Entre visillos

Entre visillos Imágenes

Las ferias de las gigantillas

Si bien en la obra no se menciona cuál es la ciudad en la que transcurre la acción, la crítica coincide en postular que se trata de Salamanca, la ciudad natal de la autora. La novela comienza en el mes de septiembre, durante las fiestas tradicionales en las que toman protagonismo las figuras de las gigantillas. No se menciona el nombre de la festividad, pero puede inferirse que se trata de la tradicional en honor a la Virgen de la Vega, patrona de Salamanca, que comienza el 8 de septiembre.

Candela, la criada de la casa de los Ruiz Guilarte, le aconseja a Tali que se asome al balcón, dado que "llevan un rato bailando las gigantillas aquí mismo debajo" (13). Tanto cuando Tali corre el visillo de la ventana como cuando la narración se desplaza a la calle para dar cuenta del regreso de las hermanas de Tali al recinto familiar, se pueden percibir la imagen y los movimientos de la fiesta callejera: niños que corren alegremente por las aceras mientras son perseguidos por las figuras gigantes y músicos que tocan sus instrumentos entre la algarabía popular. Se describe de esta manera:

A los gigantes se les enredaban los faldones al correr. Perseguían a los niños agarrándose la sonriente cabezota para que no se les torciese, y con la otra mano empuñaban un garrote. Las manos era lo que daba más miedo, arrugadas, pequeñitas, como de simio disecado, contra los colores violentos de la cara. El tamboril volvió a tocar mientras se alejaban. (13)

La ciudad

Pablo camina por las calles de la ciudad y rememora los tiempos de su infancia. En su mirada hay una mezcla entre el ojo turista y el del nativo: el del que reconoce calles por las que ya ha andado y el que se asombra con las novedades. Esas imágenes despiertan en él recuerdos y sensaciones:

Casi todo lo veía como cualquier turista profesional, pero de vez en cuando alguna cosa insignificante me hería los ojos de otra manera y la reconocía, se identificaba con una imagen vieja que yo guardaba en la memoria sin saberlo. Me parecía sentir entonces la mano de mi padre agarrando la mía, y me quedaba parado casi sin respiro, tan inesperada y viva era la sensación. (50)

Lo que percibe son los cambios producidos desde la guerra hasta su presente, relacionados con el desarrollismo de la década del 50: descubre que en su antiguo barrio, cerca de la Plaza de Toros, están asfaltando y abriendo nuevos negocios. Su antigua casa ya no existe, la han demolido. El camino al río sigue siendo adoquinado y curvo. Al regresar, ve la ciudad reflejada en el agua "con el sol poniente como en tarjetas postales que había visto, y en el cuadro que mi padre pintó, perdido como casi todos después de la guerra" (51).

La concentración de gente en el centro de la ciudad

En varias oportunidades los personajes emprenden caminatas hacia el centro de la ciudad o se sientan en los bares y observan el movimiento y escuchan los sonidos de la ciudad. Pablo Klein, por ejemplo, describe un mediodía al sol en la Plaza Mayor. Menciona la animación, la cantidad de gente que hay para las fiestas, el movimiento incesante y las conversaciones; todo lo que da cuenta de cierto progreso económico y de un clima festivo, ya alejado de la posguerra y más típico de lo que se conoce como "segundo franquismo", etapa que comienza a mediados de la década del 50 y que está caracterizada por la producción y multiplicación económica a gran escala.

Pablo, por ejemplo, se sienta durante largos ratos en una mesa en el centro, mira a su alrededor, siente el rozar de la gente, escucha conversaciones vecinas, observa los colores de los globos que lleva el pintoresco vendedor, disfruta la música de una banda cuando esta no es absorbida por los sonidos de los autobuses y cuando su visión no es tapada por el humo que emana de estos transportes. Así describe parte de su paisaje: "Había mucha animación. Sobre todo muchachas. Salían en bandadas de la sombra de los soportales a mezclarse con la gente que andaba pro el sol. Se canteaban por entre las mesas del café y llamaban a otras, moviendo los brazos; se detenían a formar tertulias en las bocacalles. Venía la musiquilla insistente de un hombre que soplaba por el pito de los donnicanores con su cajón colgado donde los alineaba" (51).

También Goyita, cuando vuelve de sus vacaciones y sale a caminar, tiene la sensación de encontrar las calles de su ciudad llenas de movimiento, algo inusual en años previos: "Le parecía que se había colado en la ciudad por una puerta trasera" (40). La calle está llena de guirnaldas con bombillas de colores y los paseantes dan una vuelta hasta llegar a la última manzana de de la calle, donde se acaban los arcos de luces, y emprenden el regreso casi como si fuera un ritual: "Que cuánta gente. Que más gente que ningún año, que en ningún sitio se cabía" (41-42).

El Instituto

Tras una cuesta empinada, en un barrio de casas pobres, detrás de una gran tapia y en una calle sin pavimentar se halla el Instituto de Enseñanza Media. El lugar posee una atmósfera lúgubre que se reitera en varias oportunidades. Pablo Klein, en su primer contacto con el lugar, describe su patio como un espacio grande y desprovisto de todo, similar a una cárcel, rodeado por pájaros negros que graznan desde el tejado. La fachada del Instituto es de piedra gris, no tiene letrero ni ningún tipo de adorno y solo cuenta con tres ventanales, uno encima del otro, y una puerta pequeña: "Todo estaba arrinconado en la parte de la izquierda, de tal manera que por el otro lado sobraba mucha pared. Chocaba la desproporción y torpeza de aquella fachada que parecía dibujada por la mano de un niño" (34).

La entrevista con el nuevo director es en un despacho de visitas en cuya pared cuelga un retrato de Franco; en el corredor, hay un reloj que marca una hora atrasada. Al comenzar las clases, profesores y alumnas sufren frío porque el ala del edificio destinado al Instituto no cuenta con calefacción por falta de presupuesto. La imagen de este espacio destinado a la educación de las alumnas pobres contrasta con el resto del edificio, que está a cargo de los jesuitas: "tenían una calefacción estupenda, y solamente con salir a la escalera, que era común con algunos de sus servicios, se notaba una oleada de calor" (207).