Las cosas que perdimos en el fuego

Las cosas que perdimos en el fuego Imágenes

El fuego

Con una fuerte presencia desde el título del libro, el fuego es una de las imágenes recurrentes de Las cosas que perdimos en el fuego. Los cuerpos se queman, en la vida real y en las pesadillas. La protagonista de “Tela de araña” sueña con una mujer que se quema mientras su casa se desmorona. Su prima, un tiempo antes, ve un incendio desde una avioneta. Este fuego se presenta en pesadillas y visiones, pero también en la vida: el Petiso Orejudo, en “Pablito clavó un clavito un clavito (...)”, declara que le genera placer ver a los bomberos caer al fuego.

La imagen del fuego es generalmente de destrucción, como en estos últimos ejemplos. Pero también está el cuento homónimo, “Las cosas que perdimos en el fuego”, en el que las mujeres comienzan a quemarse adrede en rituales grupales. Este fuego puede decirse que es “productivo”; de él emerge un nuevo tipo de belleza. Según su madre, Silvina podría convertirse en “una verdadera flor de fuego” (p.197). La figura de la flor es de emergencia, de nacimiento, la contracara de la destrucción. Por ende, podemos decir que la imagen del fuego en este último relato recibe una nueva capa de sentido al volverse fértil o fructífera.

Los barrios bajos

Los barrios humildes, las villas miseria de la ciudad, las zonas abandonadas por la ley son el escenario de muchos relatos para el terror. El miedo hacia lo sobrenatural se cuela a través del miedo más concreto: la violencia policial, lo perturbador del deterioro de los cuerpos de los adictos a la pasta base, el extravío de la mirada de la gente que duerme en la calle.

La imagen que compone Enriquez de los barrios bajos de la ciudad es, en principio, laberíntica. Hay que saber moverse por las calles de Constitución, por las villas miseria: uno puede perderse una y otra vez e ir más allá de lo conveniente.

Tanto en ausencia, como es el caso de la desaparición de las figuras de veneración en “Bajo el agua negra”, como en presencia (“El chico sucio”), las figuras de santos populares, con sus grutas, velas y ofrendas en estos barrios, son descritas con detalle. Son espacios de la ciudad respetados, puntos de referencia que aportan color y luz a la imagen de estos barrios, que generalmente es retratada en la nocturnidad.

La imagen de los barrios precarios es de oscuridad, de muerte: “en las dos orillas del Riachuelo miles de personas habían construido sus casas en los terrenos vacíos, desde precarios ranchos de chapa hasta muy decentes departamentos de cemento y ladrillos. (…) [Ese] olor a podrido del Riachuelo (…) lo causaba la falta de oxígeno del agua (…). [El] río negro que bordeaba la ciudad básicamente estaba muerto, en descomposición: no podía respirar” (p.164). Los barrios bajos asustan, asfixian a las narradoras y narradores; su podredumbre mata. Junto con la droga, la toxicidad en la que se vive deforma los cuerpos de sus habitantes.

El color negro

En Las cosas que perdimos en el fuego, el protagonismo del color negro es tan evidente como inevitable. No solo está presente la magia negra, con sus velas, el humo y la noche que rodean a algunos santos y rituales paganos tanto en la ciudad como en el campo. También, fruto de la actualización del terror que propone Enriquez, son negros los pies del chico sucio en “El chico sucio” y las pupilas dilatadas por la droga en “Los años intoxicados”, y el pelo de las adolescentes se tiñe de negro. Es decir, como los arquetipos y motivos propios del terror (la casa embrujada, los muertos vivos), el color negro también se actualiza en estos cuentos: entonces, lo más perturbador no son los gatos negros o las velas negras, sino, por ejemplo, el agua negra del Riachuelo de Buenos Aires, contaminada por la carne, la sangre y los huesos de animales que los mataderos tiran en su orilla. Se trata de un “río negro que bordeaba la ciudad” y que “básicamente estaba muerto”.

Siguiendo esta misma línea, el color negro remite, en general, a la noche; como en todo relato de terror, se trata de la hora en que los fenómenos paranormales suceden, en que los fantasmas y demonios se hacen presentes. Pero en Mariana Enriquez el negro nocturno también es el escenario del rock, de la droga, de la marginalidad, y remite por momentos al encierro, a la ansiedad y a la depresión.

Los cuerpos deformes o mutilados

La imagen del cuerpo deforme o mutilado tiene gran protagonismo en Las cosas que perdimos en el fuego. La falta de brazo de Adela es su característica más atractiva, al igual que el modo en que Marcela, la compañera de la narradora de "Fin de curso", se arranca el pelo, las pestañas y, sobre todo, todas las uñas de la mano. La belleza en "Nada de carne sobre nosotras" va más allá de lo que el sentido común llama "delgadez extrema". La protagonista quiere ser como Vera, la calavera que lleva a su casa: “en vez de nalgas tendré huesos y los huesos van a atravesar la carne y van a dejar rastros de sangre sobre el suelo, van a cortar la piel desde adentro” (p.128).

Una de las imágenes más llamativas en este sentido es la del cuerpo del chico decapitado en "El chico sucio": "se sabía que la cabeza estaba pelada hasta el hueso y que no se había encontrado pelo en la zona. También, que los párpados estaban cosidos y la lengua mordida, no se sabía si por el propio chico muerto o (...) por los dientes de otra persona" (p.22).

Las imágenes de cuerpos desmembrados y deformes son, como es esperable en algunos relatos de terror, macabros: "[la chica del subte] tenía la cara y los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa (...). Le quedaba un solo ojo, el otro era un hueco de piel, y la cara toda, la cabeza, el cuello, una máscara marrón recorrida por telarañas" (p.185). La violencia aplicada sobre los cuerpos, en este caso el de las mujeres, se reproduce en la violencia con que se componen estas imágenes, de modo tal de despertar en el lector la repulsión, el temor o inclusive la morbosidad.