Kim

Kim Resumen y Análisis Capítulo 4

Resumen

El capítulo se inicia con un epígrafe sobre la buena suerte y su impredecibilidad: ella otorga y niega según sus caprichos.

Kim quiere descansar un rato pero el lama insiste en buscar el río. El chico le dice que deben ser pacientes e incluso esperar a que el anciano les de alguna limosna. Este último, mientras, le presenta a su hijo al “Amigo de las Estrellas” y le dice que fue él quien le dio la noticia de la guerra. Al ver al lama impaciente, Kim asegura que deben seguir camino y el anciano, feliz de haber visto por una vez en su vida a un verdadero profeta, le entrega a Kim algo de dinero, en favor de las noticias comunicadas.

Apenas reanudan el viaje, un policía panjabí los detiene y en inglés les exige que paguen un peaje, pero Kim lo enfrenta y logra zafarse de la estafa. Entonces Kim le dice al lama que nunca verá otro discípulo como él, que lo ha defendido de tantas estafas. El lama responde que a veces cree estar en compañía de un espíritu benéfico, pero otras veces tiene la impresión de estar ante un diablillo.

El monje tibetano y Kim caminan en silencio durante kilómetros, el primero va hundido en su meditación mientras que el joven observa extasiado la multitud que recorre la carretera y se deja sorprender por la gran cantidad de gente y castas nuevas, desconocidas para él, que circulan por allí. El lama, en cambio, apenas presta atención y asegura que toda esa gente está atada a la rueda de las cosas.

Anochece y Kim sugiere parar para descansar, asegurando que como tienen dinero seguro encontrarán un lugar para pasar la noche. Kim se dispone a hacer un fuego, mientras se escucha a la multitud preparada para el mismo fin. Se escucha una gran cantidad de voces de hombres y, detrás de ellas, desde los carros inmóviles y cerrados, las voces y las risas de las mujeres cuyos rostros no deben verse en público. El narrador se encarga de explicar la escena: en general, los indios educados prefieren que sus familiares mujeres viajen en ferrocarril, por su rapidez, pero hay quienes conservan las viejas costumbres de viajar en carro. Además están las ancianas, que por ser viejas y ya no despertar deseo, pueden salir de su aislamiento e incluso prescindir del velo que les cubre la cara, y emprender peregrinaciones. Luego de una vida de aislamiento, pueden disfrutar de los viajes por carretera. Y si una familia está atravesando sufrimientos, suele puede dejar a sus ancianas salir de viaje, pues los dioses agradecen y retribuyen esas peregrinaciones. Por ello es común encontrarse en la India a grupos de criados encargados de alguna anciana que va más o menos oculta detrás de las cortinas de un carro. Cuando el carro se cruza con algún europeo o indio de casta elevada, aquellos criados se encargan de aislar a la persona a su cargo.

Esa noche, Kim se fija en un carro elegante custodiado por ocho hombres, dos de ellos armados con sables, señal de que acompañan a una persona distinguida. Desde el interior del carro llegan órdenes y quejas, con lo cual Kim comprende que la mujer allí está acostumbrada a mandar. Por las cualidades de sus acompañantes, el chico especula que la señora debe venir del norte e ir de visita al sur.

Kim se ilusiona con la posibilidad de sacar una buena limosna del encuentro con esa mujer. Por eso, hace un fuego bien cerca del carro, esperando que alguien de su séquito lo mande a correrse, y efectivamente lo logra. En respuesta, Kim hace ostentación de sus conocimientos y de su ascendencia europea, y también recurre al humor para burlarse del criado que lo enfrenta. Logra así ganarse una risa de la mujer, que lo escucha desde detrás del cortinado. Pronto interviene el lama, que se ha dado cuenta de las risas que provienen del carro. Un montañés, al ver al lama, susurra algo a la mujer del carro. En seguida, el mismo criado se acerca a Kim y le dice servilmente que la mujer desea hablar con aquel hombre santo una vez que haya comido. Kim responde altaneramente, diciendo que luego de comer, dormirá. Pero el criado agrega que él y los demás de su pueblo quieren encargarse de proveerle comida. Kim acepta el favor con soberbia.

Kim le anuncia al lama que estas personas les darán de comer y el lama se muestra conmovido por la generosidad de la gente en India. Uno de los uryas hace un comentario despectivo sobre el lama y Kim les dice que no es un faquir ni un mendigo, sino el más santo de todos los santos, por encima de todas las castas. Entonces la mujer, desde adentro del carro, se dirige a Kim para preguntarle quién es ese santo que lo acompaña. Kim le cuenta que es un monje que viene del Tíbet, que conoce las estrellas y predice el futuro de los recién nacidos pero no a cambio de dinero, sino por amabilidad. Asimismo, le dice que él es su discípulo y se presenta como “Amigo de las Estrellas”; agrega que, según su maestro, él ha sido enviado desde las estrellas para mostrarle el camino de su peregrinación.

Al escuchar estas palabras, la mujer responde con incredulidad, asegurando que ella no es ninguna idiota: sabe que Kim no es más que un hindú sin casta, un mendigo desvergonzado que seguro se ha unido a ese hombre santo solo para ganar dinero. En su defensa, Kim señala que todas las personas trabajan con la esperanza de conseguir ganancias, y habla de un rumor muy común, que corre en los mercados, acerca de cómo los reyes de las montañas venden a sus mujeres más agraciadas a cambio de dinero. La mujer responde con absoluta indignación y le dice que es un calumniador. El narrador agrega que si Kim hubiera hecho esa acusación ante una joven, habría sido asesinado. Kim finge terror y pide disculpas por su indiscreción. Entonces la mujer le dice amargamente que esa peregrinación por la India conduce a que una mujer como ella, viuda de un rey, deba mezclarse con la escoria de la sociedad y ser objeto de burla para los mendigos. Intentando aplacar la indignación de la mujer, Kim asegura que el hombre con el que él viaja es un santo de verdad.

Dispuesta a ganarse la buena voluntad del muchacho, para así acceder más fácilmente al lama, la mujer le entrega a Kim una limosna. Kim indaga sobre el objetivo del viaje de la mujer, plagiando las formas que aprendió de los faquires de la Puerta de Taksali, y aprende que la mujer pide por un segundo hijo varón en su familia.

En seguida, el lama despierta y llama a Kim. Comen juntos la comida que les han servido y Kim le cuenta a su maestro que ha hablado con la mujer del carro, que quiere conversar con él. El lama se sorprende de las habilidades de Kim y le dice que nunca nadie se ganó su corazón como lo hizo él; valora que Kim siempre se haya mostrado solícito y cortés con él, y también un tanto pícaro. Reanudando la conversación sobre la mujer, Kim le dice al lama que aquella va en busca de un segundo descendiente varón para su hija. El lama dice con amargura que aquello no forma parte de la senda y, sin embargo, se dirige hacia el carro.

El lama conversa con la mujer en una lengua desconocida, de uso corriente en las montañas. Como no invita a Kim a acompañarlo, este debe quedarse afuera, intentando escuchar la conversación, adivinando la silueta de ambos a contraluz. Al regresar, el lama dice que aquella es una mujer virtuosa, que le ha hecho muchas preguntas y le ha contado historias que oyó a sacerdotes servidores del diablo que fingen seguir la senda. Agrega que la mujer está deseosa de que él y Kim le acompañen hacia Bodh Gaya, y que el lama le ofrezca sus plegarias por un segundo hijo. El lama le ha dicho que la búsqueda del río es lo más importante para él, pero como sus caminos coinciden en gran parte, puede acompañarla al menos hasta Saharunpur. Kim siente enorme alegría de poder adentrarse en esa aventura, de seguir conociendo cosas nuevas y de estar, por fin, en el mundo de verdad. Asimismo, sabe que al viajar con la mujer no deberán preocuparse por la comida, pues esa anfitriona aumentará los placeres del viaje, y la conversación será interesante.

Mientras se preparan para seguir viaje, Kim se deja sorprender por la vehemencia y autoridad con que la mujer se dirige a sus criados. Así, si hasta ahora se había sentido lleno de orgullo por ser discípulo de un hombre santo, ahora Kim avanza con una arrogancia enorme como parte de una comitiva prestigiosa, en la que él ocupa un lugar privilegiado cerca de una señora con poder y recursos. El carro comienza a avanzar mientras el lama y Kim caminan a su lado. Kim avanza con soberbia, defendiendo su condición de sacerdote. De pronto, se les cruza un superintendente de la policía, un hombre inglés, que larga elogios y bromas, burlándose de la mujer que va en el carro. Ella responde con altanería y le muestra su rostro al oficial, bajándose el velo, en señal de desafío. La mujer le pregunta al policía sobre su origen, y él responde que lo amamantó una montañesa india, de Dalhousie. La mujer responde que ese tipo de personas son las que hacen falta en India: personas que conozcan tanto el país como sus costumbres y que puedan supervisar la justicia. Los otros, en cambio, recién llegados de Europa, criados por mujeres blancas y que aprenden las lenguas indias en los libros, son peores que la peste.

La mujer y el lama prosiguen el viaje conversando sobre religión. Kim, rezagado, conversa con uno de los criados y llama la atención sobre la particularidad del lama, que no acepta dinero. Le asegura también que los costos de comida que conlleva viajar con Kim y el lama serán retribuidos por la buena suerte que le dará el lama a esa caravana. Kim, aprovechando sus conocimientos de ciudad, cuenta historias de Lahore y canta canciones de moda, lo cual sorprende a los criados y da cuenta de su superioridad.

Análisis

El epígrafe que abre este capítulo es un fragmento que pertenece a un poema distinto al de los capítulos previos. Se trata otra vez de un poema de Kipling, “Los pozos de los deseos”, que versa sobre la buena y la mala suerte.

El lama y Kim siguen viaje, esta vez acompañados por el anciano, que está cautivado completamente por Kim, de quien cree que es un profeta: “Por una vez en mi vida he conocido a un verdadero profeta” (100). De hecho, el anciano le cuenta a su hijo que fue gracias a la visión de Kim que están al tanto de la guerra que se avecina. En retribución a la información útil que Kim provee, el anciano le da unas monedas. Kim logra también engañar a un policía panjabí que quiere cobrarles un peaje y logra ahorrarse el pago. De modo que aquí vemos cómo la picardía de Kim es retribuida con dinero o le sirve para ahorrarlo.

En este capítulo, Kim se siente poderoso y privilegiado. Está feliz porque su máximo deseo y disfrute es conocer cosas nuevas y el viaje le está permitiendo conocer un mundo nuevo, que desconocía, como le sucede con la gran cantidad de castas nuevas que ve circular por la ruta. Se siente dichoso de poder acompañar a la mujer y comprende que está cumpliendo un sueño:

Aquello era ver el mundo de verdad; aquella era la vida tal como él la deseaba: el bullicio y el griterío, el enganche de las correas, el aguijoneo de los bueyes y el chirrido de las ruedas; los fuegos que se encendían para cocinar los alimentos y nuevas cosas que ver cada vez que el ojo aprobador miraba en otra dirección (...). La India estaba despierta y Kim se hallaba en medio de ella, más despierto y más animado que nadie (120).

En esta cita, mediante una profusión de imágenes que caracterizan la vitalidad de la India, asistimos a la percepción extasiada de Kim ante el mundo que se le presenta.

Esa excitación que muestra Kim da cuenta de su espíritu aventurero, lo cual será fundamental en la novela: él prefiere vivir viajando, sin ataduras, conociendo mundos nuevos, antes que mantenerse quieto y cómodo en un lugar. Además, sabe cómo conseguir que ese tránsito sea lo más provechoso posible: “Kim dejó escapar una risita mientras se limpiaba los dientes—, su anfitriona aumentaría más bien los placeres del viaje” (121). Una vez más, demuestra ser habilidoso para aplicar sus costumbres y conocimientos, moviéndose de manera fluida entre sus identidades india e inglesa: “Tomaba prestadas a diestro y siniestro todas las costumbres del país que conocía y que amaba. No había que preocuparse de la comida…, no hacía falta gastar ni un cauri en los puestos abarrotados” (ibid.).

Sin embargo, la excitación de Kim pronto se convierte en arrogancia:

Si Kim había caminado lleno de orgullo el día anterior, sabiéndose discípulo de un hombre santo, hoy avanzaba con una arrogancia diez veces mayor como parte de una comitiva semirregia en la que ocupaba un puesto destacado bajo el patrocinio de una anciana señora de modales encantadores y recursos infinitos (123).

Kim siente que ha ascendido socialmente e incluso se hace pasar por alguien más prestigioso de lo que es verdaderamente: “No se apartaba para dejar paso a nadie, dada su condición de sacerdote” (123). Kim se hace pasar por un sacerdote, plagia las formas de los faquires, se comporta y se siente como uno. En este sentido, es evidente que Kim mantiene aún conductas infantiles y le queda aún mucho aprendizaje por delante.

En clara oposición a la actitud atenta y extasiada de Kim, el lama va hundido en sus meditaciones y no presta atención a la gente: “El lama no alzaba nunca los ojos” (104). De hecho, las meditaciones del lama parecen llevarlo a otro mundo, a otro plano que no es el humano; de ahí que, cuando sale de ese estado, el narrador diga que “a fuerza de agitar la cabeza consiguió volver al mundo de los mortales” (105). Mientras que Kim considera que esas tierras del sur son maravillosas, el lama está horrorizado de que todos allí están atados a la rueda: “A ninguno le ha sido mostrada la senda” (ibid.).

A pesar de su ensimismamiento, el lama parece ir reconociendo la picardía de Kim. Cuando el chico se jacta de ser un gran discípulo, que ayuda a su maestro a zafarse de los engaños y las estafas de la gente en la ruta, el lama le agradece, pero agrega: “A veces me parece que eres un espíritu benéfico, pero otras tengo la impresión de que me acompaña un diablillo” (101). Más adelante, el lama se sorprenderá también de la habilidad de Kim para acercarse a la mujer del carro, conseguir su gracia y su alimento. Es evidente que Kim hace esfuerzos, más allá de sus travesuras, por cuidar al lama: “¿Quién si no ha cuidado de ti desde que emprendemos nuestro maravilloso viaje?” (116), le dice. En retribución, por primera vez el lama le confiesa que siente cariño por él, lo cual es una rareza porque implica dejarse llevar por una pasión, que es algo mundano:

He conocido muchos hombres en mi larga vida y a no pocos discípulos, pero ninguno de ellos, si es que también eres nacido de mujer, se ha ganado nunca mi corazón como lo has hecho tú, que te has mostrado solícito, prudente y cortés, pero también un tanto pícaro (116).

Así, el lama deja en evidencia que intuye la picardía de su discípulo, aunque admite que es parte de lo que lo hace quererlo. Por su parte, Kim corresponde los sentimientos del lama y se lo hace saber.

El encuentro con la mujer del carro resulta oportuno para que el narrador vuelva a desarrollar una digresión larga, en la que explica el lugar de las mujeres en la India. Según lo que explica al lector, las mujeres de familias importantes son obligadas durante su juventud a vivir aisladas y a tapar su rostro con un velo con el fin de aligerar el deseo que puedan despertar en los hombres. De ahí que, una vez que son ancianas, y aparentemente ya no despiertan el deseo en los hombres, esas ataduras se liberan y pueden salir de su aislamiento e, incluso, librarse de su velo en ciertas ocasiones. No obstante, es evidente que la mujer no llega a estar nunca en pie de igualdad con el hombre, salvo en situaciones excepcionales. Aquí, la mujer del carro viaja escondida detrás de un cortinado. Significativamente, una forma que encuentra de desafiar a un policía que los intercepta es justamente mostrarle su rostro, sin el velo. En este sentido, el lector es partícipe de la opresión que viven las mujeres en esta sociedad y la enorme desigualdad que hay entre ellas y los hombres, que pueden circular libremente sin reparos.

Por último, la mujer del carro hace una intervención sobre la importancia del origen de las personas que imparten justicia en la India. A propósito del superintendente de policía que se le cruza, ella elogia que el hombre haya sido amamantado por una montañesa india:

Esas son las personas que deben supervisar la justicia. Conocen el país y sus costumbres. Los otros, recién llegados de Europa, amamantados por mujeres blancas, que aprenden nuestras lenguas en los libros, son peores que la peste. Perjudican hasta a los reyes (125).

En este parlamento, la mujer, nativa del norte indio, reivindica a los locales y reniega de “los recién llegados”, los europeos, a quienes se refiere despectivamente y los compara con una peste. Se evidencia así la relación conflictiva que hay entre la India y Europa, el choque cultural y la carga política que hay detrás de ese cruce.