Tengo miedo, torero

Tengo miedo, torero Resumen y Análisis Partes 4-5

Resumen

Parte 4 (59-62)

Estas páginas están destinadas a mostrar un momento de charla entre Pinochet y su esposa. Ella habla sin parar sobre temas superfluos y clasistas: moda y gastos, críticas a las esposas de los generales, "que se visten como empleadas domésticas en día domingo" (60). Él, resignado, la escucha sin emitir palabra, ante lo que se califica como un "cacareo" (60) de "victrola parlotera" (61), y recuerda, nostálgico, la época de juventud en la que la conoció y ella le resultó tan diferente. Su conversación monológica se interrumpe cuando la telefonea Catita Ortúzar, la esposa de un general que, a diferencia de lo que afirma con anterioridad, es calificada por Lucía como "regia" y "fina" (61); los llama para invitarlos a una cena el 11 de septiembre, aniversario del Golpe Militar. Catita le cuenta que tiene todo listo, salvo un problema con el mantel bordado que tanto quería para la ocasión. Cuando corta, Lucía se lo comenta a su esposo, pero este ya no la escucha: está durmiendo y soñando con su propio funeral.

Parte 5 (63-75)

Al salir de la casa de Doña Catita, la Loca se dirige al popular y polvoriento barrio Recoleta, donde Lupe, Fabiola y Rana, sus amigas colas, viven en un caserón arrendado. Ellas son locas o travestis. Lupe es la más joven y es la única que sigue trabajando, haciendo shows y prostituyéndose; las otras dos ya no, pero, de tanto en tanto, se acuestan con hombres que Lupe lleva a la casa. La Rana se dedica, como la Loca, al bordado y también es quien, en el pasado, le enseña el oficio a la protagonista de esta historia. Aquí se recuerda cómo la Rana salva a la Loca del Frente dándole asilo cuando estaba en su peor momento y, luego, cuando la Loca la aventaja en la clientela de los manteles, se distancian tras una pelea muy violenta que incluye puñetazos y patadas propinados por la Rana a la Loca. Con el tiempo hacen las paces y la Loca vuelve a visitarlas. Esta vez la recibe Lupe, que está sola, y toman un té. Lupe intenta sacarle información sobre su relación con Carlos, pero la Loca no dice nada, porque Carlos no es uno más para ella: "¿Qué podía saber del amor esa marica estúpida que solo pensaba en ir a la disco gay?" (67).

Al atardecer sale de la casa y, apretando el mantel no entregado, se sube a la micro para regresar a su hogar. En el camino, vive una situación erótica con uno de los pasajeros: un obrero se masturba contra su cuerpo aprovechando la cantidad de gente y los vaivenes del vehículo. Cuando baja del transporte, unos niños juegan al fútbol en la calle. La pelota, desviada sin querer por los niños, llega hasta sus pies y ella, atormentada por las burlas sufridas durante la infancia, duda entre patearla o no para devolvérsela. Pero se anima, lo hace y los niños la aplauden contentos. En ese momento de dicha y algarabía infantil, se le ocurre que debe festejar el cumpleaños sorpresa para Carlos, quien, supuestamente, cumple en unos días.

En su casa, después de tres días sin ver a Carlos, mientras piensa en la música que sonará en la fiesta, lo escucha llegar al trote por las escaleras. Entra apresurado, haciendo caso omiso al gesto teatral de la Loca que se muestra ofendida. Le dice que debe llevarse dos cajas de libros con urgencia, por lo que desaparece la mesa de centro de la Loca. Entonces ella le recrimina su trato y consigue conmoverlo. Para calmarla, él le muestra que incluso aprendió su música y canta una estrofa de la popular canción de César Portillo de la Luz, "Contigo en la distancia". Mientras se ríen a carcajadas, interrumpe el momento una joven que ingresa sorpresivamente y, de forma altanera, le solicita a él que se apure, que están esperándolo abajo. Carlos, incómodo, las presenta: "Ella es Laura, compañera de universidad, y él es el dueño de la casa" (74). La Loca se queda ofendida en la casa con la promesa incumplida que siempre Carlos usa con ella: "después te explico" (74); los jóvenes, apresurados, salen.

Análisis

Lucía Hiriart y la Loca son dos personajes que, en la novela, hablan mucho. Pero su lengua y la forma en la que los demás reciben lo que ellas dicen es diametralmente opuesta. En este momento nos detendremos en el modo de hablar de la primera dama. El hablar de Lucía Hiriart es referido como un "chicharrear" (39), una "charla molestosa" (39), "un cacareo" (60), una "verborrea hostigosa" (60), una "victrola parlotera" (61). Su esposo se muestra agobiado por sus largos monólogos, en los que ella, frívola, se queja, discrimina, insiste con la falta de apoyo internacional y expone como verdades absolutas lo que le dice Gonzalo, su estilista y consejero. A diferencia de la lengua marucha, la de Lucía es la lengua oficial, heterosexual, normativa y censora. Todo lo que dice lo expone como una verdad irrefutable y se muestra egocéntrica y autoritaria. De esta forma, le recuerda a su esposo su debilidad e ingenuidad: "Y si no fuera porque yo te di el pellizcón en el brazo, si no fuera porque yo me di cuenta de que esos falsificadores tenían un canasto de pistolas debajo del mesón, tú caes redondo como gringo tonto con esos españoles ladrones" (59-60). Así, el dictador se encuentra en el cuerpo del burlador burlado: es aquí el dictador dictaminado. Su esposa impone el orden doméstico; él, mientras tanto, calla.

Cuando ella hace silencio, el narrador, focalizado en la figura de Pinochet, sostiene: "Por suerte ahí se le había agotado la pila, por fortuna había quedado muda transformando su odiosa plática en un ronquido rezongón. Era preferible el insomnio que le provocaban esos fuelles tronadores, a seguir oyendo su rosario de mal agüero" (42). Si ella se aleja, él recuerda a la joven que lo enamoró, tan callada y sencilla; tan diferente a la que le habla ahora. Él la prefiere dormida y callada antes que despierta y parlante. Esta es una forma en la que se satiriza en la novela el poder de Pinochet. Aquel que se muestra tan violento y autoritario ante todo un país, debe viajar en silencio y quieto, intentando no realizar ningún ruido, para no despertar nuevamente a su esposa y tener que volverla a escuchar; aquel que impone el terror sobre todo el pueblo, se evade y duerme ante el constante monólogo de su esposa. Esto es lo que sucede en esta parte: ante la charla infinita, él se duerme.

De acuerdo con el análisis que realiza Berta López Morales, la manera de expresarse de Lucía sobre la realidad que la rodea, de forma neurótica y frívola, aumenta el contraste entre la gravedad vivida por los chilenos y la indiferencia total ante el dolor de los demás. Lucía Hiriart, quien se lamenta de no haberse codeado con la realeza y con los mayores representantes políticos de otras naciones, se posiciona como mayor exponente de la clase alta chilena: nadie, ni siquiera las esposas de los generales del Club Militar, a las que falsamente luego elogia, se le parecen: no son "gente fina, menos sus mujeres que se visten como empleadas domésticas en día domingo. Con esos trajecitos dos piezas de liquidación de Falabella, o esas batitas floreadas sin gracia como sacadas de la Pérgola de las Flores" (60). Es la segunda vez que aparece mencionada la obra de teatro (1960) y la película (1965) La Pérgola de las Flores en la novela. Anteriormente, en las primeras hojas de la novela, se utiliza para aludir a la forma en la que queda ornamentada la casa de la Loca: para ella aquello es "un chiche" (13).

Aquí se presenta la primera de las pesadillas recurrentes de Pinochet. Se dan tres a lo largo de la novela, cuya función, según el crítico brasileño da Silva Alves, es, por un lado, satirizar la figura del dictador al mostrar sus temores y, por otro, satirizar a toda la institución militar y su poder controlador. En este caso, el dictador sueña con su propio funeral. En sueños, al menos, recibe parte de su castigo, por lo que siempre despierta sobresaltado y a los gritos. En ese funeral, que es el propio, está solo en una ciudad desierta, y al notarlo, decide caminar: "Andar y andar por el cemento reblandecido de la ciudad, hundiéndose hasta la rodilla en un mar de alquitrán, de cuerpos, huesos y manos descarnadas que lo tironeaban desde el fondo hasta sumergirlo en la espesa melcocha" (62). Los fantasmas de las víctimas de la dictadura lo atormentan.

En esa sociedad regida por la violencia y el autoritarismo, las locas, para sobrevivir y cuidarse entre sí, crean lazos, forman comunidad. Expulsadas de manera violenta de sus familias de origen, del acceso a la educación y del mundo del trabajo convencional, estrechan sus lazos, conviven y conforman nuevas formas de familia. Ante el rechazo de la sociedad heteropatriarcal, Lupe, Fabiola y Rana se tornan, para la Loca, en “sus únicas hermanas colas” (63), en “primas comadrejas” (64). La Rana, además, mantiene un lazo maternal con la protagonista. Es quien salva a la Loca en su peor momento, cuando ebria de amor (literal y metafóricamente) se estaba dejando morir, le enseña el oficio del bordado y la saca adelante. Pero también es quien, cuando se enoja con ella, “como un elefante furioso” (65), casi la mata a golpes, reproduciendo la violencia a la que habían sido sometidas desde siempre.

Estas tres amigas de la Loca habitan un barrio marginal y periférico de Santiago y, como ella, viven de la costura: un trabajo doméstico y estereotipadamente femenino que les permite dejar atrás la prostitución. Al envejecer, la marginación también aumenta. Las locas no pueden jubilarse, están fuera del sistema: deben cambiar de tareas. En ese sitio, ellas calman sus deseos sexuales con otros marginados de la sociedad: borrachos, vagabundos, desempleados, que llegan a la casa gracias a los encantos performáticos de la más joven, que todavía puede patinar las calles en busca de hombres. De acuerdo con Néstor Perlongher, esta estrategia de deambuleo o "draga" para la búsqueda de acompañantes sexuales se vincula estrictamente con las condiciones de marginación, secreto y clandestinidad en las que se mueven los protagonistas de estos actos. Rana y Fabiola, las locas mayores, esperan tejiendo en la casa que la más joven llegue con el hombre que compartirán, tal es la división de tareas del hogar.

Otro tema que aparece aquí nuevamente es la paulatina evolución de Carlos: su coqueteo con la Loca y cómo el mundo de ella, feminizado, va ingresando en el mundo masculino de él. Cuando él entra apurado a la casa a buscar cajas, se encuentra con una protagonista ofendida, quien pone en funcionamiento procedimientos propios de la performance artística del melodrama. Cual actriz de película romántica que le habla a su galán mirando al horizonte, la Loca le dice a Carlos: "No te puedes esperar un poco, tienes que ser tan cruel, le recitó ella calmada sin darse vuelta, con la vista perdida en el mar plateado de los techos" (72). El narrador da cuenta de la parodia escénica en la que se encuentran los personajes y lo marca en el texto a partir de la selección léxica y de la descripción gestual, que aquí marcaremos con cursivas: "Nunca, se repitió teatrera, tragándose el nunca en un sollozo ahogado" (73). El muchacho ingresa en ese juego teatral: "Lo había conseguido con su diálogo de comedia antigua, había logrado conmover al chiquillo, hacerlo entrar en la escena barata que representaba" (72). Incluso, el narrador nos dice que él participa también, que "contestó Carlos improvisando una explicación" (73), como si se tratara de un ejercicio de improvisación teatral. Él le confiesa que le ha tomado cariño y que ha aprendido algunas de sus canciones y le muestra cómo canta un fragmento de un bolero: "En ese momento la voz de Carlos se quebró en un gallo lírico que lo hizo toser y toser" (73). Carlos canta y deviene, como la Loca, ave. Pero la tos y la risa le impiden seguir. Y también la interrupción, porque en ese momento ingresa Laura.

Ante la presencia de Laura, Carlos, avergonzado, retrocede, se aleja de la Loca e intenta regresar a su postura de militante heterosexual. Esto no solo se percibe en los cambios en su gestualidad, también lo hace a través del lenguaje. Cuando las presenta y se refiere a la Loca utiliza el pronombre masculino: "él es el dueño de casa" (74). La Loca, por su parte, dolida ante la presencia de esa mujer que habla "con sorna mirando el decorado estrafalario de la casa" (74), cae de la tarima escénica de falsa actriz hollywoodense y vuelve a su realidad y a su múltiple marginación cotidiana. Así, por un lado, aparece la imagen de Laura como una mujer joven, estudiante de una clase acomodada, sexy, con "facha de puta" (74), minifalda, "globos de tetas que se le arrancaban por el escotazo" (74), pelo largo y sedoso y, por otro lado, en un polo opuesto, se encuentra la Loca, antigua travesti, con "tres mechas de vieja calva" (74), más de cuarenta años, ojerosa, nariz envejecida, morocha, con pestañas mochas, cuyo único encanto, se consuela, se halla en "sostener un brillo intenso en el misterio de sus ojos" (75).