El castillo de Otranto

El castillo de Otranto Resumen y Análisis Capítulo 5

Resumen

Manfred está muy preocupado porque empieza a sospechar que Isabella y Theodore tienen un vínculo amoroso. También cree que Jerome sabe algo al respecto y que Frederic podría estar implicado, y está muy consternado por el parecido entre Theodore y el retrato de Alfonso. Sabe que tiene que decidir entre renunciar a su principado, lo que ofende su orgullo y su ambición, o intentar doblegar a Isabella a su voluntad. Se decide por esta última opción y le cuenta su plan a Hippolita. Ella consiente el divorcio y Manfred se complace, creyendo que su plan se concretará.

De camino a buscar a Frederic en su aposento, Manfred se topa con Bianca. Intenta persuadir a la doncella de que le confiese si hay un vínculo entre Isabella y Theodore, pero Bianca divaga y no le da ninguna información certera. Antes de irse, Manfred le pide a Bianca que guarde el secreto de lo que hablaron y que averigüe qué siente Isabella por Theodore.

Manfred se encuentra entonces con Frederic para convencerlo de casarse con Matilda a cambio de que él consienta su casamiento con Isabella. Mientras conversan, Bianca irrumpe en la estancia con cara de terror. Dice haber visto la mano armada del gigante en la escalinata principal del castillo. Manfred desacredita el relato de Bianca diciendo que está delirando, pero Frederic cree que dice la verdad y acusa a Manfred de tener el cielo en su contra. Luego, exclama que no podrá casarse con Matilda porque la casa está maldita, pero Manfred vuelve a alabar a su hija, lo que hace dudar a Frederic. Para ganar tiempo mientras se decide, le dice a Manfred que esperará a ver si Hippolita consiente el divorcio.

A continuación, se realiza un banquete muy melancólico. Isabella y Matilda están tristes y silenciosas. Manfred bebe copiosamente para animar la situación, pero no lo consigue. Tras el banquete, Isabella se retira a su habitación y Manfred la escolta. Matilda sale con su madre a disfrutar del fresco del anochecer.

Frederic ha estado observando a Matilda durante toda la cena y ha llegado a la conclusión de que aún la desea. Va a buscar a Hippolita al oratorio para convencerla de aceptar el divorcio. Allí se encuentra con una figura arrodillada frente al altar. Frederic se disculpa diciendo que vino a buscar a Hippolita. La figura se para y le pregunta con una voz cavernosa si para eso ha venido al castillo. Luego se da vuelta y Frederic se horroriza al ver “las mandíbulas descarnadas y las cuencas vacías de un esqueleto” (p.129). El espectro le revela que es el ermitaño que le dio la espada gigante. Le pregunta si ha olvidado el mensaje en el sable y le ordena que se olvide de Matilda. Luego desaparece.

Frederic se muestra compungido ante el altar e implora la ayuda de los santos. En esta pose lo encuentra Hippolita, que intenta averiguar qué ha pasado. Frederic dice que no puede hablar y se marcha a su habitación. En la puerta se encuentra con un Manfred ebrio que vino a entretenerse con él, pero el marqués lo rechaza y se encierra en su aposento.

Un criado le avisa a Manfred que vio a Theodore hablando con una de las damas del castillo junto a la tumba de Alfonso en la iglesia de San Nicolás. Manfred se enfurece, sabiendo en su fuero interno que esa dama debe de ser Isabella. Se dirige rápido hacia la iglesia. Cuando llega, oye que la joven le dice a Theodore que Manfred jamás permitirá su unión. Manfred saca una daga y la clava por encima del hombro en el pecho de la mujer. Para su horror, se da cuenta de que es Matilda.

Theodore se abalanza contra Manfred pero Matilda lo impide, diciendo que es su padre. Manfred entra en un trance de locura e intenta quitarse la vida, pero unos monjes, que llegaron atraídos por el ruido, se lo impiden. Jerome llega y le dice a Manfred que contemple la última desgracia de su tiranía. Matilda se resigna a su destino tranquilamente. Manfred admite que confundió a su hija con Isabella y dice ser “un monstruo asesino” (p.129), pero Matilda decide perdonarlo.

Cuando Hippolita ve el grupo de gente que lleva a su hija al castillo, se desmaya de dolor. Manfred convulsiona en paroxismos de desesperación y de odio a sí mismo. Theodore desea casarse con Matilda antes de que esta muera, pero Jerome no consiente. Con un último esfuerzo, Matilda le pide a sus padres que se mantengan unidos, y quiere expresar algo sobre Isabella y Theodore, pero antes fallece. Theodore se arroja desconsolado sobre ella.

La luna ilumina el patio y un trueno estalla en el cielo. Los muros del castillo se derrumban y el espectro gigante de Alfonso aparece entre las ruinas. El espectro exclama que Theodore es el verdadero heredero de Alfonso. Suena un trueno y el fantasma de Alfonso asciende al cielo, donde lo recibe la imagen de San Nicolás. Todos caen al suelo y reconocen la voluntad divina.

Manfred revela que su abuelo Ricardo, chambelán de Alfonso, envenenó a este y falsificó un testamento en el que el príncipe de Otranto lo declaraba su heredero. Abrumado por el remordimiento, Ricardo le prometió a San Nicolás que fundaría una iglesia y dos conventos en su nombre. El santo aceptó y le prometió en sueños que sus descendientes reinarían en Otranto mientras su linaje tuviera descendientes masculinos. Ahora que murieron sus dos hijos, Manfred declara que ha pagado por su abuelo el precio de la usurpación.

Por su parte, Jerome explica por qué Theodore es el heredero de Otranto. Se creía que Alfonso no tuvo descendencia, pero cuando en su camino a Tierra Santa pasó por Sicilia, se casó con una doncella llamada Victoria. Alfonso quiso mantener en secreto el matrimonio y el embarazo de su mujer hasta después de las Cruzadas, pero murió en Tierra Santa. La hija de Victoria se casó con Jerome y, cuando ella y su madre murieron, el secreto quedó con él. Dice tener un documento que prueba todo esto, pero Manfred replica que los horrores y las apariciones que presenciaron esos días son muestras suficientes.

Manfred renuncia al principado, y él y su esposa toman los hábitos en conventos vecinos. Theodore toma el poder de Otranto y, después de un tiempo, se casa con Isabella, porque es ella la única que puede comprender realmente su dolor.

Análisis

Walpole termina su novela con el ejemplo más trágico del tema del doble: Manfred mata accidentalmente a su propia hija pensando que es Isabella. Se cumple así la profecía, ya que Manfred le da término a su descendencia por mano propia, y Theodore recupera el lugar que el abuelo de Manfred usurpó ilegítimamente. Manfred se da cuenta de la villanía de sus acciones y queda totalmente destrozado por la culpa. El hecho de que mate a su hija en un arrebato de celos por Isabella también acentúa la idea del incesto como el pecado principal de Manfred. Su retiro a la vida religiosa no es lo más creíble con respecto a su personalidad, pero sería la única opción adecuada para alguien que cometió semejantes atrocidades.

En una clásica escena expositiva, Jerome revela por qué Theodore es el heredero legítimo, y Manfred admite cómo su antepasado usurpó el principado. El castillo de Otranto es un texto obsesionado con la legitimad y el origen del poder. No sorprende esta preocupación de Walpole, dado el papel que ocupó su padre como primer ministro de Inglaterra y él mismo como diputado. La crítica Sue Chaplin analiza el papel que desempeña la ley en el texto, comenzando por señalar su asociación con el logos o la verdad. En occidente, la ley define la identidad, ya que la legitimidad de la sucesión de parentesco se basa en la filiación paternal y en la razón. Pero esa filiación exige una prueba de origen que no puede ser garantizada por el orden de la razón instituido por la ley. El nombre paterno es atemporal, casi mitológico: no tiene un origen claro y se manifiesta en insignias, bienes y otras entidades simbólicas. Manfred ve cómo su poder y su identidad como príncipe de Otranto se desintegran bajo el peso de la autoridad del último gobernante legítimo, Alfonso, que se anuncia a través de signos y símbolos. El villano sabe que no tiene potestad sobre el principado e intenta legitimarlo con un heredero. Sin embargo, no puede ocupar un espacio en el ordenamiento simbólico que regula el derecho a gobernar. Intenta controlar esos símbolos de varias maneras, como cuando encierra a Theodore bajo el yelmo, que simboliza la inautenticidad de su gobierno, o tratando de desacreditar las apariciones espectrales, como lo hace cuando desestima el relato de Bianca sobre la mano gigante, pero siempre fracasa en su acometida.

La pretensión de legitimidad de Theodore también es problemática. Lo único que confirma su derecho a gobernar son los signos espectrales; Jerome dice tener documentos que acreditan el vínculo de sangre, pero estos no entran en juego en la resolución de la trama. Chaplin sostiene que el derecho a gobernar solo se afirma en el texto mediante referencias a Alfonso como un buen gobernante y por la fuerza de una antigua profecía que se ocupa tanto de la ilegitimidad del usurpador como de la legitimidad de Alfonso como príncipe de Otranto.

No podemos dejar de mencionar los elementos cómicos de la novela. Muchos críticos tienden a encontrar estos elementos insignificantes o simplistas. Otros reconocen que están ingeniosamente empleados y que son complejos, pero que coexisten de forma incómoda con los elementos dramáticos. En la novela, hay acontecimientos sobrenaturales que más que terroríficos son risibles. El tono entre trágico y humorístico vacila constantemente por la exageración y el rápido ritmo narrativo del relato.

El crítico Ahmet Süner concibe El castillo de Otranto como una comedia que está muy bien diseñada para pretender que no lo es. Toma por caso el diálogo absurdo del primer capítulo entre Manfred y sus criados Diego y Jaquez. Estos personajes humildes se entrometen abruptamente, y su insoportable incapacidad para comunicarse produce un efecto extraño en la lectura: los criados distraen a los lectores tanto como a Manfred.

Walpole se afana en afirmar que la risa y lo sobrenatural no son mutuamente excluyentes ni se combinan de forma inverosímil. Su novela se ciñe a una forma dramática a la que agrega tanto elementos trágicos como cómicos. En el prólogo a la segunda edición de El castillo de Otranto, Walpole elogia la confluencia de lo dramático y lo cómico en Shakespeare con la intención de imitar la manera en la que el dramaturgo utiliza los elementos cómicos para realzar el sufrimiento de los personajes trágicos. Pero los elementos cómicos en la novela de Walpole contrastan demasiado, desde la perspectiva de Süner, con la posición superior de los personajes nobles de la novela. Las divagaciones absurdas de Bianca ante Manfred y Frederic, dos hombres a los que no debería molestar, parecen alejar la novela de la tragedia. Sin embargo, es evidente que Walpole utiliza a los personajes serviles para representar la sensibilidad natural del ser humano, expuesta a los fenómenos sobrenaturales. Por eso es que Frederic expresa que el miedo de Bianca “es demasiado natural y fuerte para ser fruto de la imaginación” (p.122).

En resumen, la novela es un romance gótico, una tragedia, una comedia y un relato de terror. Es también un comentario fascinante sobre la forma en que se construyen los relatos.