Las bacantes

Las bacantes Temas

La otredad

La otredad es un tema central de Las bacantes, y Eurípides lo incorpora desde el inicio de la obra con las configuraciones que este concepto tenía para los griegos de su época; es decir, como algo vinculado a lo exótico, lo oriental, lo misterioso, lo salvaje y lo irracional.

En la obra, la idea de la otredad se encarna en Dioniso, un dios que, aunque nació en Tebas, en muchos sentidos no es estrictamente griego, ya que fue criado en Oriente, y está pleno de características que resultan ajenas a la civilización griega, como la naturaleza salvaje, el éxtasis, lo animal. Así Dioniso configura un símbolo de lo desconocido, lo ajeno, lo misterioso: lo Otro.

La presencia de esta otredad vinculada al mundo no griego se presenta en la obra, desde el inicio, en términos también espaciales. La configuración del espacio muestra al palacio y, en uno de sus laterales, un camino que conduce a la ciudad, símbolo de la civilización griega. Al otro lado, el camino conduce al desierto, territorio de las bacantes y, más allá, el Oriente, lo desconocido. Estos dos caminos enfrentan la civilización helénica (griega antigua) al mundo desconocido, asociado a Oriente, que en este contexto configura la idea de lo Otro. La otredad también se materializa en esta obra en el coro, compuesto por un grupo de mujeres extranjeras, devotas de este dios. Estos elementos eran exóticos y extraños para el público griego de la época, y construyen entonces una atmósfera donde prima lo desconocido.

En términos temáticos, podría decirse que la idea de otredad funciona en la obra en términos conflictivos, es el motor del antagonismo entre los personajes principales. Por el arco trágico que traza Penteo, lo que la pieza parece plantear es que negar la entidad de la otredad solo lleva a la propia perdición, y el camino de la sabiduría implica reconocer una unidad o mismidad entre lo que a priori se presenta distinto. Negar lo otro acaba siendo privarse de reconocer fuerzas o rasgos hasta entonces desconocidos en uno mismo, por lo que negar la otredad es en verdad negarse a uno mismo.

El orden vs. el caos

El orden y el caos —o, respectivamente, el mundo civilizado y el mundo salvaje— configuran una oposición temática importante de la obra. Penteo rechaza el caos que instala el culto dionisíaco en Tebas, y habla de la necesidad de restablecer el orden. Según él, todo lo relativo a Dioniso debe desarraigarse en tanto subvierte las normas establecidas hasta el momento. Pero aunque el joven rey denuncia los ritos dionisíacos por irracionales —esto es: caóticos—, se observa muy rápidamente que él está lejos de ser racional. En sus actos se percibe que su motor es tan pasional como aquello que condena. En efecto, su accionar contra Dioniso no hace sino desatar un caos atroz que acaba con él y con su estirpe en el palacio.

La 'sophia' y la 'amathia'

En la obra tiene un lugar importante el tema de la sabiduría (’sophia’ en griego) y también su opuesto, la ‘amathia’. A lo largo de la pieza se ofrecen variadas apreciaciones en torno a la sabiduría, la sensatez, el conocimiento. Personajes más avanzados en edad la vinculan a la prudencia: Cadmo y Tiresias, por ejemplo, enfatizan en la necesidad de actuar con prudencia cuando advierten a Penteo sobre los riesgos de blasfemar a una divinidad. Por otra parte, Penteo se posiciona en defensa de una idea de racionalidad, sometiendo a Dioniso a un cuestionamiento. Dioniso, sin embargo, evade la voluntad del joven rey y evidencia que su noción de sabiduría se vincula más a las experiencias propias de su divinidad particular: cierta entrega al misterio, a lo desconocido, a las vivencias del éxtasis y a la devoción.

Además de esto, la crítica ha señalado en Penteo la encarnación de la amathia, en tanto se entiende a este concepto como el fracaso de un hombre para reconocer su propia naturaleza. Penteo rechaza todo lo relacionado con Dioniso sin observar que parte de eso que considera una otredad, le es en realidad también propio. El joven rey acusa de irracional, violenta y salvaje a la nueva religión, sin ver que esos atributos le pertenecen también a él. Así, negando que lo dionisíaco es parte del mundo, de la verdad y, por ende, también de su propia naturaleza, no actúa sabiamente y se condena a sí mismo.

Las fuerzas de la naturaleza

El protagonista de la obra, Dioniso, es un dios vinculado a las fuerzas de la naturaleza, y este concepto tiene una presencia temática muy importante en la obra. Dioniso, así como las fuerzas a las cuales representa, funciona en su carácter dual, ambivalente. Esto se puede ver en el comportamiento de las ménades (tebanas poseídas por el culto dionisíaco). Son mujeres que, en ese estado de comunión con la divinidad, se han reunido con las fuerzas primarias de la naturaleza (dejando la civilización humana de la ciudad). Y estas exhiben cómo la naturaleza es tan capaz de benevolencia como de destrucción. En el estado de naturaleza las ménades amamantan lobos, disfrutan con las fieras, viven en la libertad y la abundancia (manantiales de vino y leche brotan milagrosamente de la tierra cuando ellas lo desean), pero cuando las mujeres son atacadas o amenazadas por un adversario se revela otra cara de la naturaleza, una brutal y destructiva, tal como lo evidencia el asesinato de Penteo. La cara destructora de la naturaleza se ve también al final de la obra en la venganza de Dioniso para con Penteo y su estirpe: el dios ofrece a quienes lo blasfemaron un castigo que a los hombres les parece excesivo; sin embargo, el dios, como la naturaleza que él representa, no se conmueve ante el sufrimiento humano.

Los roles de género y el orden social

Eurípides trabaja en su obra una relación entre género y orden social. En los planteos enfurecidos de Penteo acerca de la revolución que sufre el pueblo de Tebas a raíz de la presencia de Dioniso, cobra reiterada importancia el tema de que esa rebelión tenga como protagonistas a las mujeres. El joven rey parece indignado, más que nada, por el hecho de que su población femenina se esté revelando al poder: el lugar de las mujeres era el de la pasividad, el hogar, el orden, y ahora estas gozan de libertades y éxtasis inmersas en la naturaleza. En la Antigua Grecia, las mujeres no eran consideradas ciudadanas a la manera en que lo eran los varones, y la libertad de las que estas gozaban era muy limitada. Lo que Eurípides trabaja entonces en la obra es esta relación entre género y orden social, según el cual el “correcto” funcionamiento de las normas sociales implica la sumisión de la mujer, una castración de sus libertades. Así, la rebelión de las mujeres amenaza la estabilidad misma de la civilización. Eurípides vincula la civilización (y sus construcciones culturales, jerarquías sociales y sentido del orden) a la opresión masculina. De este modo, la rebelión de las mujeres se establece así en un alejamiento de las opresiones civilizatorias y masculinas, e implica un acercamiento a las fuerzas de la naturaleza y a la comunión femenina.

Puede verse la relación entre género y orden social, también, en la escena en que Penteo se viste de mujer. El declive del poder del joven rey se define en el momento en que se somete al consejo y la instrucción de Dioniso y se traviste. La pérdida del poder se asocia entonces a la pérdida de la identidad masculina: “¿Quieres que yo, un hombre, use un vestido de mujer?” (l. 822) llega a cuestionar Penteo, presintiendo que al vestir como mujer perderá sus privilegios de género.

La piedad

Hacia el final de la obra cobra importancia el tema de la piedad o la compasión: son los sentimientos que atraviesan a todos los que presencian la caída de Ágave. Según la crítica que ha tratado esta temática en la obra, la compasión se entrelaza significativamente con la sabiduría humana. Tiene que ver con el poder moldear la propia razón, modificarse al ver el sufrimiento ajeno. Tanto Cadmo como las bacantes y el mensajero se compadecen ante el episodio de la madre de Penteo. El único que no lo hace es Dioniso. El carácter no piadoso y por ende bastante inhumano de Dioniso se ve acompañado en este final por el hecho de que ha abandonado su forma antropomórfica para aparecer como un dios. Dioniso exhibe todo su poder en este final y es intransigente ante el dolor ajeno. La pieza acaba mostrando a un conjunto de humanos destruidos (si no muertos, como Penteo), víctimas de la ira de un dios. Eurípides escenifica la rudeza de la acción divina, el modo casi irritable en que Dioniso se interesa únicamente por sus objetivos (vengarse de quienes lo blasfemaron), sin importarle el causar dolor. Como contracara, la templanza, la aceptación y la humildad que se observa en escena se encarna únicamente en los personajes humanos.

La venganza

El tema de la venganza atraviesa la obra a la vez que motoriza las acciones principales. Dioniso se establece en Tebas justamente para vengarse de las hermanas de su madre que negaron que él fuera hijo de Zeus, y su presencia en la ciudad de su nacimiento tiene como motivo el demostrar su divinidad. Pero la gravedad de la venganza va cobrando más fuerza con el transcurso de la pieza en tanto se incrementan las acciones que Dioniso ve como ofensas: Penteo lo blasfema y procura acabar con su culto. La venganza del dios se vuelve entonces terrible, sangrienta, salvaje. La crítica señala un gesto, en torno a esto, en Eurípides: el poeta estaría exponiendo la ira de un dios cuya expresión es quizás desmedida para con sus motivos. Así al menos lo señalarán alguno de los personajes, como Cadmo, que, sin cuestionar que Dioniso tenga motivos para vengarse, mencionan que quizás el castigo ha sido excesivo. La obra abre un debate, de esta manera, en torno al concepto de la venganza, así como de la justicia de los actos que se cometen motorizados por esta.