La náusea

La náusea Resumen y Análisis Parte 2

Resumen

Sábado, mediodía

Antoine Roquentin va a la biblioteca y encuentra al Autodidacto mirando a un colegial que está sentado cerca de él. El niño le saca la lengua; el Autodidacto se ruboriza por haber sido descubierto y vuelve a concentrarse en la lectura de su libro. Roquentin, por su parte, vuelve a reflexionar sobre la cuestión de si existen las aventuras o no. En ese sentido, concluye que el hombre es un narrador de historias y que trata de vivir su vida como si la estuviese contando. Así y todo, considera que el hombre debe elegir entre vivir o contar. Al mismo tiempo, afirma que, cuando una persona vive, no sucede nada; los días se acumulan sin sentido, de una forma interminable y monótona. Por el contrario, cuando alguien cuenta su vida, todo cambia: el orden de los hechos se alteran para darle sentido a la historia. Se puede empezar por el final, por ejemplo, para darle un sentido, una intención al relato. Roquentin dice que le hubiese gustado que los hechos de su vida se ordenaran como los de una vida contada.

Domingo

Cuando Roquentin llega al jardín público, siente que este le sonríe. Recién en ese momento comprende que es domingo. Decide pasear por las calles burguesas de la ciudad. En el recorrido, hace una descripción minuciosa de todo lo que ve: los hombres que se afeitan detrás de las ventanas de sus casas, los burdeles que reciben a sus primeros clientes, un hombre que bebe vino delante de mujeres arrodilladas en la iglesia. Un reloj da las diez y media de la mañana. Luego se dirige hacia la calle Tournebride para contemplar a las personas que van a pasear y, sobre todo, a saludarse.

Roquentin cuenta la historia de la calle Tournebride, que antes era sucia y de mala reputación, pero que, luego de que se levantara la iglesia de Santa Cecilia –la más costosa en la historia de Francia–, se transformó en una de las calles más importantes de Bouville. Roquentin hace referencia a la cantidad de gente que transita por esta calle comparándola con “un mar de sombreros” (p.36). Las personas que pasean por Tournebride son siempre las mismas y él ya reconoce de dónde provienen. Roquentin se deja llevar por la columna de personas que van por la misma vereda que él. Analiza los diferentes personajes que componen esta columna y trata de adivinar si son gente del bulevar o del Coteau.

A la una de la tarde, Roquentin llega a la cervecería Vézelise. Allí, como siempre, están los viejos; algunos de ellos almuerzan, otros beben un aperitivo y juegan a las cartas. Luego de observar a las personas allí, Roquentin decide leer un libro de Eugénie Grandet, no tanto porque le guste, sino porque algo tiene que hacer. Al poco tiempo de iniciada la lectura, la voz del hombre que está sentado en la mesa de al lado con su mujer lo distrae. La conversación de la pareja se da en un tono tan cómplice que no se llega a entender exactamente de qué están hablando. En un momento, él le acaricia la nuca y ella, murmurando risa, le pide que se detenga porque la está haciendo excitarse. Roquentin intenta volver varias veces a la lectura, pero la conversación de la pareja continúa distrayéndolo. Harto de la distracción, Roquentin sale de la cervecería y se va a pasear.

Al pasar por el cine y ver la fila que hay para entrar, Roquentin reflexiona sobre lo que ocurrirá cuando las personas estén dentro mirando la película: el film será idiota; la persona de al lado fumará su pipa; la gente, en vez de disfrutar de la película, la odiará en silencio. Al continuar con su paseo, Antoine Roquentin reflexiona sobre esta nueva masa de gente de la tarde y la compara con las personas que paseaban por la mañana. En ese sentido, la gente de la tarde es menos heterogénea y ya no representa nada, como si los hombres hubieran perdido las fuerzas para sostener esa “hermosa jerarquía social” (p.43) de la que tan orgullosos estaban antes del almuerzo. Roquentin continúa con la descripción de lo que ve: el puerto, el sol claro y diáfano como “un vinito blanco” (p.43), alguna que otra nube. Los rostros de las personas han sufrido un cambio radical entre la mañana y la tarde: antes resplandecían de triunfo en la juventud de una mañana de domingo; ahora parecen expresar flojera y obstinación.

El sol comienza a ponerse en el mar. Roquentin contempla a las personas que miran el atardecer. La primera luz artificial en encenderse es la del faro Caillebotte. Un muchachito se maravilla ante esta luz y Roquentin siente que su corazón se colma de un gran sentimiento de aventura.

Antoine Roquentin emprende el regreso a su casa. Pasa nuevamente por la calle Tournebride, que ahora ha perdido todo el esplendor de la mañana. Roquentin está solo, ya que la mayoría de los paseantes han regresado a sus casas y ya piensan en el lunes. Para él, en cambio, no hay ni lunes ni domingo; hay días que se mueven en desorden. Por fin tiene un sentimiento de aventura: le sucede que es él y que está allí. Se siente feliz como un “héroe de novela” (p.45). Al mismo tiempo, siente que hay algo que aguarda por él en la esquina de la calle Basse de Vieille. Es como un faro blanco que atrae y asusta a Roquentin. Cuando llegue a él, comenzará su aventura. Ahora se levanta un viento fuerte y Antoine Roquentin no logra ver bien. Así y todo, entiende que la calle Basse de Vieille era, en realidad, una posta y que “la cosa” lo espera en el fondo de la plaza Ducoton. Se siente dichoso, pleno, de estar allí; ya no espera nada del día. “La cosa”, eso que espera por él, debe estar en su casa. Roquentin reanuda la marcha. Al poco tiempo, se angustia porque esa “cosa” que esperaba por él son, en realidad, muchas cosas, que lo esperan en varios lugares distintos, que lo necesitan para nacer. En ese sentido, Antoine entiende que necesita elegir. Evita el pasaje Gillet, no encuentra nada en la plaza Ducoton, se acerca al café Malbly para ver si encuentra algo allí. Se siente desorientado.

Al final, solo le queda una pena amarga. Ese sentimiento de aventura se le aparece cuando quiere y se desvanece demasiado rápido. Tal vez, piensa Roquentin, solo le hace esas visitas irónicas para demostrarle que ha frustrado su vida.

Lunes

Roquentin comienza reflexionando sobre su proceso de escritura; dice que no hay que buscar las palabras, que lo más conveniente es dejar que la pluma fluya. También analiza la cuestión del paso del tiempo al concluir que solo tenemos conciencia de su transcurso, del hecho de que cada instante conduce al otro y nada más. En ese sentido, hace referencia a que el tiempo es irreversible y que, justamente, en esta irreversibilidad radica el sentimiento de aventura.

Luego, Roquentin hace referencia a que Anny sabía cómo hace rendir al máximo el tiempo cuando estaban juntos. Y esto era así, en parte, porque siempre que faltaba una hora para que Roquentin se tuviera que marchar, ella se lo hacía notar de alguna manera, y en ese instante la percepción del transcurso de los minutos se volvía ineludible.

Las siete de la noche

Roquentin dice haber tenido una buena jornada de trabajo, en la que escribió seis páginas con cierto placer. Así y todo, Rollebon lo irrita por “dársela de misterioso”, y el escritor se pregunta si Rollebon, después de todo, no será solo un farsante. Aunque le encanta que le hubiera mentido a los demás, le hubiese gustado que con él hiciese una excepción. Roquentin reflexiona así sobre la imposibilidad de saber quién fue realmente este personaje; cuánto hay de verdad en la hermosa vida que dice el mismo Rollebon que tuvo. Roquentin concluye que, para descifrar los enigmas más profundos de este Marqués, debería escribir una novela sobre él.

Las once de la noche

Roquentin dice que cenó en el Rendez-vous des Cheminots y que, como estaba la patrona, tuvo que hacerle el amor, “por cortesía” (p.49). Al mismo tiempo, confiesa que ella le desagrada un poco por ser demasiado blanca y “oler a recién nacido” (p.49). Mientras urga el sexo de la patrona debajo de las sábanas, Roquentin se pregunta qué es lo que le impide escribir una novela sobre la vida del Marqués de Rollebon.

Martes de carnaval

Roquentin comienza recordando un sueño en el que a un soldado compañero suyo, un tal Maurice Barres, sus propios compañeros lo azotaron hasta dejarlo sangrando y en el trasero, con pétalos de violetas, le dibujaron la cara de Déroulede. Después de hacer referencia a que tiene muy buena memoria a la hora de recordar sus sueños, Roquentin recuerda que es martes de carnaval, pero que, en Bouville, eso no significa la gran cosa.

Ni bien baja de su habitación, la patrona le dice que tiene una carta para él. Es de Anny; hacía cinco años que Roquentin no tenía noticias de ella. Luego él sale con la carta en la mano y especula respecto de cuánto habrá cambiado Anny, si seguirá comprando el papel de sus cartas en el mismo lugar de siempre. En la carta, Anny le dice que pasará por París dentro de unos días y le ruega que vaya a visitarla al hotel d’Espagne el 20 de febrero. Roquentin también recuerda que, en el pasado, ella le escribía “Quiero verte enseguida” y que, cuando él llegaba, ella lo miraba como reprochándole que hubiese acudido a su llamado. En ese sentido, Roquentin no descarta la posibilidad de que en otro momento llegue una carta pidiéndole que no vaya a visitarla.

Roquentin no se siente a gusto en ese día raro, de fiesta. Por otro lado, está bastante seguro de que se verá con Anny, pero esta idea no lo hace feliz. De hecho, desde que recibió su carta se siente desocupado. Decide comer en el restaurante Camille, no porque tenga hambre sino porque es mediodía y comer es una forma de pasar el rato. Roquentin pide una tortilla de jamón, pero la criada le dice que solo el patrón puede cortar el jamón, y le ofrece una tortilla de papas. Al final, Roquentin pide una cazuela y recuerda cómo fue la separación con Anny: hace seis años, de común acuerdo, él se fue a Tokio y, cuando le escribió desde allí iniciando la carta con “Mi querida Anny”, ella le respondió que nunca había sido “su querida Anny” y que, si no sabía cómo llamarla, que mejor no le escribiera. Por otro lado, Roquentin recuerda que Anny siempre quería "momentos perfectos” (p.52) y que él, de una forma u otra, siempre los echaba a perder. Roquentin tiene dificultades para recordar a Anny, sobre todo su sonrisa, y eso hace que él permanezca vacío y seco.

Roquentin también hace referencia a que mientras él y Anny se amaron, no dejaron que ni el más ínfimo de sus instantes se desprendiera de ellos, y que esa carga fue la razón de que acabaran separándose. Cuando Anny lo dejó, esos tres años se derrumbaron en el pasado. Esto ni siquiera le provocó dolor a Roquentin, aunque sí una fuerte sensación de vacío. Habla de su pasado como de un enorme agujero.

Al mismo tiempo, hay un hombre en el café que no deja de mirar a Roquentin mientras espera que la criada le lleve su pedido. Una vez que ella le sirve y se retira, el hombre tira la cabeza hacia atrás y dice: “Pobre mujer” (p.53). La criada vuelve sobre sus pasos y le pregunta al hombre por qué la considera una pobre mujer. El hombre se justifica diciendo que habló por hablar y, cuando la criada vuelve detrás del mostrador, se ríe de que ella se haya ofendido, dirigiéndose vagamente a Roquentin. Este, por su parte, reflexiona que el hecho de ser un hombre solo, apenas con un cuerpo, no le permite detener y apropiarse de los recuerdos, ya que no tiene dónde conservarlos.

Luego de un rato, entra en el café otro habitué del lugar, el doctor Rogé. La criada le saca el abrigo y le pregunta qué quiere tomar. Roquentin siente que la presencia de este hombre los ha liberado a todos de algo horrible que estaba a punto de atraparlos. El doctor, por su parte, hace un chiste en relación con un vecino de mesa llamándolo “vieja porquería”, pero cuando quiere hacer cómplice a Roquentin, no recibe respuesta de él.

Roquentin siente cierto rechazo por este doctor Rogé, ya que se vanagloria de su experiencia. Incluso este hombre que ofendió a la mujer, el señor M. Achille, que parecía ser del bando de Roquentin, cree en esa experiencia del doctor y, por lo tanto, no tiene nada que ver con Antoine. Al mismo tiempo, Roquentin entiende que, cuando queremos comprender una cosa, nos situamos frente a ella y todo el pasado del mundo podría servirnos; sin embargo, luego la cosa desaparecerá y lo que hemos comprendido con ella, también.

Luego de analizar el rostro del doctor Rogé, Roquentin concluye en que el hombre morirá pronto y que, probablemente, él ya lo sepa, ya que “(…) cada día se asemeja más al cadáver que será” (p.58). Antoine también afirma que el doctor Rogé, para poder soportar su visión en los espejos, trata de creer que las lecciones de la experiencia se han grabado en él. El doctor, luego de observar un poco a Roquentin, se queda dormido, y Antoine finalmente se va. Deambula por la ciudad, vacío y tranquilo, bajo un cielo que define como “desperdiciado”.

Miércoles

Roquentin escribe solo la frase “No hay que tener miedo”.

Jueves

Roquentin escribe que M. de Rollebon representa la única justificación de su existencia y también recuerda que, en ocho días, verá a Anny.

Viernes

Roquentin está en un café, desayunando. Afuera hay una niebla intensa que hace que la penumbra invada el lugar. Entra una vieja y le dice al camarero que quiere ver al señor Fasquelle; la mandó Mme. Florent, la cajera del café, a decirle a su jefe que no podrá venir hoy a trabajar. El camarero dice que no le sorprende, ya que la niebla hace que la gente se sienta mal. Ni el propio señor Fasquelle ha bajado todavía, a pesar de que siempre lo hace puntualmente a las ocho de la mañana. La vieja dice que podría ser que estuviera muerto, y el mozo se muestra visiblemente ofendido.

La vieja se retira y Roquentin comienza a especular con la muerte del señor Fasquelle. Le dice al mozo que debería subir a ver cómo está, a lo que este responde que no es tan tarde como para preocuparse, aunque al final acepta subir si para las diez y media si el señor no ha bajado todavía.

Roquentin continúa con su paseo, convencido de que el señor Fasquelle está muerto. Decide ir a la biblioteca a trabajar, aunque sabe que no va a poder escribir ni una línea, y siente que es “otro día perdido” (p.61). Al entrar en la sala de lectura ve al Autodidacto, que está saliendo. Este le agradece por las fotos que le mostró el otro día, ya que le han hecho pasar horas inolvidables. El Autodidacto tiene cara de cansado y le tiemblan las manos. Roquentin se lo hace notar y el Autodidacto dice que le sucede algo terrible, pero que no quiere contárselo en ese momento, y lo invita a almorzar el miércoles. Roquentin acepta.

Roquentin intenta trabajar, pero no puede dejar de pensar en el señor Fasquelle. De pronto, se da cuenta de que ha quedado solo en la biblioteca y comienza a experimentar una sensación de inconsistencia de las cosas, como si todo lo que está a su alrededor tuviese dificultades para existir. Al poco tiempo se da cuenta de que este malestar que siente está íntimamente ligado al asunto del café Mably y el señor Fasquelle.

Roquentin vuelve al café. En principio, no ve a nadie, ni al camarero ni al señor Fasquelle; ni siquiera clientes. Ahora Roquentin especula con que el señor Fasquelle seguro tiene gripe y mandó al mozo a realizar unas diligencias. Sale del café y deambula sin una dirección. El pánico se apodera de él. Solo encuentra un poco de tranquilidad observando los objetos que lo rodean. Decide volver a la biblioteca a leer una novela. Ve en el jardín público a un hombre con una esclavina, que vio antes, cuando iba por primera vez a la biblioteca. Este hombre tiene la nariz tan roja como las orejas y una expresión medio risueña, “con aire estúpido y dulzón” (p.65). Cerca de él hay una chiquilla que, de pronto, se larga a correr, escapando. El hombre de la esclavina se da cuenta de la presencia de Roquentin y decide no ir tras la niña. Roquentin, por su parte, va hacia él y le dice que una gran amenaza pesa sobre la ciudad.

Luego de varias horas en la biblioteca, Roquentin piensa en qué hará después. El corso anuncia que están por cerrar y apaga las luces de las mesas de lectura. Afuera hay una lluvia dulce y tranquila.

Sábado a la mañana

Roquentin va al café Mably a desayunar. Mme. Florent le confirma que el señor Fasquelle tiene una fuerte gripe. Por otro lado, Roquentin está contento de ver a Anny. Especula respecto de cómo ella lo recibirá. Se pregunta si estarán incómodos cuando se vean, pero luego concluye que Anny ignora la incomodidad.

A la tarde

Roquentin va a dar una vuelta por el museo, atraído por la posibilidad de descifrar si Bordurin, pintor premiado, cometió un error o no en el retrato del diputado Olivier Blévigne. Roquentin se queda observando una tela grande, desconocida para él, firmada por un tal Séverand. “La muerte del célibe”, se llama. La imagen del célibe muerto le hace pensar en el señor Fasquelle; al menos él tiene a su hija, que lo está cuidando. Roquentin luego entra al salón donde se encuentran los retratos de toda la “elite bouvillesa”, pintados por Renaudas y Bordurin. Comienza a mirar los retratos mientras el guardia ronca dulcemente. Se detiene frente al retrato del comerciante Pacome. Sus ojos dicen que todo lo que Roquentin pueda pensar de él, no lo alcanza, y este juicio pone en duda hasta la propia existencia de Roquentin. Luego de un breve análisis sobre la historia del comerciante Pancome, Antoine Roquentin reflexiona sobre el pasado honorable de este hombre y concluye que la experiencia no es solo una defensa contra la muerte, sino también el derecho de los ancianos.

Más adelante, Roquentin se encuentra con el retrato de Rémy Parrottin, un profesor de la carrera de Medicina, que utilizaba parte de su fortuna para ayudar a los estudiantes pobres. El retrato de Parrotin le sonríe a Antoine. Él le devuelve la sonrisa y sigue.

El retrato siguiente es el de Jean Parrotin, hermano de Rémy; hombre entregado al derecho. Roquentin se va unos pasos para atrás y ahora contempla todos los retratos. En vano busca alguna relación entre esos rostros y los árboles o los animales. “Sus caras, aun las más flojas, eran netas como porcelana” (p.73). Estos retratos han avasallado toda la Naturaleza y solo han dejado los Derechos del Hombre en la imagen.

Entra una pareja mayor al salón. Se detienen frente a Rémy Parrotin y ella comenta que el retrato está muy bien y que el hombre tiene una expresión inteligente. El marido, por su parte, hace referencia a que están en el salón de todos aquellos que han construido Bouville. Luego pasan al retrato de Olivier Blévigne. La señora comenta que parece que estuviera por hablar, a lo que el marido responde que Blévigne era comerciante de algodón y que luego se dedicó a la política.

Lo que confunde a Roquentin respecto del retrato de Blévigne es que a veces parece muy alto y otras, muy bajo. Lo cierto es que Olivier Blévigne medía un metro cincuenta y tres, y muchas personas se burlaban de su baja estatura y su “voz de rana” (p.76). Entonces, si no podía verse la baja estatura de Blévigne en el retrato era porque Bordurin se había percatado de rodearlo de objetos que no dieran cuenta de ello.

Al lado del retrato de Olivier está el de su hijo, Octave Blévigne, que murió en la escuela Politécnica a muy temprana edad. La señora comenta que la madre del chico debe haber sufrido mucho. Roquentin termina de dar la vuelta del salón y se va del museo.

Lunes

Roquentin dice que ya no escribe su libro sobre Rollebon y que, en consecuencia, ya no sabe qué hacer de su vida. Todo esto surge de una duda que le viene cuando está revisando una carta de Rollebon a su sobrino en la que habla de su testamento. Para Antoine, Rollebon no estaba siendo sincero con su sobrino, ya que quería utilizarlo como testigo de descargo ante Pablo I si el golpe fallaba.

Lo que se pregunta Roquentin en este punto es cómo puede salvar el pasado de otra persona, el de Rollebon en este caso, si no ha tenido fuerzas siquiera para retener el suyo. Además, las palabras apenas quedan escritas en el papel, se secan y ya no queda nada de su efímero esplendor.

La verdadera naturaleza del presente es que es todo lo que existe, es decir, todo lo que no es presente, no existe. En ese sentido, Rollebon acaba de morir por segunda vez. Al afirmar que el pasado no existe, Ronquentin condenó a Rollebon a retornar a su nada. Antoine intenta traerlo de vuelta, recordar la imagen que tenía de él. Hace una proyección de su rostro en función de sus rasgos particulares, pero entiende que es solo una imagen en él, apenas una ficción.

Se hacen las cuatro y Roquentin ya lleva una hora en su silla, con los brazos colgando. Recuerda una vez más las líneas de la carta en las que se dice que Rollebon ha escrito un testamento. Roquentin asume que, en realidad, este M. de Rollebon es su socio, ya que él necesitaba a Antoine para ser, y este necesita al Marqués para no sentir su ser.

Luego, Roquentin dice “Existo” y hace referencia a esa existencia como algo dulce, lento, suave. Observa su mano y ve que vive, que es él. “Yo soy esos dos animales que se agitan en el extremo de mis brazos” (p.81), dice Antoine. Lleva la mano a diferentes partes y entiende que no importa dónde la meta, esa mano seguirá existiendo. Roquentin es consciente de que no puede suprimirla.

Antoine Roquentin desearía dejar de pensar ya que, según él, los pensamientos son lo más insulso que hay. Luego se da cuenta de que él es su pensamiento y que por esa razón no puede detenerse. Existe porque le horroriza existir; el odio, el asco de la propia existencia es, según Antoine, otra manera de hundirse, justamente, en la existencia.

Roquentin se corta la palma de la mano con su cortaplumas. La sangre mancha un poco la hoja del anotador; la herida luego se coagula y se acaba.

A las cinco y media, Roquentin sale; compra un diario cualquiera. Fue hallado el cuerpo de una niña que fue violada; el violador ha huido. El cuerpo violado y estrangulado de la niña todavía existe; ella ya no existe. A Roquentin lo atrapa por detrás un “dulce deseo sangriento de violación”. Le duele la mano cortada y eso hace que exista. Antoine Roquentin inicia una frenética y, por momentos, absurda progresión de conclusiones sobre la existencia. “(…) la existencia”, dice, ”toma mis pensamientos por detrás y dulcemente los abre por detrás” (p.84). Luego hace referencia a la voz de una cantante. El disco existe; el aire golpeado por su voz existe; la voz de la mujer existió. Roquentin dice que todo está lleno de existencia, densa, pesada y dulce existencia.

Martes

Roquentin escribe: “Nada. He existido” (p.85).

Análisis

Roquentin dice que el hombre es esencialmente un narrador de historias y trata de vivir su vida como si la estuviese contando. Aquí aparece una vez más la escritura como una de las pocas cosas que tienen la capacidad de insinuar un vestigio de sentido. Por otro lado, el hombre debe elegir entre vivir o contar; el problema es que, cuando vive, no le sucede nada. Esa acumulación de días sin sentido, monótona e interminable es la consecuencia del absurdo de la existencia, es decir, de la falta de un propósito claro en la vida con el cual llenar el tiempo. Pero contar la vida, alterar el orden de los hechos para darle un sentido a la historia personal, esa intención de relato es lo que ambiciona Antoine ya que, como él mismo decía antes, narrar está en la naturaleza del hombre.

En su paseo dominical, Roquentin hace un análisis minucioso del contexto social de Bouville. En su relato accedemos a la dinámica normal, obvia y, por lo tanto, tediosa, de cada domingo. Antoine observa todo desde afuera, como si no fuera parte de esa sociedad. Roquentin es un hombre solo; su soledad está relacionada con el hecho de no contar casi nunca con compañía, pero también con la sensación de que nada tiene sentido y que fue arrojado al mundo desamparado y sin un propósito definido. Al mismo tiempo, eso no le impide realizar un análisis sociológico de Bouville a partir de su paseo de domingo: "(...) me basta situarme entre mis semejantes y veré cómo cambian sombrerazos los señores" (p.34), dice, y con esta observación busca poner en relieve el carácter individualista de los hombres de la ciudad, que solo buscan consolidar su estatus en esa pasarela en la que se convierte la calle Tournebride cada domingo, sacándose por un instante sus sombreros a modo de saludo.

En ese sentido, el hombre contemporáneo sobre el que La náusea reflexiona constantemente es un sujeto individualista, superficial, víctima de los grandes hechos que se produjeron en la primera mitad del siglo XX (Segunda Revolución Industrial, las dos grandes guerras, la consolidación del capitalismo como sistema económico predominante). El problema de este hombre contemporáneo, para Antoine, es que vive conforme a la inercia del sistema y no toma sus propias decisiones. lo que, en términos existencialistas, equivale a decir que el hombre contemporáneo no es libre; busca un sentido a su existencia donde no lo hay, y deja que las reglas externas lo condicionen.

Por otro lado, ese sentimiento de aventura que tiene Roquentin cuando el muchachito se maravilla ante la luz del faro Caillebotte refleja, de alguna manera, el nivel de relevancia que tiene lo cotidiano para él. Dicho de otra forma: la aventura está en lo cotidiano, ya que es allí donde se reflejan las decisiones de las personas. Estas decisiones, a su vez, son el reflejo de la libertad del hombre. No obstante, al final, ese sentimiento de aventura desaparece y es como si solo viniera a Antoine a recordarle cómo ha frustrado su vida. Esa pena amarga que le queda a Roquentin luego de que el sentimiento de aventura se ha desvanecido tiene que ver con la angustia natural, siempre latente, que subyace a lo absurdo de la existencia.

Luego, la novela retoma el tema del tiempo: Roquentin hace referencia a que solo tenemos conciencia de su transcurso y nada más. Tampoco allí hay un sentido que podamos extraer respecto de nuestra existencia como para sentirnos más tranquilos. Esa conciencia de que cada instante conduce al siguiente también da cuenta de una característica fundamental del tiempo: su irreversibilidad. El sentimiento de aventura, según Antoine, radica en esa irreversibilidad del tiempo. En síntesis: cada vez que tomamos conciencia de que el tiempo –al igual que nuestras vidas– transcurre sin detenerse en ningún momento, experimentamos un vértigo, un sentimiento de aventura, una autoproclamación de existencia.

Durante el martes de carnaval, Roquentin continúa sufriendo las consecuencias del aburrimiento. De hecho, decide comer no porque tenga hambre, sino porque es mediodía y comer es una forma de pasar el rato. Ese aburrimiento que lo lleva a hacer las cosas porque es tal momento del día o, simplemente, para pasar el rato, es la consecuencia directa de no encontrar un propósito claro respecto de para qué hacer las cosas. Aquí, una vez más, el tiempo aparece como un obstáculo que hay que sortear, y casi siempre, la mejor estrategia para hacerlo es entregarse a las actividades de la cotidianidad.

Al mismo tiempo, Antoine reflexiona una vez más sobre su condición de “hombre solo” y hace referencia a que se le hace imposible apropiarse de sus recuerdos, ya que no tiene dónde conservarlos. Habla de su pasado como de un enorme agujero en el que todo se pierde y se deforma. El hecho de ser un hombre solo y, al mismo tiempo, un narrador de historias supone un problema, ya que parecería que Antoine no tiene a quién narrárselas. En este sentido, los otros serían para él el lugar en el que pueden conservarse sus recuerdos. En este punto vuelve a aparecer la idea de lo social como un espejo en donde las personas pueden ver reflejada su identidad.

En esta segunda parte también está muy presente el tema de la Historia. Antoine recorre el gran salón del museo, donde contempla diferentes retratos de personajes importantes en la historia de Bouville. En ellos encuentra una versión de sus caras “netas como porcelanas” (p.73), que contrastan con los árboles o los animales, en el sentido de que han perdido toda Naturaleza. Dicho de otra forma, la Historia, al igual que estos retratos, es una simple representación que ha perdido los atributos esenciales de la cosa que está representando. Los documentos de M. de Rollebon no alcanzan para construir su historia de una manera fidedigna. De esta forma, toda reconstrucción será parcial e imperfecta, y esto es así debido a la inestabilidad que presenta la dimensión del pasado, sobre todo teniendo en cuenta que cualquier recuerdo está contaminado por la perspectiva del presente.

M. de Rollebon en un momento se convirtió en la única razón de la existencia de Antoine Roquentin, según él mismo confiesa. Ahora que ha dejado de escribir el libro sobre el Marqués, ya no sabe qué hacer de su vida. Y es justamente esa imposibilidad de reconstruir con precisión el pasado de Rollebon lo que acaba por hacer que su deseo por este aristócrata pierda tanta fuerza. La apatía se apodera de Antoine, que se pregunta cómo es posible salvar el pasado de otra persona, si él no es ni siquiera capaz de salvar el suyo.

Antoine concluye que todo lo presente existe, y todo lo que no es presente no existe. De esta manera, Rollebon cae en la inexistencia. En ese sentido, todo recuerdo, todo intento por reconstruir el pasado, será una ficción, ya que no es presente y, por lo tanto, no existe.

Roquentin confirma su condición de existente mirándose la mano. En parte, la mano vive, es él y existe. Al mismo tiempo, Antoine entiende que no puede suprimirla; no importa dónde la meta, la mano seguirá existiendo. De esta forma, la existencia se presenta como algo que es, que está, que vive más allá de su propio deseo o voluntad. De la misma forma en que la mano existe y no puede suprimirse, Antoine Roquentin también lo hace. Todo, según él, está lleno de densa, pesada y dulce existencia. De esta forma, esa condición omnipresente de la existencia, lejos de presentarse como un factor positivo, produce en Roquentin –y, por ende, también en Sartre– una sensación asfixiante de acorralamiento frente a los seres vivos e, incluso, hacia los objetos. En cierta medida, todo tiene demasiada existencia para Antoine. Por otro lado, el hecho de tener conciencia sobre su propia existencia es la única certeza que parece tener.