Las malas

Las malas Resumen y Análisis Capítulos 9-10

Resumen

Capítulo 9 (pp.144-163)

Camila se encuentra en la farmacia, esperando ser atendida. A su lado, un anciano huele a orina, lo que le recuerda los últimos días de su abuelo. Una travesti entra al local y se dirige a una de las farmacéuticas. Los empleados detectan su presencia y comienzan a burlarse de ella, buscando la complicidad de los clientes, quienes se suman a las chanzas. Camila se siente furiosa contra todos ellos y esa sociedad que las maltrata constante y sistemáticamente. Pero está cansada; no tiene la energía para montar el escándalo que aquella gente se merece. En vez de intervenir, termina por retirarse del lugar, sintiendo vergüenza por esa humanidad enferma cargada de prejuicios.

Tras este episodio, la narradora presenta a Angie, la travesti más linda del Parque. Suele llegar acompañada a veces de su primo maricón, de 16 años, que tiene más éxito prostituyéndose que el resto de las travestis. Angie vive en Alta Gracia con su novio albañil, en una casa que él levantó para los dos. Todas las travestis desean con fervor al novio de Angie, un joven de ojos grises y de complexión recia que ama genuinamente a su novia y no interfiere en su profesión. A Angie también la llaman Araceli, por el parecido que tiene con la actriz. Es tan linda Angie que no necesita usar ni siquiera peluca y lleva su cabello natural, a la garςon.

Una noche, Camila se suma a la propuesta de Angie de hacer una fiesta con dos jóvenes muy bonitos y con aspecto de niños ricos que llegan en una Kangoo. Los jóvenes las suben a la parte trasera de la camioneta y luego de aprovecharse de los servicios se niegan a pagar, alegando que fueron engañados y que no sabían que estaban con un par de putos travestis. Cuando Angie los increpa para que le paguen lo que corresponde, uno de ellos la golpea en la cara, mientras que el otro comienza a asfixiar con violencia a Camila. Angie alcanza una navaja que lleva en el jean (una gillete enganchada con una bandita elástica a un jabón de hotel) y se la clava en la cintura a su agresor. En ese momento, las puertas de la Kangoo se abren y aparece La Tía Encarna para rescatarlas. La salvadora arrastra fuera de la camioneta al agresor de Camila y lo agarra a patadas contra el suelo, mientras grita a sus compañeras que no sean pelotudas y bajen del vehículo. Así se salvan las dos de un episodio que podría haberles costado la vida.

Angie muere de sida. Su padecimiento es rápido, y las travestis compañeras la visitan diariamente en el hospital Rawson. Allí está su novio, día y noche, deshecho por el llanto. Camila recuerda todo el amor que el joven albañil -no tiene más de 19 años- mostraba por su novia. Tras la muerte de Angie, ninguna travesti volvió a desear a su novio, quien quedó marcado como posible portador del “bicho”, como suelen denominar al VIH en la manada. Cuentan algunas que el joven se casó luego con una mujer cis y formó una familia, con hijos y todo.

Camila reflexiona sobre la violencia del mundo a la que están sometidas constantemente las travestis, causa principal de la rabia que les llena el cuerpo. Para contrarrestar tanta maldad en el mundo, recuerda a un cliente suyo, guardia del zoológico, que la trata particularmente bien. Suele invitarla al zoológico por las noches, tienen sexo en la guardería y luego pasean entre las jaulas de los animales, en silencio para no molestarlos y bajo la luz de las estrellas. A veces, el guardia vuelve a poseerla allí, entre los animales. Muchas veces le hace regalos, o la lleva en auto hasta su casa y la despide con un beso. Al igual que otras travestis, Camila se siente enamorada de aquel hombre, a quien categoriza como un solitario.

En aquel tiempo, María la muda, expulsada de todo medio social, continúa su transformación en ave. Se va haciendo cada vez más pequeña, se le tuerce la cara y le aparece el pico, le nacen garras en los pies y deja de consumir alimentos cocidos. Cuando termina su transformación, está reducida a un pajarito color del plomo que tiene su nido en el limonero del patio de La Tía Encarna. Desde allí observa el progreso de El Brilllo de los Ojos.

Por esa época la manada comienza a disgregarse. Las travestis van cada vez menos a la casa de La Tía Encarna, quien está cada vez más huraña y descuidada, y vive reprochándoles todo. Encarna vive encerrada, tiene un aspecto descuidado y ataca a sus hijas putativas por las cuestiones más nimias. Por eso, las travestis las visitan cada vez menos, y también empiezan a cruzarse menos entre ellas.

A pesar de ello, siempre se enteran cuando alguna está enferma. Una noche, Camila se entera de que la silicona inyectable de Lourdes se le pasó al torrente sanguíneo, quizás debido al debilitamiento corporal producido por el sida, y la está matando. La Machi, que es quien le ha inyectado las siliconas, no puede curarla y renuncia a su condición de chamán de la manada. Lourdes muere en el hospital, acompañada y consolada por su madre y por el puñado de compañeras que todavía están vivas. Las travestis lloran con las bocas llenas de espuma, rabiosas y agotadas por tanta muerte. Esa misma noche Camila va al Parque sola y es arrestada por la policía, que la acusa de vender drogas. Se pasa la noche en la comisaría, hablándoles de las compañeras muertas , de lo que es trabajar en la calle y ser travesti. Luego los manosea y les entrega todo su dinero antes de irse. Al finalizar el capítulo, Camila reconoce que ser travesti es eso: irse de todos los lugares, no poder nunca permanecer en ninguno.

Capítulo 10 (pp.164-188)

Camila recuerda a Patricia, una travesti ruda que desde el primer momento la trató mal. Patricia nunca es afectuosa y, sin embargo, es encantadora; se ríe de todo con una agresividad incontrolable. Es renga de una pierna y bizca, pero sabe ocultarlo muy bien para conseguir clientes. Suele también robar billeteras como punga en la calle, o a los propios clientes. Se trasviste solo por las noches, y de días hace changas como varón.

Patricia eligió su nombre en honor a una hermanita muerta en el Chaco. Ella la había encontrado antes de que su cuerpo fuera devorado por los chanchos del monte, y ese mismo día huyó de su casa para siempre. Tenía catorce años.

Una noche, Patricia y Camila se suben al auto de dos muchachos, “ejemplares de la buena vida argentina” (p.166) y van a su casa. Ya en el ascensor, Patricia comienza a practicarle sexo oral a uno de ellos, mientras Camila se percata de que el muchacho que le ha tocado en suerte es mucho más miedoso y retraído. A Camila los dos clientes le parecen unos estúpidos totales. El miedoso, al ver la cocaína que ofrece Patricia, se pone nervioso y comienza a preguntar para qué quieren eso, y luego, ante las respuestas de Patricia, comienza a gritarle, lo que saca de quicio a la travesti, que no soporta que nadie le prohíba nada. En un forcejeo, el estudiante de abogacía golpea a Patricia, quien entonces le salta a la cara, se la araña con sus uñas afiladas y aprovecha la confusión para robarle la billetera y salir corriendo.

El otro muchacho cierra el departamento con llave, dejando a Camila encerrada a su merced. El estudiante de abogacía está como loco, y Camila tiene que convencerlo de que ella no tiene nada que ver con Patricia, que apenas la conoce de haberla visto alguna vez en el Parque. También le dice que probablemente la ladrona haya arrojado la billetera con los documentos en la entrada del edificio, lo que impulsa al estudiante a abandonar el departamento y correr en su busca. Camila aprovecha para seducir a su cliente, el miedoso, y logra terminar el trabajo, que le pague y que incluso la acompañe hasta la salida del edificio.

Después de aquel episodio, la narradora no vuelve a ver a La Pato por mucho tiempo, hasta una noche en la que la encuentra en una pelea con otra travesti que, según dice, le ha tratado de robar un cliente. Patricia la ataca y le hace un tajo en la mejilla con su navaja, por lo que todas terminan en el hospital.

Otra noche, durante una redada policial, las travestis se refugian en la zanja del Parque, un espacio que les hace acordar a un ataúd y a la muerte. Allí, Patricia les cuenta que está de novia con un linyera que conoció en una parada de colectivo. Entre ellos se ha dado un amor intenso y particular, y Patricia se lo ha llevado a vivir a su casa en Coronel Olmedo. Los dos se dedican, durante el día, a robar carteras en el centro, o en los estadios.

Cuando El Brillo de los Ojos cumple tres años, Camila le lleva como regalo una cajita de música. Encuentra a La Tía Encarna muy cansada, pero totalmente comprometida con su hijo.

Camila luego relata un episodio con un cliente un martes a las dos de la mañana. Mientras camina por la calle 27 de Abril, una 4x4 se detiene y el conductor, con una corona calva, le pregunta cómo está. Camila cree reconocerlo, aunque le cuesta darse cuenta de quién es. Se trata de un cantante de cuarteto que era famosísimo durante su infancia en Mina Clavero, y de pronto todos los recuerdos de las Navidades con sus primas y sus abuelos se le hacen presente.

Camila lo lleva a la pensión, donde comienza con su trabajo, extasiada de poder estar con ese famoso venido a menos que huele a perfume barato y que exhibe un cuerpo deformado por tantos excesos. En medio del acto sexual, alguien golpea la ventana del cuarto y el cliente se pone extremadamente nervioso; empieza a vestirse y a decir que es una persona conocida y que ella le ha mentido, porque creía que iban a poder estar tranquilos. Camila trata de calmarlo, pero alguien sigue golpeando en el vidrio y su cliente está totalmente ofuscado. Sin pagarle, sale a la calle no sin antes pedirle a ella que vigile que no haya nadie que pueda verlo. Se sube a la 4x4 y sale derrapando. Camila se queda llena de frustración y gozo por la experiencia que ha vivido.

Al finalizar el episodio, vuelve sobre La Tía Encarna. En su barrio la caza de travestis ha comenzado. Los vecinos no paran de gritarles cosas, y hasta les arrojan piedras. La vida en esas condiciones se hace cada vez más difícil, y Camila se pregunta cuánto más podrá soportar todo aquello.

Otra noche se sube a un auto con dos morochos simpáticos que la llevan a un kiosco en el barrio Yofre. A Camila le encanta uno de ellos, de ojos verdes y cuerpo trabajado. El otro es un cocainómano desagradable que no sabe cómo tratarla. Los tres se meten en el depósito del kiosco y allí comienzan a divertirse, pero de pronto la madre de uno de los hombres comienza a llamar desde la casa, preguntando qué andan haciendo, por lo que deben marcharse.

Entonces se dirigen al departamento del cliente que le gusta a Camila. Se trata de un ambiente muy feo, con palos de todos los tamaños colgando de las paredes. Camila los asocia a algún arte marcial, pero su anatomía fálica es innegable. Sobre la mesa hay un frasco enorme, de esos en los que se guardan aceitunas en los almacenes. Camila se desnuda y se acuesta en la cama, a donde la siguen los dos clientes. En un momento, comienza a sentirse mareada y luego pierde el conocimiento.

La narradora despierta de día y observa en silencio que los dos hombres están vestidos, sentados frente a la computadora, mirando pornografía y tomando cerveza. En el monitor pasan imágenes de chicas desnudas que duermen mientras son penetradas por ellos con los palos que cuelgan de la pared, con botellas y hasta con sus brazos. De pronto Camila se ve a sí misma en la pantalla, penetrada por una botella. La cama a su alrededor está manchada de semen, sangre y excrementos, y mientras trata de oír lo que dicen sus captores mientras finge dormir, el sueño la gana otra vez.

Camila sueña que está en la costanera del río, en un pueblo hermoso y en medio de un atardecer cargado de belleza. Pero de pronto se da cuenta de que en los árboles hay enormes murciélagos, y el piso está lleno de osamentas. Entonces despierta y se hace notar. Ellos le dicen que se quedó dormida y no le prestan atención. Camila vuelve a dormirse.

Cuando se despierta nota que el cliente que le gustaba duerme a su lado. El otro se masturba frente a la computadora. Al verla despierta, trata de penetrarla, pero no logra tener una erección y culpa por ello a Camila. La narradora, para escapar de aquella situación, acude a todas sus dotes actorales: finge atracción por su agresor y luego atrae al que le gusta, que se ha despertado, hacia ella, y le dice que quiere terminar la fiesta solo con él, en su casa, donde tiene todos los placeres que pueda imaginarse. Con ello logra que el hombre la lleve a su casa en su auto. Camila empieza a temblar y su captor le pide que no se muera dentro de su auto. Al llegar al departamento, la deja caer en la habitación y escapa. Camila no sabe por cuántos días duerme, pero cuando se despierta mira el reloj y el calendario y se da cuenta de que está por perderse una reunión que tiene prevista con un profesor, por lo que se ducha y sale hacia la facultad.

Tras este episodio, Camila narra cómo el Parque Sarmiento ha dejado de ser un lugar acogedor tras la muerte de Angie y la ausencia de Encarna. Además, las luces que colocaron lo terminaron de arruinar. Con esos faroles brutales, las travestis, acostumbradas a la oscuridad, no pueden hacer su trabajo. Así, terminan trabajando en sus casas, solas, y la conexión de la manada se pierde irremisiblemente. Camila elige trabajar desde el balcón de su cuarto, y allí se coloca noche a noche a la espera de los clientes.

Un día se decide a visitar nuevamente a Encarna. La espera en la puerta, y de pronto queda impactada por la imagen de un hombre barbudo que trae de la mano a un niño con delantal de jardín de infantes. Cuando estos pasan a su lado, el hombre le habla en susurros y le dice que es La Tía Encarna.

Todas las cosas cambian, dice Encarna. Para anotar al niño en el jardín ha tenido que decir que era hijo suyo y que su madre había muerto en el parto. El lado positivo es que también ha logrado que reconozcan al Brillo como su hijo, y le ha hecho el documento. Así, Encarna se ha acostumbrado a llevar una doble vida: de padre de cara al mundo, y de madre en el interior de su casa. El Brillo comprende esta dualidad de su padre-madre, y dice que no todos los niños del mundo pueden tener esa suerte. El amor entre ellos, dice Camila, va más allá del amor familiar; se trata de toda la comprensión de que es capaz el ser humano. El Brillo se va a la pieza con María, y Camila y Encarna se quedan tomando mate, en silencio, hasta la caída de la noche.

Análisis

En el capítulo 9, la narradora vuelve sobre la dualidad que es ser travesti. Como lo expresa Encarna, todas las travestis poseen el poder de la transparencia y el arte del deslumbramiento. Ser transparente es una modalidad de existir durante el día y de atravesar los espacios cisheternormados:

Todas nosotras estábamos acostumbradas a caminar muy rápido, casi al límite del trote. La velocidad de nuestra caminata era consecuencia de nuestro afán por ser transparentes. Cada vez que nuestra humanidad se volvía sólida, tanto los hombres como las mujeres, los niños, los viejos y los adolescentes nos gritaban que no, que no éramos transparentes, éramos todo lo que en ellos despertaba el insulto, el rechazo. Por eso, con mayor o menor arte, intentábamos la transparencia. El triunfo de volver a casa habiendo sido invisibles y llegar limpias de agresiones. La transparencia, el camuflaje, la invisibilidad, el silencio visual eran nuestra pequeña felicidad de cada día” (p.144).

La capacidad de hacerse invisible es un mecanismo de supervivencia. Para atravesar el día y los espacios cisheternormados las travestis deben esconderse, hacer transparentes los rasgos que puedan delatarlas, porque al momento de ser descubiertas el entorno se vuelve repentinamente hostil. El episodio de la farmacia lo ejemplifica muy bien: basta con que una empleada descubra a la travesti en la cola de la farmacia para que busque la complejidad de otros cisheterosexuales y comience el escarnio gratuito: “no se contentan con dejar su maldad detrás del mostrador, comienzan a buscar cómplices entre los clientes, que se contagian al instante: de repente todos están mirando a la travesti que acaba de entrar en la farmacia con la intención de pasar lo más inadvertida posible” (p.144). No cabe luego preguntarse de dónde viene o a qué responde tanta rabia acumulada por las travestis; lo que entra en sus cuerpos es realmente una cantidad mínima al lado de la violencia infinita que la sociedad les inocula día a día.

En el capítulo 9, Camila narra un episodio en el que esa violencia la coloca al borde de la muerte, cuando dos clientes la acusan a ella y a Angie -una compañera del Parque- de haberlos engañado haciéndose pasar por mujeres cis, y comienzan a golpearlas y asfixiarlas:

…uno de los chicos le dio una trompada en la boca a Angie y el otro me agarró del cuello y me empezó a asfixiar. Se armó un verdadero tole tole en el que Angie intentaba manotear su navajita en el bolsillo de su jean y yo gritaba como una loca porque sentía que de ahí no íbamos a salir vivas, y entre el torbellino de trompadas y rodillazos veo de pronto que la puerta de la Kangoo se abre y el cielo nocturno entra por ahí, y La Tía Encarna, subida a unos tacos de quince centímetros, arrastra fuera de la camioneta al que me estaba estrangulando y empieza a darle patadas en los huevos con sus tremendas plataformas” (p. 150).

Frente a las situaciones de violencia, tener una red de protección constituida por otras compañeras travestis es fundamental para salvarse. Por eso la acción colectiva travesti es tan importante. La Tía Encarna nuclea a las travestis del Parque, las ayuda en los momentos de necesidad, las salva de los peligros de los clientes y la noche, y les enseña a ser en manada, a conformar un cuerpo colectivo que pueda organizarse para apoyarse mutuamente. Las travestis no pueden estar solas en un mundo que desea verlas muertas.

La violencia hacia las travestis se ejerce sistemáticamente desde el Estado, tanto por la falta de políticas públicas que protejan al colectivo como por la intervención correctiva de la policía. El cuerpo policial es el principal enemigo de las travestis y estas le tienen un terror totalmente fundado. Por eso, cada vez que aparece un patrullero por Parque Sarmiento, toda la manada se desbanda y trata de ocultarse como pueda: arrojándose en las zanjas, tirándose debajo de los autos, perdiéndose en lo profundo el Parque. Todo vale para no caer en manos de aquellos violentos capaces de proporcionar los castigos más bajos. Camila recuerda varios episodios de violencia policial; el primero de ellos cuando tres oficiales se turnan para violarla, siendo ella un adolescente de quince años en Mina Clavero. Otro episodio que ilustra la brutalidad policial es el de María la muda: “El policía (...) había orinado en la cara a María la Muda a punta de pistola, diciéndole que si no podía decir bien su nombre le iba a descargar todo el cargador en la cabeza, a ella y a todas las que estábamos de testigos” (p.154). La violencia institucional a la que son sometidas las travestis demuestran claramente hasta qué punto su colectivo está por fuera de todas las estructuras del Estado.

La única forma de sobrevivir a tanta violencia es la acción colectiva. Por eso es tan importante la conformación de la manada, y Camila recuerda aquellos años de unión con sus compañeras y a ellas les dedica, a modo de homenaje, la novela. Como ha dicho en más de una charla, si no hubiera sido por sus compañeras, se habría cumplido la profecía de su padre y la habrían encontrado muerta en una zanja. Por eso es tan doloroso observar cómo la manada comienza a disgregarse:

Desde la transformación de María íbamos cada vez menos por la pensión de La Tía Encarna. Más de la mitad de nosotras ya tenía el bicho adentro y, por andar tan desabrigadas, casi en cueros en aquellos páramos helados, siempre estábamos resfriadas, enfermas, débiles. Pasaban los días y nos perdíamos el rastro, acéfalas como estábamos (…). Cuando pasábamos a ver a La Tía Encarna, ella nos hostigaba con reclamos que sonaban lógicos y desquiciados a la vez. Nos acusaba de haberla abandonado, de estar viviendo una existencia suicida, decía que éramos incapaces de ver lo difícil que era todo para ella, nos tildaba de oportunistas y desagradecidas (…). Nos habíamos perdido los primeros pasos del Brillo, nos habíamos perdido sus primeras palabras, la habíamos dejado sola en una casa que había sido nuestra” (pp.159-160).

Cuando La Tía Encarna se encierra en su casa a cuidar de su hijo y las travestis comienzan a visitarla cada vez menos, la manada se queda sin madre. Como se verá en los capítulos siguientes, frente a tantos problemas individuales, a la lucha constante por mantenerse vivas y sanas, es difícil para las travestis sostener también la vida colectiva.

El VIH, “el bicho”, como lo llaman entre las travestis, es también una presencia invisible que causa estragos en la comunidad. La temporalidad de muchos personajes está marcada por la enfermedad, como en el caso de Angie, a quien Camila ve morir, junto a sus compañeras, en el hospital Rawson, o el de Lourdes, a quien el sida le debilita el cuerpo y produce una infección generalizada cuando la silicona inyectable se vierte al torrente sanguíneo. Lourdes muere a pesar de los cuidados de la Machi Travesti, la misma que le ha moldeado ese cuerpo siliconado, y que renuncia a su condición de oficiante de los rituales de la manada cuando no puede salvarla. La temporalidad queer de la que ya se ha hablado también está tejida por los tiempos de la enfermedad y la relación que las travestis establecen con la muerte. La soledad y la vulnerabilidad que los personajes comparten crea un lazo de interdependencia y protección, pero este no es lo suficientemente fuerte como para salvarlas a todas, y allí se acumula, nuevamente, la rabia travesti: “En los minutos posteriores a la última exhalación de Lourdes nos encontramos destajadas a lágrima viva, con las maldiciones a flor de piel, la boca llena de espuma como perras rabiosas. Estamos cansadas de la muerte” (pp.161-162).

En el capítulo 10, Camila presenta a Patricia, una travesti bizca y renga que encarna toda la rabia y el desprecio por el mundo que pueden llegar a sentirse. Patricia se comunica y establece lazos por medio del insulto: “Era brutal como solo puede serlo un amante. Era irresistible ser agredida por ella. «¡Narigona chupapijas!», «¡Moncholo miserable!», me decía, y se reía mientras fumaba un cigarrillo, despreciando todo lo que la rodeaba, odiándolo todo” (p.164). Cuando Camila explora la personalidad de su compañera y trata de comprender de dónde proviene tanto odio hacia la humanidad, descubre en el pasado de Patricia una historia de precariedad y carencias que marcan su infancia:

Se llamaba Patricia por una hermanita que había tenido en el Chaco, que murió de fiebre, sola en el rancho, y que ella encontró cuando unos chanchos estaban a punto de comérsela. Ese fue el día en que huyó de su casa para siempre. Tenía catorce años, sus padres la despreciaban por maricón, pero ella no necesitaba permiso de nadie: ni para permanecer donde quisiera ni para irse a donde le diera la gana” (p.165).

La pobreza estructural de las infancias travestis se pone de manifiesto en las historias de las compañeras de manada, en la de la propia Camila y en la de Patricia. La pobreza del interior de la Argentina es desgarradora e innegable; ser pobre es una condena a tener que luchar en desigualdad de condiciones para hacerse un lugar en la sociedad, a tener que soportar la mirada de desprecio y de pena, a cargarse de resentimiento por vivir en los márgenes. Y ser pobre y travesti es una condena doble; el epítome de la marginalidad.

Ese trasfondo es el origen de la rabia travesti y de su forma de ser en el mundo y de relacionarse con la sociedad. Toda la escala de valores cisheteronormada se resignifica desde los márgenes, y es por eso que las travestis no utilizan los mismos códigos morales para pensarse y pensar su relación con el mundo; porque la moral cristiana, cisheterosexual y patriarcal nada tiene que ver con ellas. Camila afirma:

No sabemos portarnos bien o mal, vamos por el mundo con toda nuestra vida encima, que cabe en una carterita de mala muerte comprada en la calle San Martín o en Ituzaingó. Hacemos el bien y el mal sin conciencia y a veces nos encontramos todas desayunando en McDonald’s, mientras la gente nos mira con el desprecio habitual, y a veces nos peleamos entre todas como una bolsa de gatos y huimos en manada cuando vemos venir el patrullero del Flaco de la Cuarta” (p.170).

La moral travesti, como se ha visto a lo largo de toda la novela, establece otra escala de valores definida por su relación con el cuerpo, con la vida en los márgenes y la necesidad de elaborar toda la violencia que reciben de la sociedad para poder sobrevivir.

El escarnio social que sufren las travestis llega a su punto máximo cuando el acoso de los vecinos de La Tía Encarna se hace constante:

La temporada de caza ha comenzado. Todo el barrio nos acosa. Quieren la matanza de las travestis. Que lo anuncien los diarios, que lo filmen los noticieros (…). Se han intensificado las pintadas con aerosol, los insultos son cada vez peores, cada vez más filosos. Nosotras vamos ocultas por la calle: pañuelos, sombreros, gorros, con el corazón a punto de decir basta mientras esperamos que alguien nos abra la puerta. ¿Dónde están mis padres en aquel momento? ¿Cómo es posible esta vida?” (pp.177-178).

Mientras se vive con aquella violencia a cuestas, el trabajo y la noche no auguran un prospecto mejor. Todo el relato de Camila se recrudece hacia el final. Mientras cuenta cómo la vida en torno a la pensión de Encarna se hace cada vez más difícil, sus episodios con clientes violentos pasan a dominar la narración. La noche en que es drogada y violada por los dos amigos que juegan con su cuerpo y lo penetran con los objetos más diversos, hasta con una botella de cerveza, la violencia del relato llega a su punto más álgido. Análogamente, la reacción de Camila a todo aquello es naturalizarlo y seguir adelante. Cuando despierta en su casa después de aquel episodio, se ducha y va a la facultad, como si nada hubiera pasado, como si haber sobrevivido a aquella situación fuera suficiente para olvidarla y seguir adelante. La impasibilidad con la que narra el desenlace de su historia es un signo de su cansancio, de cómo el mundo ya ha moldeado su frialdad, de cómo su cuerpo ya se ha insensibilizado a todas las agresiones externas: “Yo duermo un día entero. Cuando despierto y miro la hora, el día, el mes, me doy un baño a toda velocidad y salgo hacia la facultad. Un maestro me espera” (p.182).

El acoso y la persecución social también se viven en Parque Sarmiento: La municipalidad lo llena de luces para combatir la clandestinidad de la prostitución, por lo que se hace un lugar imposible para las travestis. Perdido el lugar de encuentro, la vida en manada se hace imposible, y Camila comienza a trabajar en su cuarto de pensión y en las cuadras de su barrio. La separación del grupo también destruye la red de protección: las travestis quedan más expuestas que nunca, más vulnerables al andar solas, y así se reproducen también las muertes: una compañera cuyo cuerpo aparece en una zanja, envuelto en una bolsa de nylon; otra que es incinerada al costado de la ruta, para divertimento de un grupo de varones. La existencia se hace imposible; la muerte es una noticia a diario. A pesar de todo, Camila sigue adelante. Ha aprendido a sobrevivir. Sus compañeras del Parque se lo han enseñado.

Un día en que Camila decide visitar a Encarna después de mucho tiempo, la encuentra luciendo un aspecto de varón: ha dejado de afeitarse y se faja sus senos de silicona para ocultarlos. Encarna ha hecho todo eso para poder participar de la temporalidad y de los espacios cisheteronormados y asegurarle así un lugar en la sociedad al Brillo. Cuando Camila no logra reconocerla con el primer vistazo, Encarna le dice dice que “Todas las cosas cambian” (p.184). Ese cambio es el que le ha permitido reconocer legalmente al Brillo como su hijo (siendo ella, para los documentos legales, el padre del niño) y colocarlo dentro del sistema. El Brillo de los Ojos comprende mejor que nadie la doble naturaleza de su madre, y Camila se conmueve cuando le muestra un dibujo que hizo en el jardín: “La había retratado a ella como varón y como mujer, y en el medio, tomado de la mano de ambos, se había dibujado a sí mismo, despidiendo rayos amarillos de su corazón, como si fuera un sol” (p.186). A eso, el niño agrega: “Ella es mi mamá y mi papá. No todos los niños del mundo tienen esa suerte” (p.186). Camila se conmueve ante tanta comprensión, ante un amor tan potente: “El título de familia les quedaba corto. Lo de ellos era un amor mucho mayor, era toda la comprensión de la que era capaz el ser humano” (p.186).

Este es, quizás, el mensaje más valioso de toda la novela: la demostración de que existen otras posibilidades más allá de la familia cisheteronormada, de que las infancias pueden comprender y amar de una manera que la sociedad normalizada ya es incapaz. Por esa misma razón, Marlene Wayar, en su obra Travesti / Una teoría lo suficientemente buena apunta que todo activismo integral debe contemplar el trabajo sobre las infancias, porque la vida sin prejuicios de género y de sexualidades es posible y necesaria, y son los niños y las niñas, con su infinita capacidad para la comprensión y el amor, quienes demuestran que un cambio social es posible.