La insoportable levedad del ser

La insoportable levedad del ser Imágenes

Los sueños de Teresa

Los sueños de Teresa ocupan un rol de mucha relevancia en la novela, ya que manifiestan sus sentimientos de una manera clara y despiadada. El primero de sus sueños deja entrever el registro en el que se dará la mayoría: "Había una gran piscina cubierta. Seríamos unas veinte. Todas mujeres. Todas estábamos desnudas y teníamos que marchar alrededor de la piscina. Del techo colgaba un cesto, y dentro de él había un hombre de pie. Llevaba un sombrero de ala ancha que dejaba en sombras su cara, pero yo sabía que eras tú" (p. 25). La presencia de otras mujeres desnudas y el sentimiento de ser una más entre tantas pone de manifiesto las inseguridades de Teresa, originadas en las infidelidades de Tomás.

Más adelante, ella continúa describiendo el sueño y se suma otra dimensión típica en sus pesadillas: el rol de Tomás como tirano de su vida: "Yacía en un coche fúnebre grande como un camión de mudanzas. A su lado no había más que mujeres muertas. Había tantas que las puertas tenían que quedar abiertas y las piernas de algunas sobresalían" (p. 25).

A medida que la novela avanza, la distinción entre sueño y realidad se torna difusa y situaciones claramente oníricas se presentan sin un preámbulo que advierta al lector. Un ejemplo de esto es la situación onírica de Teresa cuando camina al río Vltava y observa cómo la corriente arrastra una serie de bancos:

Estuvo mirando durante mucho tiempo al agua, que allí parecía más triste y oscura, y de pronto vio en medio del río una especie de objeto, un objeto rojo, sí, era un banco. Un banco de madera con las patas de metal, uno de los tantos que se encuentran en los parques praguenses. Navegaba lentamente por el medio del Vltava. Y tras él otro banco. Y otro y otro, y es ahora cuando Teresa se da cuenta de que los bancos de los parques de Praga se van de la ciudad río abajo, son muchos, son cada vez más, flotan en el agua como en otoño las hojas que el agua se lleva del bosque, son rojos, son amarillos, son azules (p. 179).

Las mujeres

A lo largo de la novela son pocas las descripciones de personajes que otorga el narrador, y mayoritariamente corresponden a los personajes femeninos. Cuando estas descripciones aparecen desde la óptica de Tomás, están enfocadas en la dimensión sexual, como puede apreciarse con estos dos ejemplos de Teresa y Sabina, respectivamente: "Ella se levantó y con los ojos entrecerrados fue tras él. No llevaba más que un camisón corto, sin nada debajo. Su cara permanecía impasible, inexpresiva, pero sus movimientos eran enérgicos" (p. 21); "Ella le abrió la puerta y apareció ante él con sus hermosas y largas piernas, sin vestir, sólo con el sujetador y las bragas. En la cabeza llevaba un sombrero de hongo negro" (p. 35).

Otra oportunidad en la que las mujeres de la novela son descritas físicamente se da cuando la historia aborda la relación que Sabina y Teresa mantienen con su propio cuerpo. En este fragmento, Sabina se observa al espejo: "Se veía con las piernas desnudas, con las bragas de tela fina, a través de la cual se transparentaba el pubis. La ropa interior resaltaba sus encantos femeninos y el duro sombrero masculino negaba, violaba, ridiculizaba aquella femineidad" (p. 93).

El vínculo de Teresa con su propio cuerpo está mediado por el reflejo frente al espejo y por la apreciación de los cuerpos de otras mujeres en los baños públicos: "Al lado de Teresa sudaba una mujer de unos treinta años con una cara muy bella. De los hombros le colgaban dos pechos increíblemente grandes, que se balanceaban al menor movimiento. La mujer se levantó y Teresa comprobó que su trasero se parecía a dos enormes bolsas y que no guardaba relación alguna con la cara" (p. 145); "La mujer le sonreía. Tenía una nariz delicada, grandes ojos castaños y una mirada infantil" (p. 146).

El encuentro con esta mujer que capta la atención de Teresa desata una serie de pensamientos y reflexiones sobre sí misma, y el narrador, entonces, describe su cuerpo:

No, en su cuerpo no había nada monstruoso. No tenía bolsas colgantes bajo los hombros, sino unos pechos bastante pequeños. La madre se reía de ella porque no eran debidamente grandes, de modo que tenía complejos, de los que no se libró hasta conocer a Tomás. Pero, aunque hoy era capaz de aceptar su tamaño, le molestaban los grandes círculos demasiado oscuros que rodeaban los pezones. Si hubiera podido diseñar su propio cuerpo, tendría unos pezones poco llamativos, tiernos, que apenas atravesaran la cúpula de los pechos y que por su color apenas se diferenciaran del resto de la piel. Aquella gran diana de color rojo intenso le daba la impresión de haber sido pintada por un pintor de pueblo con la pretensión de hacer arte erótico para los pobres (p. 147).

Las ciudades

La insoportable levedad del ser presenta numerosas descripciones de las ciudades en las que habitan los personajes y los sitios que frecuentan. La historia inicia en Praga, la capital de Checoslovaquia, y una de las imágenes más contundentes se presenta a través de un sueño de Teresa en la ladera de Petrin:

Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de praguenses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo (p. 155).

Capítulos después, visita el departamento del ingeniero con quien mantiene relaciones sexuales, ubicado en un barrio humilde de Praga. En esta oportunidad, el narrador presenta el edificio, y el ambiente lúgubre y derruido nos da una idea de Praga contraria a la idílica ladera de Petrin:

Era un edificio suburbano construido a comienzos de siglo en el barrio obrero de Praga. Penetró en un pasillo de paredes sucias pintadas con cal. Unas desgastadas escaleras de piedra con la barandilla de hierro la condujeron hasta el primer piso [...]. El piso se componía de una única habitación, dividida a unos dos metros de la puerta por una cortina, que creaba así una especie de sucedáneo de antesala, en la que había una mesa con un infiernillo y una nevera. Al atravesar la cortina se encontró frente al rectángulo vertical de una ventana, al final de una habitación estrecha y alargada; a un costado había una librería, al otro una cama y un sillón (p. 161).

Cuando Sabina viaja a Estados Unidos, el narrador describe Nueva York y sus transeúntes:

Anduvieron por Nueva York durante horas; a cada paso variaba el espectáculo como si fueran por una estrecha vereda de un paisaje montañoso arrebatador: en medio de la acera un joven se inclinaba y rezaba, a poca distancia de él dormitaba una negra hermosa, un hombre vestido con un traje negro atravesaba la calle dirigiendo con estos ampulosos una orquesta invisible, el agua brotaba de una fuente y alrededor de ella almorzaban sentados unos obreros de la construcción. Las escaleras verdes trepaban por las fachadas de unas casas feas de ladrillos rojos, pero aquellas casas eran tan feas que en realidad resultaban hermosas, junto a ellas había un gran rascacielos acristalado, y detrás de éste, otro rascacielos en cuyo techo habían construido un pequeño palacio árabe con sus torrecillas, galerías y sus columnas doradas (p. 107).

Finalmente, otra de las ciudades que se describe en la novela es Ámsterdam. Dicho lugar se presenta como un lugar en decadencia:

... de un lado están las casas, y en las grandes ventanas de los pisos bajos, que parecen escaparates de comercios, están las pequeñas habitaciones de las putas, quienes, en ropa interior, están sentadas justo al lado de los cristales, en sillones con almohadones. Parecen grandes gatas aburridas (...).

Lo único que ha quedado del antiguo estilo gótico dentro de la catedral son las altas paredes desnudas, las columnas, la bóveda y las ventanas. En las paredes desnudas, no hay ni un solo cuadro, ni una sola escultura. La iglesia está vacía como un gimnasio. Lo único que hay en el medio son filas de sillas formando un gran cuadrado que rodea un ínfimo estrado con una mesa para el predicador. Detrás de las sillas hay unas cabinas de madera, son los palcos para las familias de ricos burgueses (pp. 115-116).

La manifestación en Camboya

Uno de los acontecimientos de mayor relevancia en la novela es la participación de Franz en la manifestación en la frontera de Camboya. Las imágenes describen principalmente el camino que deben recorrer los manifestantes para llegar a la frontera: "La carretera era estrecha y estaba flaqueada por campos de minas. A cada rato topaban con una valla: dos bloques de cemento rodeados de alambre de espino y entre ellos un paso estrecho. Tenían que ir en fila india" (p. 275). También presentan a los manifestantes y enfatizan el carácter ridículo del evento: "A lo largo de la extensa columna corrían los fotógrafos y los cámaras. Disparaban sus aparatos, hacían zumbar sus cámaras, corrían hacia adelante, se detenían, se alejaban, se ponían en cuclillas y volvían a levantarse y a correr hacia delante" (pp. 275-276).

Cuando la marcha llega a la frontera, el narrador detalla:

La frontera estaba formada por un pequeño riachuelo que no se veía porque a lo largo de él se extendía un muro de un metro y medio de alto sobre el cual había sacos con arena para los tiradores tailandeses. La pared sólo se interrumpía en un punto. Allí un puente atravesaba el riachuelo. Nadie podía llegar hasta él. Al otro lado del río estaba el ejército de ocupación vietnamita, pero no se veía. Sus posiciones estaban perfectamente camufladas. Pero era evidente que, si alguien llegase hasta el puente, los invisibles vietnamitas empezarían a disparar (p. 278).