Las malas

Las malas Imágenes

El Parque Sarmiento

El Parque Sarmiento, en la ciudad de Córdoba, es el lugar predilecto de la manada para trabajar. Allí se reúnen, comparten la noche y esperan a sus clientes. Como espacio en el que se desarrollan las vidas de las travestis, Parque Sarmiento es de gran importancia en la novela, y la narradora le dedica una nutrida cantidad de imágenes sensoriales. La narración inicia en dicho parque, con esta descripción: "Es profunda la noche: hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación (...). [El Parque Sarmiento es] Un gran pulmón verde, con un zoológico y un Parque de diversiones" (p.17).

Las imágenes del Parque se despliegan ante los ojos de las travestis que lo recorren: "Camina con dificultad por la tierra seca y el yuyal bravo que crece al descuido, cruza la avenida del Dante como un silbido hacia la zona del Parque donde hay espinas y barrancas y una cueva en que las maricas van a darse besos y consuelo" (p.19). Luego enumera lo que se ve allí: "Zanjas, abismos, arbustos que lastiman, borrachos masturbándose" (p.19).

La Navidad

El episodio de la Navidad ocupa un lugar especial en la narración: es un respiro ante la desolación en la vida travesti, y la narradora lo describe con detalle. Las imágenes sensoriales abundan:

La mesa de Navidad estaba puesta con esmero. Individuales de plástico, vasos de acero inoxidable y unas copitas antiguas a un costado, que solo iban a usarse para el brindis de las doce de la noche. Sonaban viejos cuartetos de los años noventa, que a mí me recordaron las navidades en casa de mi abuela, y por la ventana entraba olor a carne asada. No había más detalles navideños que una guirnalda en la puerta. En esa casa no hacían falta porque ya éramos todas como árboles de navidad, decoradas con nuestras mejores galas" (p. 135).

La nostalgia se hace presente en los cuartetos que suenan y trae la memoria de otros momentos felices en la vida de la narradora. Las imágenes que continúan dotan de un colorido telúrico la Navidad, y el lector puede observar en ellas algunos detalles propios de la celebración en el verano argentino:

(...) y llegó la hora de brindar, y los petardos y fuegos artificiales del barrio nos ensordecieron, y la anfitriona nos hizo entrega de los regalos de cada una, un pañuelo con nuestras iniciales que ella misma había bordado (...), y lavamos los platos y nos quedamos en el patiecito, comidas por los mosquitos, prendiendo espirales bajo las reposeras y brindando sin parar por cualquier cosa (pp.136-137).

La casa de La Tía Encarna

Encarna, la nodriza de la manada, vive en una casa que es refugio seguro para todas las travestis. Allí Camila recuerda pasar días y noches en compañía de su clan. Se trata de "un caserón de dos plantas pintado de rosa que parece abandonado" (p.23). Luego vuelve sobre ella y la menciona como "La casona rosa, del rosa más travesti del mundo (en cada ventana hay plantas que se enredan con otras plantas, plantas fértiles que dan flores como frutos, donde las abejas danzan)" (p.25).

Las travestis

Las travestis son descriptas a lo largo de la novela mediante el despliegue de una serie de imágenes visuales.

El primer cuerpo travesti que recibe una descripción detallada es el de La Tía Encarna, madre adoptiva de la manada:

La Tía Encarna tenía cortaduras de todo tipo, hechas por ella misma en la cárcel (...) y también fruto de peleas callejeras (...). Incluso tenía una cicatriz en la mejilla izquierda que le daba un aire ruin y misterioso. Sus tetas y sus caderas cargaban unos moretones eternos, a causa de las palizas recibidas cuando había estado detenida, incluso en tiempos de los milicos (...). No, me retracto: esos moretones eran por el aceite de avión con el que había moldeado su cuerpo, ese cuerpo de mamma italiana que le daba de comer, pagaba la luz, el gas..." (p.28)

La Machi es una de las travestis que más descripciones recibe: "vestida en animal print, como un leopardo acechando al niño, con sus postizos de color rojo enarbolados en un moño sobre la mollera y las uñas gigantes rozando los bordes del moisés" (pp.87-88).

Las imágenes de las travestis irrumpen en la monotonía de la ciudad y la llenan de color; ejemplo de ello es el encuentro de la narradora con La Vale: "Esa misma Vale que hoy sale de rojo, campera vinílica y unos postizos fucsia en el pelo, tan inexplicable en esta ciudad, tan desconcertante, dañina y dulce como la Coca-Cola" (p.139).

Otras travestis destacan por su belleza más que por su forma de vestir, como es el caso de Angie:

Cuando la conocí no tenía cirugías. Se depilaba mucho las cejas, las dejaba muy finas, como se usaban en los años ochenta. Tenía el pelo corto y contaba con mucha gracia que los hombres le decían Araceli, y tenían razón porque era igual de hermosa que Araceli González. Había que ser muy pero muy hermosa, si eras travesti, para andar con el pelo corto por ahí" (p.145).

Otras travestis menos agraciadas que Angie también conquistan la belleza, como Patricia:

Era bizca y renga de una pierna. Aun así, la belleza no la abandonaba nunca, trascendía sus defectos" (p.164). A pesar de su pobreza, Patricia se las ingenia para vestir provocativamente: "un rejunte de telas de dos pesos anudadas de tal manera que simulaban escotes abismales y minifaldas que no se sabía si estaban a punto de rasgarse o desmaterializarse en el aire" (p. 164).