Los ríos profundos

Los ríos profundos Resumen y Análisis Capítulo XI

Resumen

Capítulo XI: Los colonos

El capítulo comienza con los efectos que tiene sobre el pueblo y sobre Ernesto el retiro de los militares de la ciudad. Los guardias persiguieron sin éxito a Felipa; incluso llegaron al pueblo de Andahuaylas. La complicidad civil es evidente y las respuestas de los pobladores con respecto al paradero de la chichera siempre se contradicen. La partida de la chichera que había quedado a cargo del local de Felipa junto con el arpista Oblitas son un anticipo de este vaciamiento de la ciudad, que no tendrá como protagonistas solo a los soldados.

En el Colegio, los estudiantes y los lazos entre ellos han cambiado. Ernesto estrecha su relación con Palacitos y Romero. Gerardo, el alumno nuevo, hijo del Coronel, es amigo inseparable de Ántero. Juntos acechan a las muchachas de Abancay. Además, Gerardo desplaza a Romero del lugar de liderazgo en los deportes y desprecia su ascendencia andina.

Ántero le resulta irreconocible a Ernesto, lo percibe como un perro rabioso, no diferente al Lleras o Añuco en su maldad, ni al Peluca en su lascivia, y se lo dice. Insulta a Gerardo y lo patea, e intenta devolverle el zumbayllu a Ántero. El Padre Director viene a separarlos y los incita a reconciliarse. Los dos estudiantes mayores dejan de hablarle a Ernesto, y él entierra el zumbayllu en el patio.

El Peluca está preocupado por “la opa” Marcelina. Hace días que no la ve. Dicen que está enferma, con fiebre alta; los estudiantes rumorean que el tifus está causando estragos en un pueblo cercano, Ninabamba. Al amanecer, Ernesto se despierta y va hacia la habitación de Marcelina. Encuentra a la cocinera inmóvil junto a la cama y ve que “la opa” está muriendo; le dice a la cocinera que vaya corriendo a buscar a los Padres, le cruza los brazos a la moribunda, le pide perdón en nombre de todos los estudiantes y promete lavar su ropa, como acostumbran hacer los pueblos andinos con la ropa de sus muertos. Marcelina muere y Ernesto es sacado de la habitación severamente por el Padre Director, que, asustado, lo encierra en el cuarto disponible del Hermano Miguel, le llena la cabeza de “kreso”, un desinfectante, y le pone una toalla.

El Padre niega que Marcelina haya muerto de peste, pero Ernesto sabe que es así porque la ha visto en otros pueblos y puede reconocer el comportamiento de los piojos y el color de la piel. El Padre le pregunta si se acostó con la difunta. Ernesto percibe malicia en sus preguntas y fuego en sus ojos, y reflexiona sobre eso que percibe en él.

Se sabe que la peste ha llegado a Patibamba. En uno de sus días de encierro, Palacitos va a despedirse de Ernesto y le da dos monedas de oro con una nota; le desea suerte y le dice que use las monedas para su viaje o para su entierro. Ernesto se da cuenta de que todos se están yendo del Colegio debido a la peste. Incluso el Padre Abraham va hasta la puerta de la habitación y le dice a Ernesto que se irá; confiesa haberse acostado con Marcelina, incluso contra la voluntad de la difunta, y dice que el demonio está en su cuerpo y debe morir.

El Padre Director le dice a Ernesto que debe irse a la hacienda de su tío, el Viejo, por orden de su padre. Ernesto quiere despedirse de Abancay. Toma muchos riesgos al recorrer el pueblo: conversa con una mujer mayor que está muriendo, abandonada por su familia, e incluso va hacia la hacienda de Patibamba y ve, conmovido, a unas niñas quitándose los nidos de piojos de la piel. Corre nuevamente hacia el Colegio para avisarle al Padre que los indios colonos de Patibamba, enfermos, están yendo hacia Abancay para que les dé una misa. Los soldados que quedaron en el pueblo, apostados en el puente, no logran frenarlos, así que solo contienen, apenas, su marcha inevitable.

Aislándose de la peste, Ernesto se encierra en la habitación del Hermano Miguel, para esperar al amanecer y partir. Desde allí escucha la misa que da el padre para los indios colonos, y luego los escucha alejarse. Al amanecer, con la bendición del Padre Director, sale hacia la estancia del Viejo en una caminata de tres días, pero se arrepiente. Decide hundirse en la quebrada, atravesarla y dirigirse a la cordillera, para evitar la hacienda del Viejo Avaro. Tal vez, reflexiona, verá pasar la peste, arrastrada por el río hacia el país de los muertos, tal como le sucedió al Lleras.


Análisis

Este último capítulo tiene como centro a la epidemia de fiebre tifoidea en la ciudad. Las epidemias de tifus en los Andes eran frecuentes en las primeras décadas del siglo XX. Ernesto, que viajó por muchos pueblos, tiene experiencia con la enfermedad. Sin embargo, esta vez está solo.

El encuentro con Marcelina, moribunda, es muy particular. En primer lugar, lo es porque Ernesto le pide perdón en nombre de todos los alumnos, recordando que él mismo ha participado “del mal” aunque solo haya sido mirando qué pasaba en los baños del patio interno del Colegio. Pero, sobre todo, en ese encuentro se pone en juego un conocimiento de las costumbres andinas vinculadas con la muerte, que hasta ahora Ernesto jamás ha tenido que emplear, y que tiene que ver con su tránsito hacia la madurez. La muerte se hace presente en esta experiencia transformadora de su estadía en Abancay y, ante esto, Ernesto se comporta como un adulto. La velocidad con la que actúa contrasta, en este sentido, con la actitud inmóvil de la cocinera; le dice que vaya a buscar a los Padres y, una vez solo, pide perdón, cruza los brazos de Marcelina y le promete lavar su ropa, como dictan sus creencias.

Esta actitud es interrumpida por el Padre Director. Al entrar abruptamente y regañar a Ernesto, lo devuelve a su lugar de niño. Pero esto no durará mucho tiempo. La fiebre avanza y el Padre sabe que Ernesto debe partir porque es lo más seguro para él. Por primera vez, el niño caminará solo durante tres días. Esta decisión cambia el vínculo entre ellos durante el último tiempo. Conversan sobre la partida del Padre Abraham. Ernesto, inclusive, con conocimiento del Padre, va hasta el pueblo a ver qué pasa y para, de algún modo, despedirse de lo poco que aún queda ahí.

Como vimos, el mal es un tema que recorre la experiencia de Ernesto en Abancay. El descubrimiento de que hay una oscuridad disruptiva en este mundo tan íntegro que él percibía con su mirada de niño es uno de los grandes aprendizajes de este tiempo en el Colegio. Por ejemplo, su percepción del Padre Director es dual desde un comienzo. Por momentos le recuerda al protector Pablo Maywa, pero luego ve fuego en sus ojos; reconoce la aparición del mal. Esto mismo sucede en este último capítulo, cuando el Padre lo interroga con respecto a su vínculo con Marcelina y luego a las monedas de oro: “Era sabio y enérgico [el Padre]; sin embargo, su voz temblaba; siglos de sospechas pesaban sobre él, y el temor, la sed de castigar. Sentí que la maldad me quemaba” (p.317).

El asunto es que, en lugar de que el desarrollo del personaje del Padre y la percepción de Ernesto devengan en una mirada binaria o dualista sobre el mundo, dividido entre el Bien y el Mal, se trata más bien de la integración de la complejidad del entorno y, en este caso, de la figura del Padre. No se “revela” que el Padre es, en el fondo, malo, sino que el asunto del bien y el mal es complejo. Hay una comprensión de esto, que queda manifiesto en la despedida: “El Padre] salió del cuarto y dejó la puerta abierta. Era alto, de andar imponente, con su cabellera cana, levantada. Cuando ninguna preocupación violenta lo asaltaba, su rostro y toda su figura reflejaban dulzura; un abrazo suyo, entonces, su mano sobre la cabeza de algún pequeño que sufriera, por el rencor, la desesperación o el dolor físico, calmaba, creaba alegría. Quizá yo fuera el único interno a quien le llegaba, por mis recuerdos, la sombra de lo que en él también había de tenebroso, de inmisericorde” (p.319). Esta percepción ya no perturba a Ernesto; hay un nuevo entendimiento. El mundo que lo rodea incluye la posibilidad de la convivencia de lo dual, lo fragmentario y lo confuso. Vencer el mal es más difícil de lo que creía antes de llegar al Colegio (recordemos cuando, en el capítulo V, descubre su propia mirada sobre la violencia hacia Marcelina en el patio y la oscuridad que habita en él mismo). Ernesto aprende en este tiempo que participar del mundo no es vivir en armonía, lejos del conflicto, sino interiorizar las contradicciones y las tensiones de la realidad.

La escena en la que Palacios le regala a Ernesto las dos monedas de oro, pasándoselas por debajo de la puerta, es una escena de comunión simbólica entre dos sentidos que parecen antagónicos, pero no lo son tanto desde la mirada de estos dos jóvenes, que coinciden en su pensamiento mágico. “Para tu viaje”, dice Palacitos, “y si no te salvas, para tu entierro” (p.311). Estos dos destinos, que parecen contradictorios, el viaje o la muerte, son dos formas de retorno a la Pachamama, dos formas de comulgar con el entorno. Ernesto dice: “[Palacitos] hizo rodar hasta mi encierro las monedas de oro que me harían llegar a cualquiera de los dos cielos: mi padre o el que dicen que espera en la otra vida a los que han sufrido” (p.313).

Los compañeros de identidad andina encuentran en sus vínculos fraternos un modo de contrarrestar la violencia social y racial. Romero, que llevaba días sin tocar el rondín, comparte con Ernesto sus sentimientos hacia Gerardo: "Ese Gerardo le habla a uno, lo hace hacer a uno otras cosas. No es que se harte uno del huayno. Pero él no entiende quechua; no sé si me desprecia cuando me oye hablar quechua con los otros. Pero no entiende, y se queda mirando, creo que como si uno fuera llama” (p.289). Mientras habla, Romero parece percatarse de que no tiene sentido el silencio; se da cuenta de que no debe sentirse doblegado por los juicios de Gerardo. Entonces le dice a Ernesto: “¡Al diablo! Vamos a tocar un huayno de chuto, bien de chuto" (p.289). Luego "Se metió el rondín a la boca, casi tragándose el instrumento, y empezó a tocar los bajos, el ritmo, como si fuera su gran pecho, su gran corazón quien cantaba" (p.289).

Tanto las escenas como esta, de comunión con los otros, como las escenas de rebeldía de las chicheras, e incluso las del avance de los enfermos de Patibamba hacia Abancay en el final, son figuras de lo colectivo que el relato opone a la violencia racial y social. Es en el encuentro con el otro que está una de las claves de la reafirmación de la identidad.

Los ríos profundos termina con una imagen del río que condensa mucho de lo que se dijo: “Si los colonos, con sus imprecaciones y sus cantos, habían aniquilado a la fiebre, quizá, desde lo alto del puente, la vería pasar, arrastrada por la corriente, a la sombra de los árboles” (p.335). El río, uno de los protagonistas de este pensamiento mágico, se llevará la peste, como se llevó al Lleras. El Pachachaca, un río vivo, que “gime” en la oscuridad de la quebrada, llevará a la peste al país de los muertos. A pesar de que hay una mirada cristiana sobre el mundo, que está presente en Ernesto como en el mundo andino en general, es el yawar mayu/río de sangre que leímos en el primer capítulo quien tiene la última palabra.

El mundo es complejo y no puede ser abordado desde una perspectiva maniquea. Este es uno de los grandes aprendizajes de Ernesto en su transición a la adultez. El bien y el mal no siempre son claros e identificables; en en Capítulo 1, el retrato del Viejo responde a una perspectiva binaria del bien y el mal, vinculada a una mirada más infantil del mundo. Podemos pensar este gesto en contraste con los pensamientos de Ernesto con respecto al Padre Linares tiempo después. El Padre, por momentos, ha sido un guía, como Pablo Maywa, colmado de amor paternal, mientras que en otros momentos ha tenido fuego maligno en los ojos y ha garantizado con su misa la miseria de los colonos de Patibamba.

Durante este tiempo, Ernesto reafirma su identidad andina a través de la memoria y el pensamiento mágico, tras enfrenarse a un mundo no binario, complejo y violento que desconocía. En este proceso, encuentra en sí mismo un refugio y, a la vez, herramientas para asimilar esa reconocida complejidad.