Julio César

Julio César Resumen y Análisis Acto III

Resumen

Escena I

César se dirige al Senado rodeado por los conspiradores. Ve al adivino y le dice que ya han llegado los Idus de Marzo. "Sí, César, pero no han pasado" (III.I., 89), replica aquel. Pero César continúa su marcha, despreocupado. A continuación, Artemidoro intenta entregarle su carta, advirtiéndole que su contenido lo afecta personalmente, pero Decio interviene rápidamente y desvía su atención.

Cuando se acercan al Senado, Trebonio se las arregla para apartar a Marco Antonio y alejarlo de César, exponiendo a este más fácilmente al ataque. César toma su asiento en el Senado y procede a permitirle a Metelo que presente una petición. Este se arroja a los pies de César rogando por la liberación de su hermano del destierro, pero el líder le ordena que se ponga de pie y le aclara que la adulación no le hará ganar ningún favor. "Sabe que César no es injusto y que / no habrá de perdonar sin un motivo" (III.I., 93), arguye. Ante esto, Bruto se adelanta, para gran sorpresa de César, y le suplica por el hermano del hombre. Casio y Cina se unen al reclamo. César se mantiene firme y entonces Casca se acerca y, mientras exclama "¡Hablad, manos, por mí!" (III.I., 95), apuñala a César. El resto de los conspiradores también lo apuñalan, mientras aquel cae, no sin antes dejar sus últimas palabras: "Et tu, Brute? ¡Entonces, cae, César!" (III.I., 95).

Tras su muerte, Cina anuncia: "¡Libertad! ¡Independencia! ¡La tiranía ha muerto!" (III.I., 95). Los otros senadores huyen del Senado, confundidos, mientras los conspiradores permanecen juntos para protegerse unos a otros. Bruto finalmente ordena:

Inclinaos, romanos, inclinaos,

y sumerjamos todos nuestras manos

en la sangre de César hasta el codo,

y manchemos con ella las espadas;

vayamos luego a la plaza pública

y enarbolando nuestras rojas armas

sobre nuestras cabezas, todos juntos,

gritemos: "Paz, derechos, libertad".

(III.I., 97)

Casio continúa con la exaltación de su acto: "¡Cuántas veces en siglos venideros / se representará esta excelsa escena nuestra / en estados que aún no son nacidos / y en lenguajes aún desconocidos!" (III.I., 98). Además, asume que serán reconocidos como "los que a su patria dieron libertad" (III.I., 98).

Entra un sirviente de Marco Antonio y se hinca ante Bruto, diciéndole que su amo desea reunirse con él para saber por qué César tuvo que morir. Bruto le promete que Antonio no sufrirá daño, por lo que el sirviente va a buscarlo. Casio le manifiesta a Bruto sus dudas sobre lo que deberían hacer con Antonio; tiene un mal presentimiento.

Antonio llega, lamenta la muerte de César y les pide a los conspiradores que lo maten también a él. Bruto se niega y le promete explicar el magnicidio una vez se hayan apaciguado las cosas, mientras Casio le ofrece participar del nuevo gobierno. Antonio les da la mano a los conspiradores como signo de paz, pero enseguida se arrepiente de su acuerdo con ellos: afirma que no puede hacerlo después de ver el cuerpo de César. Pide permiso para exhibir el cuerpo en la plaza y hablar durante su funeral. Bruto se lo concede, pero Casio, en un aparte, manifiesta su desacuerdo: "Sabes cómo conmoverá al pueblo / lo que él vaya a decir? (III.I., 104), advierte. Bruto entonces pone condiciones: él hablará primero y Antonio no podrá censurar a los conspiradores.

Una vez a solas con el cuerpo de César, Antonio se disculpa con el muerto por "ser gentil con esos carniceros" (III.I., 106). Su monólogo se vuelve cada vez más vehemente; anuncia una violenta guerra civil. Un criado enviado por Octavio llega y ve el cuerpo. Antonio le ordena que le informe a Octavio sobre la situación en Roma. Ambos salen con el cadáver.

Escena II

Entran Bruto y Casio con una multitud reclamando explicaciones. Esta se divide: algunos quieren escuchar a Bruto y otros, a Casio. Escuchamos el discurso de Bruto: les dice a los ciudadanos que amaba a César más que a nadie, y que participó del asesinato porque más amaba a Roma. "Porque era ambicioso, lo maté" (III.II., 110), sentencia. La multitud lo celebra. Bruto les ruega que escuchen entonces a Antonio y se retira.

En su discurso, Antonio acepta en principio que el "noble Bruto" (III.II.,113) asesinó a César a causa de la ambición de este, pero luego relata una serie de hechos que dan cuenta de que, por el contrario, era un hombre sumamente honorable. Al final de cada elogio de César, Antonio recuerda que Bruto dijo que César era ambicioso, y como Bruto es un hombre honorable, esto ha de ser verdad. No obstante, sus palabras se evidencian irónicas: Antonio está incitando a los ciudadanos contra los conspiradores.

La multitud se muestra fácilmente manipulable y concluye que el magnicidio fue injusto. Le piden a Antonio que lea el testamento que dejó César, pero este se niega, aludiendo que, de hacerlo, ellos sabrían cuánto los amaba César y eso los enfurecería. "Tengo miedo / de agraviar a esos hombres honorables / cuyos puñales hirieron a César"(III.II., 117), arguye. Pero ante la insistencia de los ciudadanos, Antonio se para junto al cadáver de su amigo y, antes de leer el testamento, exhibe las heridas del cuerpo, incitando nuevamente a la multitud, que enseguida se enfurece y se compromete a amotinarse. Antonio pide calma y lee el testamento: César le ha dejado a cada romano setenta y cinco monedas de plata, además de sus quintas y jardines. Esto enfurece aun más a los ciudadanos, que se retiran dispuestos a provocar daños de todo tipo. "Calamidad, tu obra ha comenzado" (III.II., 125), sentencia Antonio. Regresa el sirviente de Octavio, quien le informa que Bruto y Casio huyeron de Roma y que su amo está en la ciudad y lo espera en la casa de César.

Escena III

Cina, el poeta (no el conspirador), no puede dormir esa noche y deambula por las calles de Roma. Algunos ciudadanos lo encuentran y, tras confundirlo con el conspirador de su mismo nombre, lo atacan y continúan su camino hacia las casas de Bruto y Casio, para incendiarlas.

Análisis

Al comienzo de este acto encontramos a César ignorando las últimas advertencias sobre el peligro que corre. Tanto los augurios del adivino como la carta de Artemidoro anticipan el magnicidio, pero César sigue su camino hacia el Senado, despreocupado, evidenciando una vez más el defecto que lo hará caer: soberbio, se niega a reconocer su carácter mortal. Es interesante, en relación a esto, que César se refiera a sí mismo en tercera persona, como si él mismo se considerara más un símbolo o una institución que un hombre de carne y hueso, vulnerable a la muerte.

Las palabras de Casio tras la muerte de César constituyen una referencia metatextual, es decir, funcionan como un guiño para los lectores / espectadores respecto de la propia obra de Shakespeare: "¡Cuántas veces en siglos venideros / se representará esta excelsa escena nuestra / en estados que aún no son nacidos / y en lenguajes aún desconocidos!" (III.I., 98), exclama el conspirador. No obstante, el guiño cobra un giro irónico cuando Casio asume que él y el resto de los magnicidas serán reconocidos como "los que a su patria dieron libertad" (III.I., 98), cuando la obra no solo presenta una lectura mucho más ambigua del asunto, sino que construye a Casio como un personaje ambicioso y malintencionado que no duda en engañar a Bruto para convencerlo de formar parte de su conspiración.

Luego de la muerte de César, el personaje de Antonio toma cuerpo y se vuelve muy interesante y complejo, dando cuenta de un hombre inteligente, estratégico y de gran capacidad de oratoria —atributo muy apreciado en el mundo antiguo—: lo primero que hace es darles la mano a los magnicidas. Aunque superficialmente la escena puede interpretarse como una tregua, en este acto Antonio está acusándolos por el crimen: le pide a cada uno "su mano ensangrentada" (III.I., 102) mientras va nombrándolos, explicitando así su participación en el asesinato y marcándolos para hacer caer luego, sobre ellos, la venganza. Además, deja para el final a Trebonio: "y, al fin,y no porque te quiera menos, / estrecharé la tuya, buen Trebonio" (III.I., 102). Efectivamente, Antonio tiene otras razones para dejarlo para el final: Trebonio no apulañó a César, pero se aseguró de alejar a Marco Antonio de él para que no pudiera protegerlo del ataque, por lo que, de este modo, transfiere a sus manos limpias la sangre de la víctima, recogida en los apretones anteriores.

Cuando se queda solo, Antonio presagia la guerra civil que se cierne sobre Roma, tomando él mismo el rol de agente del caos:

fulminará una maldición los miembros

de los hombres; discordias intestinas

y atroz guerra civil asolarán

todas las zonas de Italia. Sangre

y destrucción serán tan habituales,

los objetos de horror tan familiares,

que las madres tendrán una sonrisa,

nada más cuando miren desmembrados

sus niños por las manos de la guerra;

ahogará la costumbre de hechos crueles

toda piedad, y el espectro de César,

que andará errante en busca de venganza,

(...) gritará en estas tierras

con su voz de monarca: ¡A la matanza!

(III.I., 106)

De hecho, la última escena de este acto, en la que una multitud enardecida ataca a Cina, el poeta, porque comparte el nombre con uno de los asesinos, funciona como materialización de la anarquía que asola Roma luego de la muerte de César, la cual será cuidadosa y estratégicamente provocada por Antonio.

Y es que, en este encuentro con los conspiradores, Antonio ya está planificando su venganza: el pedido de hablar en el funeral de César, disfrazado de un deber para con su amigo, esconde el plan de enardecer a la multitud. Es Bruto quien, contra las advertencias de Casio, le concede ese derecho a quien se convertirá en su enemigo político, demostrando así el segundo de una serie de graves errores tácticos. El primero fue permitir que Antonio viviera. En el acto anterior, cuando Casio sugiere asesinar también a Antonio, Bruto se niega, alegando que, si lo hicieran, "Nuestra acción / parecerá sangrienta en demasía / (...) Que nosotros / seamos, Casio, sacrificadores, / pero no carniceros" (II.I., 65-66). Resulta irónico que ahora Antonio se refiera a ellos, en efecto, como a "esos carniceros" (III.I., 106).

En los discursos de Bruto y Antonio en el funeral de César se evidencian nuevamente los errores del primero, así como la astucia del segundo. Bruto habla primero y apela a un discurso en prosa, ordenado y racional, que explica brevemente las razones de su accionar, dejando luego a Antonio a solas con la multitud. Este último, consciente de la naturaleza irreflexiva y manipulable de los plebeyos, apela a sus emociones, y lo hace desplegando una brillante oratoria que hace uso de los halagos a sus oyentes, de la repetición de las ideas que quiere insertar en estos, y de bellos versos. Además, se muestra muy astuto al utilizar la ironía para cumplir con el requisito que le exigió Bruto para expresarse en el funeral —que no hablara mal de los conspiradores— y negar al mismo tiempo, frente a sus oyentes, la honorabilidad de su principal contrincante:

Cada vez que los pobres se quejaron,

César lloró. La ambición debería

estar hecha de material más duro.

Pero Bruto dice que era ambicioso,

y Bruto es un hombre honorable.

Todos visteis cuando en las Lupercalias

por tres veces le ofrecí una corona

de monarca, que rechazó tres veces.

¿Era eso ambición?

Pero Bruto dice que era ambicioso

y, a no dudarlo, es un hombre honorable.

(III.II., 114)

Finalmente, no conforme con este gran despliegue, Antonio apela a las pruebas: se acerca al cuerpo de su amigo y muestra cada una de sus heridas, destacando la saña con la que se lo atacó, y lee luego el testamento que César dejó, en el que se evidencia su interés por el bienestar de los romanos. De este modo, la estrategia discursiva de Bruto, así como el hecho de que deje a Antonio a solas con los ciudadanos, se suman a su lista de errores tácticos, y Antonio sale claramente vencedor en esta primera contienda, en el plano de las palabras. Como veremos, la historia se repetirá, al final de la obra, en el enfrentamiento bélico.