Caramelo

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El tono de piel de la niña Candelaria (Imagen visual)

Para describir el color de piel de la niña Candelaria, la narradora, una Celaya niña que aún se sorprende constantemente a medida que descubre el mundo, pasea con su recuerdo por todos los colores de piel que conoce. De este modo, deja claro que al alcance de su vista está todo el pantone de pieles posibles menos el de Candelaria, que la toma por sorpresa:

La niña Candelaria tiene la piel brillante como una moneda de cobre de veinte centavos después de que la chupas. No es transparente como una oreja como la piel de tía Güera. Tampoco pálida como la panza de un tiburón como la de papá y la abuela. Ni del color de barro colorado de río de mamá y su familia. Tampoco del color café con demasiada leche como el mío, ni del color de tortilla frita de su mamá la lavandera Amparo (Capítulo 10).

Las imágenes se yuxtaponen dejando tras de sí solo la sensación de los colores y la transición entre ellos: la transparencia de una oreja, una panza de tiburón, un río de barro colorado, un café con leche, una tortilla frita.

Las casas de la familia Reyes (Imagen visual)

Las descripciones de las casas de la familia Reyes, señalados como acumuladores seriales, se componen en Caramelo mediante la superposición o yuxtaposición de elementos. El efecto de acumulación de las descripciones barrocas de la narradora transmiten la sensación de asfixia que le provocan, sobre todo, los ornamentos, muebles y objetos inanimados varios que se enciman unos sobre otros. Para esto recurre, además, a varios recursos.

La enumeración casi errática es uno de ellos:

Hay un sofá con muchos botones, asientos envolventes y giratorios en brocado con respaldos acolchonados y bordes de flecos, y banquillos para los pies en forma de mantecado Bimbo (...). Cada cuarto, hasta la cocina y el baño, tienen varios ceniceros: un par de manos blancas de mujer con las palmas ahuecadas hacia arriba; una canasta de cristal; una señorita descarada acostada boca arriba, sus piernas en vaivén, abanico agitándose en su man (Capítulo 3).

Las imágenes de los ornamentos, por momentos, son inclusive cinéticas. Las estatuillas pueden cobrar vida:

Los pajaritos posados alrededor del plato para servir dulces, vuelan y desaparecen. Los perritos bóxer gemelos de porcelana atados a la mamá bóxer por una cadena dorada, de alguna manera se escapan y no los podemos hallar. Las geishas japonesas en el anaquel ya no tienen sus sombrillas de papel, aunque el anaquel está en lo alto y es difícil de alcanzar (Capítulo 3).

Además de la enumeración exagerada de elementos en las casas de los Reyes y la vitalidad de esos ornamentos, la narradora utiliza también la repetición de algunas palabras para enfatizar el efecto acumulativo. En este caso, se insiste sobre la porcelana, elemento que nunca falta en las casas de sus tíos y abuela: "Sobre la mesa del comedor hay un candelabro de porcelana con rosas de porcelana y enredaderas de porcelana traído un verano de Guadalajara" (capítulo 3).

Esta acumulación de objetos casi inverosímil se presenta como una costumbre ancestral. En la casa de Regina, bisabuela de Celaya, también sucedía lo mismo, y la imagen que se compone de los objetos en su casa ahoga al recién llegado Narciso. Nuevamente, el recurso de la acumulación y la descripción exhaustiva de pequeños elementos ornamentales inunda el texto:

(...) escupideras de latón, jaulas de pájaros musicales, espejos obscenos más grandes que una cama, aguamaniles venecianos, arañas de cristal, candelabros, platos tallados, juegos de té de plata, libros encuadernados en cuero, más allá de pinturas de gorditas desnudas, y retratos de castas novicias adolescentes haciendo sus votos (Capítulo 32).

La voces (Imágenes visuales, cinéticas y auditivas)

No solo hay composiciones auditivas en Caramelo al describir las voces. La narradora, en lugar de detenerse en las palabras solamente, se detiene en las voces de quienes la rodean ilustrando cómo es el sonido de esa voz, y busca con estas imágenes trasladar a la palabra la materialidad del sonido. Algunos ejemplos son los siguientes: "El sonido de la voz del señor Cuchi, temblorosa como lágrimas, como agua que cae transparente y fría" (Capítulo 13); "y ese sonidito [de la voz de Zoila] con su espiral ondulada y enroscada jalaba todos los demás sonidos como un tren, como un animal rebuznando enredado en las hebras de su cabello negro azulado" (Capítulo 50); "Soy como ese contrabajo. Grande. Los únicos sonidos que salen de mí tristes y profundos" (Capítulo 62).

La musicalidad del habla está muy presente en la novela. A través de estas imágenes, como bien vimos no necesariamente auditivas, se intenta transmitir la unicidad de cada voz de los personajes y la emotividad que trasciende el contenido de los discursos, y que tan complejo es imprimir en un texto.

El abrazo de cada noche entre Narciso y Soledad (Imagen visual, táctil, olfativa)

La imagen sensorial con la que se describe el abrazo entre Narciso y Soledad es múltiple:

«Abrázame», él le exigía cuando ella llegaba a la cama. Cuando ella envolvía con sus brazos a su esposo, su espalda carnosa, sus ordenados huesos de la cadera, las nalgas peludas pegadas a su vientre, el pecho vendado, su herida con su olor a yodo y a galletas rancias, entonces él apretujaba los pies regordetes de ella entre sus pies regordetes, tibios y suaves como tamales (Capítulo 53).

Por un lado, Soledad siente el cuerpo de Narciso, sus nalgas peludas contra el vientre, lo carnoso de su espalda, el olor extremadamente particular (a galletas rancias y yodo) de su vendaje. Por el otro, la composición de los pies de ambos es lo que imprime ternura a la imagen: ambos, "regordetes", "se apretujan", y se sienten "suaves y tibios como tamales".