El conde de Montecristo

El conde de Montecristo Temas

La venganza

El conde de Montecristo es una historia acerca de la venganza. En particular, la que Edmundo Dantès ejecuta sobre quienes lo traicionan y consiguen que lo encierren de por vida: Caderousse, Fernando Mondego, Villefort y Danglars.

Edmundo pasa catorce años preso en el castillo de If, donde, ayudado por el abate Faria, comprende las motivaciones que empujaron a cada uno de sus enemigos a cometer la traición. Movido por la ira y la desesperación, jura que escapará de la prisión para castigar a sus enemigos. Efectivamente, tras evadirse de la cárcel, su principal motivación es la de perseguir implacablemente a sus enemigos hasta hacerlos sufrir tanto como él. La organización y ejecución de la venganza se extiende desde el capítulo XXXVIII hasta el final de la historia, y ocupa la mayor parte de la novela. El conde de Montecristo, presenta la progresión secuencial propia de la novela de aventuras y, en este sentido, el tema de la venganza es el elemento estructurante fundamental del relato.

La venganza de Edmundo se desarrolla según la ley del talión o la justicia retributiva: ojo por ojo, diente por diente. Dantès, convertido en el conde de Montecristo, aparece como un espíritu de la fatalidad capaz de descubrir todos los secretos de sus enemigos y usarlos en su contra para arruinarlos.

Sin embargo, una vez que ejecutada, la venganza tiene un sabor amargo: Edmundo comprende que, cegado por la ira, sus acciones se han escapado a su control y personas inocentes han sufrido. Esto se le hace evidente cuando descubre que el hijo de Villefort, Eduardo, ha sido envenenado por su madre. La sed de venganza ha empujado al conde hacia los excesos, por lo que al final del libro, para equilibrar la balanza y compensar las muertes causadas, Montecristo se empeña en salvar a Valentina y a Maximiliano.

La identidad

El conde de Montecristo es una historia interesada en la constitución de la identidad, así como en las máscaras o los disfraces que las personas utilizan en la vida para mostrarse como quieren que la sociedad los vea y así lograr sus objetivos.

El joven Edmundo Dantès, tras ser encerrado en el castillo de If, atraviesa una profunda crisis de la identidad y llega incluso a morir simbólicamente para convertirse en el conde de Montecristo: el pobre marinero ingenuo y jovial se convierte en un personaje misterioso, solitario y de un poder y una riqueza inigualables. El conde deja incluso su nombre en el pasado y se esconde detrás de numerosas máscaras para ejecutar su paciente venganza sobre sus enemigos. Así es el abate Busoni, un sabio sacerdote que se presenta como la voz de la conciencia, o Lord Wilmore, un prestamista inglés capaz de influir en la bolsa de valores con su enorme fortuna. Con todas estas máscaras, Edmundo se convierte en el hombre de las infinitas personalidades, engaña a sus enemigos y mantiene oculto su secreto hasta que concreta su venganza sobre cada uno de ellos.

La aristocracia francesa, por su parte, también forja su identidad en un juego de apariencias, puesto que para poder ingresar y permanecer en las altas esferas sociales no importa lo que uno es realmente, sino como uno se presenta ante sus semejantes. Esto aplica a los enemigos de Edmundo: Fernando Mondego se convierte en el conde de Morcef y oculta su pasado plebeyo; Danglars también adopta un título nobiliario al casarse con una baronesa; y Villefort, por su parte, utiliza su condición de procurador del rey para mostrarse como la encarnación de la ley y ocultar así una serie de crímenes que cometió. La venganza del conde, en gran medida, se concreta al revelar las verdaderas identidades de sus enemigos. Con todo ello, la constitución de la identidad mediante el juego de apariencias se propone como uno de los temas más interesantes de la obra.

La soledad

Desde que escapa del castillo de If y deviene conde de Montecristo, Edmundo Dantès se convierte en un sujeto marcado por la soledad.

Muchos académicos expresan que el conde es un personaje-isla: se trata de un sujeto aislado de la sociedad, desvinculado de sus pares e incapaz de realizarse como persona en la vida comunitaria. Además, el conde guarda un secreto sobre su identidad que lo aleja, indefectiblemente, de todo el mundo, incluso de sus seres queridos, como la familia Morrel, ante quienes no puede revelarse como Edmundo y, por ende, no puede construir un vínculo auténtico con ellos.

La soledad, por otra parte, se presenta como un rasgo propio del héroe romántico, quien suele presentarse como un sujeto individualista que antepone su libertad personal a cualquier tipo de atadura social. En este sentido, el conde afirma en más de una ocasión su egoísmo y se opone directamente a las instituciones sociales y los valores comunitarios, al mismo tiempo que denuncia la falsedad de los vínculos sociales.

Al final de la novela, una vez concretada su venganza, el conde no puede reintegrarse a la vida social propia del joven Dantès, sino que debe permanecer en su soledad. En la última escena, el barco de Edmundo se pierde en el horizonte, y esta cualidad de personaje-isla se refuerza una vez más con dicha imagen.

La Providencia y la Fatalidad

En el siglo XIX, la creencia en la Providencia es una forma muy popular de acercarse a la religiosidad y a la idea de que el ser humano tiene un destino prefijado. Este concepto propone la existencia de una fuerza divina que gobierna el universo e intercede sobre el mundo a favor de la humanidad. La Providencia implica, entonces, la creencia de que Dios obra constantemente para provecho de los hombres, por lo que cualquier evento que cambie positivamente la suerte de una persona puede comprenderse como una obra de dicha potencia.

La Fatalidad, por el contrario, se postula como la fuerza contraria a la Providencia: así como el destino divino puede reservar la bienaventuranza, también puede ofrecer un final desdichado y trágico. Mientras que la Providencia recompensa, la Fatalidad castiga y condena.

Cuando Edmundo se convierte en el conde de Montecristo y regresa al mundo tras su muerte y su resurrección simbólicas, cree haberse convertido en un instrumento de la Providencia, e incluso en más de una ocasión se presenta a sí mismo como la Providencia actuando sobre la tierra. Esto pone de manifiesto la naturaleza sobrehumana del conde, quien se encuentra por fuera de toda ley humana y responde tan solo a los designios divinos.

Convertido en la encarnación de la Providencia, el conde se considera con la potestad de influir positivamente en la vida de sus seres queridos: salva a toda la familia Morrel de la ruina y a Valentina de una muerte segura. Pero al mismo tiempo, se convierte también en la Fatalidad que castiga a sus enemigos: contra aquellos que lo traicionaron, Edmundo se siente con la potestad de actuar como un enviado de Dios que tiene el deber de hacerlos pagar por sus pecados.

Con todo ello, Montecristo se transforma en la mano de Dios que debe restablecer el orden desequilibrado. Con sus poderes sobrehumanos, es capaz de aniquilar a sus rivales y de salvar a sus amigos.

La justicia vs. la ley

A través de El conde de Montecristo, Alejandro Dumas explora una de las cuestiones que más lo preocupan en su época: el problema de la justicia, en tanto valor universal y divino, cuando esta queda en manos de la ley creada y administrada por los hombres.

Villefort, el procurador del rey, representa a la ley institucionalizada. Su función es la de investigar, juzgar y condenar a los criminales con el fin último de hacer justicia. Sin embargo, Villefort es uno de los personajes más corruptos de la novela; movido por su ambición desmedida, no duda en ejercer su poder de forma desmedida para obtener lo que desea. Así, condena a Edmundo a prisión perpetua, incluso cuando sabe que este es inocente. De forma análoga, perdona los crímenes de su padre, ferviente bonapartista, con tal de que su nombre no se vea mancillado por un escándalo social. Años después, Villefort se niega a llevar a la justicia la investigación sobre los asesinatos que se producen en su propia casa, con el objetivo de no manchar su nombre y poder continuar su carrera de magistrado. Con todo ello, el mensaje está claro: cuando la justicia queda en manos de la ley de los hombres, se corrompe y se utiliza con fines mezquinos. La ley que encarna Villefort no es otra cosa sino un juego de máscaras y de hipocresías que poco tiene que ver con la justicia.

El conde de Montecristo, por su parte, se presenta como una potencia por fuera de la humanidad, con la potestad de juzgar y castigar a los hombres para hacer justicia divina. A él no se aplican las leyes creadas por los seres humanos, sino que solo responde ante Dios. Para restablecer el orden, aplica la ley del talión y se encarga de devolver a sus enemigos todo el mal que causaron. Sin embargo, estas atribuciones del conde no dejan de ser ambiguas: cuando concreta su venganza, Montecristo se pregunta si no cometió un exceso, puesto que el castigo ejemplar se ha cobrado vidas inocentes, como la del pequeño Eduardo. Así, se muestra una vez más que los hombres no pueden arrogarse el lugar de Dios en nombre de la justicia.

La muerte

A lo largo de toda la novela, la muerte se presenta desde diversas perspectivas. En primer lugar, mientras Edmundo está encerrado en el castillo de If y sometido a la peor de las torturas —no saber qué ha sido de su padre y de su prometida—, la muerte se le figura como el único medio de evasión a su alcance. Edmundo entonces decide suicidarse y deja de comer con el objetivo de morir por inanición. Contrapuesta a su desesperación absoluta, la muerte se le figura como la salvación y la única forma de alcanzar la paz y la calma.

Por supuesto, Edmundo no llega a morirse de hambre, pero sí sufre una muerte simbólica: su encierro en la prisión de If destruye todo aquello que constituye su identidad, llegando a perder incluso su nombre. Cuando finalmente logra escapar, Edmundo renace y se convierte en el conde de Montecristo. Desaparecer, ser cercenado del mundo y perder para siempre el contacto con los seres queridos es otra forma de morir.

Más adelante, la muerte se presenta también como la única forma de mantener la honra y el honor. Esto puede comprobarse a través del señor Morrel, quien prefiere quitarse la vida antes que ver su nombre sumido en la vergüenza pública por no poder pagar sus deudas. Para los hombres del siglo XIX, el honor es un valor tan fundamental y constituyente de la identidad que es preferible morir antes que verlo mancillado. En este sentido, la muerte vuelve a plantearse como un escape, una evasión a los problemas mundanos.

El suicidio vuelve a manifestarse como un escape al escarnio público en la figura de Fernando. Cuando la venganza del conde cae sobre él y todas sus traiciones son reveladas, el conde de Morcef, antes que enfrentarse a la censura social y destruido por la pérdida de su esposa y su hijo, decide pegarse un tiro.

Finalmente, la muerte también se comprende, desde la sensibilidad romántica, como la única salida ante la imposibilidad de concretar el amor. Cuando pierde a su amada Valentina, Maximiliano Morrel no puede pensar en otra cosa que el suicidio, puesto que el mundo ya no presenta ningún interés para él. Ante el dolor de su amigo, Montecristo vuelve a manifestar que la muerte equivale a la paz y a la tranquilidad, y que en ella hay una dimensión reparadora de todos los males sufridos en vida. Sin embargo, también le dice que el suicidio debe ser el último recurso, y que todavía no es momento de ejecutarlo. Con ello, el conde manifiesta que es necesario aceptar la muerte y no tenerle miedo, pero también es necesario agotar las posibilidades de la vida antes que tomar una decisión tan drástica como el suicidio.

El amor

Son numerosas las formas y las perspectivas desde las que la novela aborda la cuestión del amor.

En primer lugar, cabe destacar la importancia del amor filial para gran parte de los personajes del relato. Edmundo Dantès, por ejemplo, al llegar a Marsella tras sus viajes con El Faraón, lo primero que desea hacer es visitar a su padre, por quien profesa una profunda devoción. Como expresa más adelante, su padre es la persona más importante de su vida, y por eso sufre tanto al enterarse de que ha muerto de hambre. Villefort también expresa una deferencia absoluta por su padre, al punto de encubrir la conjura para propiciar el regreso de Napoleón, en la que Noirtier participa activamente. Finalmente, la señora de Villefort ama incondicionalmente a su hijo, Eduardo, al punto de convertirse en una asesina para asegurarle el futuro al niño. Cuando sus planes se ven frustrados y su esposo le sugiere que se quite la vida, la señora Villefort se suicida junto a Eduardo, puesto que cree que no deben separar a un hijo de su madre.

Luego, la novela explora las relaciones y el amor de pareja. En la relación que Edmundo tiene con Mercedes, queda claro que la idea del amor implica la fidelidad incondicional de la pareja, y por esto le duele tanto que Mercedes se haya casado con Fernando.

Más adelante, Maximiliano y Valentina son el mejor ejemplo de la oposición entre el amor libre y elegido, y la estructura matrimonial como convención social. Los jóvenes se aman incondicionalmente, pero Valentina está obligada por su familia a casarse con el barón Franz D’Epinay. Esta imposibilidad de expresar el amor de forma libre y correspondida abre el juego a la dimensión trágica del amor propia del Romanticismo. Como corriente artística, el romanticismo se desarrolla en Francia a comienzos del siglo XIX y propone, entre sus rasgos más destacados, la exaltación del individuo, la liberación del espíritu de toda atadura, la ponderación de la sensibilidad por sobre la razón y la exaltación del amor como un sentimiento trágico, estrechamente vinculado al sufrimiento.

En este sentido, Valentina se presenta como la heroína romántica por excelencia, quien muere trágicamente antes de poder concretar su amor por Maximiliano. Sin embargo, la muerte de Valentina es tan solo simbólica, puesto que el conde de Montecristo logra interceder por ella y la salva del envenenamiento. Al final de la novela, el amor de pareja que no se pudo concretar entre Edmundo y Mercedes logra al menos expresarse entre Maximiliano y Valentina.