Esta última cita se relaciona con características sobresalientes de la propia autora; rara vez Peri Rossi ha referido en sus textos a la época medieval, la cual es para ella desapasionada y reprimida. Tiene, como el personaje de Ariadna, una clara preferencia por el mundo clásico, un mundo que se vincula al erotismo griego y romano que, según ella, el medioevo niega y oculta.

Este hilo que posee el narrador es débil, y autoproporcionado. Aquí, Ariadna no le da, a diferencia de la Ariadna mitológica, ovillo ni ayuda alguna. Por el contrario, complica la búsqueda y tiende trampas, sobre todo en el último rito de persecución, en el que el narrador no logra dar con ella. Pero volveremos sobre esto más adelante. Como bien decimos, ella no le tiende puentes al narrador. Más bien se esconde, juega con él. A diferencia del rol pasivo de la Ariadna mitológica (veremos cómo esto se repite de distinto modo en los otros dos relatos), el personaje de "Los juegos" toma un papel activo y de liderazgo. Da la sensación, inclusive, de que en su última desaparición sencillamente ha abandonado el juego, el museo y a su amante.

El espíritu lúdico es uno de los tópicos privilegiados del libro. A pesar de la melancolía, la nostalgia o la desazón que recorren las páginas del libro, muchos personajes detentan, en Los museos abandonados, una fuerte voluntad de jugar. El juego se constituye, en principio, como un entretenimiento en la espera pero, también, se trata de una forma de encarar la realidad. Puede tratarse de la confección de relatos, como veremos en “Un cuento para Eurídice”, en los que se pone en primer plano la imaginación. Otros, como el que al principio juegan Ariadna y el narrador, que se trata de inventar posibles traducciones para las inscripciones que encuentran en el museo, tienen más que ver con ejercicios intelectuales. La búsqueda y persecución que ocupa a los amantes después los lleva a poner el cuerpo, de manera lúdica pero también riesgosa por momentos y sumamente erótica. El juego es una forma de abordar la realidad y lidiar con ella. No es un mero pasatiempo, sino que se juega dándolo todo de sí. Veremos, en los cuentos siguientes, cómo este tema se materializa también en el nivel del lenguaje poético y la sintaxis.

La intertextualidad también juega hacia adentro: hay relaciones intertextuales llamativas entre los tres últimos cuentos. El patrón temporal (un tiempo indeterminado en la modernidad), espacial (el museo desolado) y de los actores (un hombre y una mujer con un vínculo afectivo) se reproduce con pequeñas modificaciones en cada relato. Ariadna es el nombre de la protagonista de este relato y también el de la protagonista del último. Ninguno de los tres narradores, varones en primera persona, tiene nombre propio. En los tres, los intentos del narrador por dominar a la mujer son vanos. Sin embargo, a pesar de las similitudes, se trata de tres parejas diferentes o, a lo sumo, utilizando una terminología muy en boga, tres dimensiones o universos diferentes para la misma situación.

El modo en que se introduce lo femenino expresa una forma de rebeldía para con las instituciones de poder patriarcal, representadas sobre todo a través de la familia, la pareja y los roles sociales asignados tradicionalmente a cada sexo. Las relaciones de poder estructuran las relaciones humanas y se reflejan en los personajes rossinianos dentro de todos los espacios de su existencia. Ariadna se libera de su condición de presa mediante la huida, y no a través de la dominación del narrador/varón. No lo dobleja en el juego, sino que abandona la partida. Ella parece haberse esfumado definitivamente del museo, mientras él, en su búsqueda desesperada, inclusive violenta sexualmente a una estatua y, finalmente, confunde a Ariadna con otra escultura que se estrella contra el piso.

En una de las primeras búsquedas encontramos la escena del narrador y la estatua. En el salón de las matronas, él las mira a todas, poco a poco, recorriéndolas desde los pies, y dice: “llegado al cuello de la primera que estaba en la fila, bruscamente, me asaltó el deseo: ella me miraba impasible, quizás con un poco de tristeza, y yo la noté un poco gruesa, un poco digna, un poco estática: brutalmente me lancé sobre ella, derrotándola sobre el suelo. La dama apenas se agitó, quebradas las piernas, pero debajo de su túnica plegada, mis manos la registraron hábilmente: desgarróse la tela como el cuerpo, y por los intersticios de los ojos nadie me miraba” (pp.88-89). En el juego, la distancia entre estatuas y mujeres de carne y hueso se desdibuja: no solo en estos cuentos, sino en buena parte de la producción poética y prosística en general de Peri Rossi, las esculturas son objeto de pensamientos y acciones eróticas y lujuriosas. La escena de violación de la escultura presenta, también, una intertextualidad con otro libro de la autora, la novela El libro de mis primos, en la que el personaje de Gastón viola a una estatua. Las estatuas forman parte de la relación erótica entre los personajes y cumplen este rol de simbolizar el cuerpo femenino y la imposibilidad de poseerlo o preservarlo para sí.

El narrador queda, como Lautaro al final de “Los extraños objetos voladores”, solo y desamparado al final del relato. Dice:

Me dirigí, a tientas, hacia la estatua muda que resistía oscuramente mis intentos de identificación. Al aproximarme, tropecé con un pedazo de madera desprendido de algún estante, que crujió y me hizo caer: entre los pliegues del velo que le cubría la cabeza y las sienes, dos ojos luminosos me acechaban; una sonrisa equívoca, maligna, helada y fija en su inmovilidad me amenazaba, con su mensaje indescifrable; alcé mis manos hacia los pies de la figura elevada delante mío, y cuando aferré algo —duro pie, carne, yeso, piedra, cal— creyendo, por fin, descubrir el misterio, un relámpago furioso atravesó el vestíbulo, con su amargo sonido, la estatua se me escapó de las manos y el enorme ropero que solía guardar los abrigos afelpados de los visitantes, en tardes de museo cayó pesadamente sobre mí, derrumbándome en el suelo (pp.106-107).

Sepultado bajo el enorme mueble, herido e inmovilizado, cree ver a Ariadna: “vi balancearse, oscilar delante de mis ojos con maquiavélico ritmo, el rostro verdecido de la estatua; en un instante, creí ver los agudos rasgos de Ariadna brillando con luz maligna entre las telas del vestido y las gasas del rostro; la estatua se balanceó un momento, verde, azul, tenebrosa, la sonrisa viborante cruzándole la boca, y con un largo larguísimo alarido, se desintegró en el suelo, sobre la confusa pirámide de cosas” (p.107).

Nuevamente, nos encontramos ante un relato en el que el lector no puede más que vacilar; o bien el narrador confunde a una estatua con Ariadna justo antes de ser sepultado por el armario, o, por el contrario, narra la muerte de Ariadna como si se tratara de una estatua y no de la joven escondida "entre las telas del vestido" (p.107).