El nombre de la rosa

El nombre de la rosa Resumen y Análisis Quinto día

Resumen

A la mañana siguiente, Adso ve a Bernardo hablando con Malaquías, quien se muestra nervioso, como si no quisiera que lo vieran hablando con el inquisidor. Adso logra ver que Bernardo lleva en las manos unos folios que debe haberle dado el bibliotecario. Luego Adso sigue a Bernardo hacia la sala capitular, en la cual se entra por una puerta tallada con esculturas que representan la propagación del cristianismo por el mundo, y el muchacho piensa que esto es un buen augurio para la reunión que tendrá lugar pronto. A diferencia de las aterradoras imágenes de la puerta de la iglesia, que parecían predecir algún horror, estas sugieren que las palabras del Evangelio propagan la paz a todos los pueblos. Piensa para sí que es una fragilidad estar apenado por una muchacha cuando se está produciendo un acontecimiento tan importante en la historia del cristianismo.

Adso llega entonces a donde están reunidos los miembros de ambas legaciones. En la disputa, los enviados del Papa y los partidarios del Emperador discuten sobre si Cristo fue pobre y si la Iglesia debe seguir su ejemplo renunciando a la propiedad y a la actividad política, volviendo a un estado de pobreza. Abbone se propone resumir los últimos acontecimientos, explicando que en 1322 Michele da Cesena proclamó que Cristo y sus apóstoles nunca habían tenido propiedades, con lo cual la renuncia a todo bien era meritoria y santa. El propio Papa Juan, en 1317, afirmó que esas declaraciones eran lúcidas y consistentes, y luego estas habían quedado selladas en el capítulo de Perusa. Sin embargo, al año siguiente el Papa emitió una decretal que contrariaba la tesis de Perusa. Entonces interviene el cardenal Bertrando para aclarar que el pontífice se había irritado cuando el emperador Ludovico se opuso a él y lo acusó de hereje, al proclamarse a favor de aquella tesis de los franciscanos. Aclara también que entonces el Papa convocó a Aviñón a Michele para que respondiera por lo que había dicho, pero este alegó estar enfermo. Por eso, esta es una buena oportunidad para aclarar los desencuentros.

En seguida, Abbone le pide a Michele que exponga las tesis que se proponía defender en Aviñón. Entonces Michele le pide a Ubertino que resuma la posición de los franciscanos sobre la pobreza apostólica. Ubertino argumenta que Cristo nunca tuvo más propiedades que las necesarias para la vida, como ropa y comida, y mantenía esencialmente su absoluta pobreza. Uno de los enviados del Papa, por el contrario, afirma que Cristo era el dueño de todos los bienes terrenales y su propiedad legítima simplemente le fue arrebatada por los judíos. Interviene Girolamo de Caffa y, lleno de ira, señala que los orientales y los griegos creen en la pobreza de Cristo y son herejes, con lo cual negar la pobreza de Cristo hace que la asamblea actual sea más herética que los herejes. Pronto la conversación sube de tono y Girolamo casi se enfrenta físicamente al obispo de Alborea, lo cual lleva a franciscanos y dominicos a insultarse. Mientras, Guillermo le explica a Adso lo que está en juego: la pobreza de la que se habla no refiere tanto a la posesión o no de un palacio, por ejemplo, sino a la conservación de o la renuncia al derecho de legislar sobre asuntos terrenales. Entonces Adso comprende por qué el Emperador está tan interesado en lo que dicen los franciscanos sobre la pobreza.

La disputa desemboca en insultos personales y peleas físicas, y los arqueros de Bernardo tienen que intervenir para separar a las partes enfrentadas. Mientras tanto, Severino entra en la sala capitular y pide hablar con Guillermo en privado. Al parecer, Berengario estuvo en la enfermería antes de morir en el baño, y lo sabe porque encontró en su laboratorio un libro extraño, mezclado con otros libros. Guillermo, entusiasmado, le pide que le dé el libro, pero Severino le dice que eso es imposible y debe ir él en cambio a verlo al hospital. Guillermo le ordena a Severino que vuelva al laboratorio y se encierre en él, asegurándose de que el libro se mantenga a salvo. Jorge, Remigio y Aymaro parecen haber escuchado —y con horror— la conversación entre los dos hombres, y salen junto a Severino. Por orden de Guillermo, Adso los sigue: pierde de vista a Aymaro, pero ve que Jorge se va hacia el Edificio y Remigio, al ver que Adso lo sigue, se vuelve a las cocinas. Adso encuentra la puerta del hospital cerrada e intuye que Severino parece haber vuelto sano y salvo, de modo que el muchacho regresa a la sala capitular. En el camino, se cruza con Bencio, que con malicia le dice que daría lo que sea por saber cuál es el libro que Berengario encontró y dejó en lo de Severino. Adso le dice que quiere saber cosas sin tener derecho a saberlas, y antes de que se vaya Bencio le responde que él es un estudioso con derecho a saber, y vino a la abadía para conocer la biblioteca, pero que esta permanece cerrada “como si estuviera llena de cosas malas” (362).

De regreso en la discusión, se le pide a Guillermo que hable en nombre de los franciscanos. Hace una propuesta radical respecto de que la Iglesia debe retirarse de la vida política y dejar el gobierno a una asamblea elegida por el pueblo, que debería estar facultada para hacer e interpretar las leyes. También argumenta que si Cristo no quiso que sus apóstoles tuvieran ningún poder mundano, se deduce que los sucesores de los apóstoles —el Papa, los obispos, los curas— deberían estar exentos también de esas responsabilidades políticas. En esa dirección, el Papa no tendría derecho entonces a determinar quién debe ser Emperador, ya que "el siervo de los siervos de Dios no está en la tierra para ser servido, sino para servir" (366). Y con respecto a la pobreza, dice Guillermo, aunque no se puede demostrar definitivamente que Cristo fuera pobre, no hay pruebas tampoco de que buscara nunca el poder de gobernar, por lo que el Papa debería retirarse de la política. El público parece escandalizado por estas proposiciones. Bernardo sugiere con malicia que Guillermo acuda a Aviñón para exponer estos argumentos al Papa en persona, pero Guillermo se declara enfermo.

Tras el debate, Guillermo y Adso van a ver cómo está Severino. Cuando llegan al hospital, es demasiado tarde: encuentran a Severino asesinado. El cadáver lleva guantes de cuero y el cráneo golpeado; el asesino lo ha matado golpeándolo con una esfera armilar. Además, los estantes están muy desordenados, como si alguien hubiera estado buscando algo en su laboratorio. Bernardo llegó primero con sus arqueros y detuvo a Remigio, quien fue encontrado revolviendo las estanterías frenéticamente. Pero el cillerero grita que es inocente y que llegó allí cuando Severino ya estaba muerto. Mientras se lo llevan a rastras, Remigio le grita a Malaquías que, si jura, él también lo hará, y el bibliotecario responde que no hará nada que lo perjudique. Bencio entonces les susurra a Guillermo y a Adso que vio a Malaquías escondido en la enfermería antes de que llegara Remigio.

Al quedarse solos en el hospital, Guillermo, Adso y Bencio buscan el extraño libro que había mencionado Severino. Guillermo cree que están buscando un libro griego, ya que todos los que han muerto hasta ahora sabían griego, por lo que rápidamente descartan un manuscrito árabe. Observando la esfera armilar con la que Severino fue asesinado, Guillermo llega a la conclusión de que los asesinatos siguen un patrón basado en los dictámenes del Libro del Apocalipsis: primero el granizo (Adelmo cayó de la torre del Edificio), luego la sangre (Venancio murió envenenado), el agua (Berengario murió ahogado), y ahora las estrellas (Severino fue asesinado con una maqueta de los cielos). Intentan presagiar lo que vendrá, a partir de lo que dictamina la quinta trompeta, pero no logran llegar a ninguna conclusión.

Al salir de la enfermería, Guillermo y Adso repasan lo que Severino les contó sobre el extraño libro y se dan cuenta de su error: el libro "extraño" era el manuscrito árabe que descartaron, el cual debe contener en su interior varios volúmenes, uno de ellos en griego. Vuelven corriendo a la enfermería, pero ya es demasiado tarde. El libro ha sido robado de nuevo.

Bernardo lleva a Remigio a juicio, acusándolo de asesinato y de haber conocido a fray Dulcino. Salvatore es llevado al tribunal luego de haber sido evidentemente torturado. Ante el interrogatorio de Bernardo, Salvatore se muestra derrotado, incapaz ya de mentir. Le dice que conoció a Remigio entre los herejes y que el propio fray Dulcino le confió a Remigio algunas cartas que este le entregó a Malaquías para que las guardara. Bernardo llama entonces a Malaquías para interrogarlo. Malaquías admite que guardó las cartas para Remigio, pero asegura que no sabía que se trataba de papeles heréticos. Remigio reconoce lo de las cartas, pero niega haber matado de Severino: explica que esa mañana escuchó hablar a Guillermo y Severino acerca de unos folios, y como creyó que Malaquías se había desprendido de sus cartas, fue al laboratorio a intentar recuperarlas. Bernardo le dice a Guillermo que luego tendrá que explicarle de qué folios hablaban. Luego Malaquías es despedido sin castigo pero, al salir del tribunal, alguien grita que a cambio de esconderle las cartas, Remigio le mostraba los culos de los novicios en la cocina, con lo cual Guillermo comprende que Remigio no solo es un pecador carnal, sino que también gestiona ese pecado para otros.

Bernardo le dice a Remigio que debe confesar dos delitos: que es un hereje que siguió a fray Dulcino y que es culpable de todos los asesinatos ocurridos en la abadía. Adso observa que Bernardo no tiene ningún interés en saber quién ha matado a los otros monjes, sino que solo quiere asociar los crímenes con los “herejes” que defienden la pobreza de Cristo y niegan la autoridad del Papa. Remigio confiesa su pasado como seguidor de Dulcino con creciente fervor, al punto de terminar justificando su accionar e insultando a Bernardo. Sin embargo, sigue negando los asesinatos. Pero cuando Bernardo lo amenaza con la tortura, Remigio confiesa falsamente los asesinatos, nombrando a Salvatore como su cómplice, en clara venganza por la traición de este. Bernardo condena a muerte a Salvatore y a Remigio. A continuación, les dice a los partidarios del Emperador que cualquiera que comparta estas ideas heréticas será castigado. Así, Bernardo deja en claro que ya no hay necesidad de que el concilio entre ambas legaciones continúe: no hay posibilidad de reconciliación entre Ubertino y Michele, y los enviados del Papa.

Tras el desastroso juicio, Guillermo se reúne con Ubertino y Michele. Este último dice que, a pesar de la amenaza que representa para su vida, está decidido a ir a Aviñón y enfrentarse al Papa, dispuesto a transigir en todo, salvo en el principio de la pobreza, pues desea que la orden franciscana pueda ser aceptada por el pontífice. Guillermo le aconseja a Ubertino que le pida provisiones a Abbone y escape de la abadía aprovechando la noche, ya que Bernardo, luego de condenar a Remigio, parece haber dirigido su hostilidad hacia él en particular. Ubertino sigue su consejo y huye esa noche. Adso nos cuenta que no volverían a verlo, pues sería asesinado dos años después de manera misteriosa.

Después de la cena, Bencio admite ante Guillermo que robó el libro prohibido del hospital y lo devolvió a la biblioteca, luego de que Malaquías lo eligiera para el puesto de bibliotecario adjunto, en sustitución de Berengario. Adso le reprocha que él mismo quería que la biblioteca dejara de estar oculta y que se dieran a conocer sus secretos; Guillermo asegura que Bencio es presa de la “lujuria del saber” y ahora se aprovecha de su lugar de poder, pues ahora es el guardián de esos secretos y tiene a la vez la posibilidad de conocerlos. Dice Guillermo que esa lujuria es orgullo del intelecto, y que Bencio tiene una sed del saber, pero sin interesarse por que ese saber se use para mejorar la vida de las personas. Explica también Guillermo que el bien de un libro reside en poder ser leído, y esa biblioteca no hace sino sepultar los libros, alejarlos de la lectura.

Esa noche, Jorge predica un sermón en el que les reprocha a los monjes eruditos su pecado de soberbia y orgullo, por querer saber más de lo que Dios quería. Sostiene que toda la verdad ha sido conocida desde el principio y, por lo tanto, el papel de la biblioteca no debe ser producir nuevos conocimientos, sino glosar y preservar los que son transmitidos desde épocas anteriores. Guillermo le susurra a Adso que Jorge sabe más de lo que dice y su sermón es una advertencia: si los monjes curiosos siguen violando la biblioteca, los terribles acontecimientos continuarán. Jorge predice que el Apocalipsis está cerca. Después del sermón, Guillermo manda a Adso a la cama. Adso le reprocha la injusticia de la que son víctimas las personas sencillas como Remigio, Salvatore y la muchacha, que siempre pagan por los pecados de los poderosos.

Análisis

El capítulo presenta varios indicios misteriosos, que pronto son resueltos y desarrollados. Por ejemplo, se inicia con una reunión secreta entre Bernardo y Malaquías, en la que este último le entrega al inquisidor unos folios. Esto sugiere un complot entre ambos personajes y pone de relieve la forma en que la codicia y la violencia humanas persisten incluso en medio de una disputa teológica que se pretende sagrada.

Cuando Remigio es apresado por los arqueros, el lector asiste también a un intercambio misterioso entre Remigio y Malaquías que da a entender que también hay un pacto secreto entre ellos. Malaquías le promete que no hará nada que lo perjudique. Cuando, en el juicio, Remigio le reprocha el pecado de no cumplir el juramento, Malaquías argumenta que no incumple su palabra, pues lo que hizo lo hizo a la mañana, antes de esa conversación: entregó las cartas “heréticas” a Bernardo. En el juicio también nos enteramos de que el interés que llevaba a Remigio a la sala de Severino no era el libro prohibido, sino esas cartas, cuyo contenido no se revela finalmente.

En este capítulo, se lleva adelante la reunión tan esperada entre franciscanos y emisarios del Papa, aquella que motivó la visita de Guillermo y Adso a la abadía. En ella, el cruce entre religión y política vuelve a ponerse de relieve. Michele da Cesena da la palabra a Ubertino para que este explique extensamente la tesis de Perusa, aquella que defienden los franciscanos y que consiste en un culto a la pobreza. Pero como tan agudamente le aclara Guillermo a Adso, la disputa no consiste realmente en si el clero debe renunciar o no a propiedades y bienes materiales, sino que cabalmente refiere “a la conservación o a la pérdida del derecho de legislar sobre las cosas terrenales” (356), esto es, del derecho a gobernar. En efecto, Guillermo pronto pronuncia un discurso en ese sentido, muy radical para su época. Sugiere que el poder político debería residir en una asamblea representativa del pueblo, es decir, conformada por líderes elegidos por el pueblo. Esta sería una forma de gobierno mucho más igualitaria que los regímenes autoritarios del Papa o del Emperador. Asimismo, apoya la idea de que la Iglesia debe renunciar al poder político y a las discusiones mundanas, así como a las riquezas. Si Cristo nunca tuvo más propiedades que las necesarias —como ropa y alimentos—, no hay cómo justificar que la abadía cuente con semejantes riquezas. Queda claro así que los debates sobre la pobreza suponen una amenaza directa para la riqueza, la posesión de tierras y el poder político de la Iglesia y, por lo tanto, del Papa.

Al recibir de su maestro estas revelaciones, Adso comprende entonces por qué el Emperador Ludovico apoyó tanto a los franciscanos: las consignas de Perusa promulgaban que el Papa renunciara a su poder, dándole a él mismo mayor poder político. De ahí también que el Papa rechazara la tesis de los franciscanos espirituales y persiguiera a Michele y a Ubertino: tratándolos de herejes, buscaba desautorizar sus creencias y conservar sus privilegios. Así se atestigua cómo el debate teológico es en realidad una lucha política. Lo que está en juego es nada menos que el equilibrio de poder en la Europa medieval.

En otras palabras, Guillermo está argumentando que el Papa no debería tener ningún poder político y debería someterse a la autoridad del Emperador, ya que ese es el orden decretado por Dios. La Iglesia debería dejar de intentar influir en la política, pues no forma parte de su mandato espiritual. Esta es una posición teológica que tiene importantes implicancias políticas. La invitación de Bernardo a defender esas ideas ante la corte del Papa es una clara amenaza, ya que las opiniones de Guillermo probablemente harían que lo mataran. Guillermo, hábil y conocedor de las estratagemas de la Inquisición, se hace pasar por enfermo. Esto demuestra lo peligroso y politizado que se ha vuelto este debate.

Por otro lado, vuelve a producirse un nuevo asesinato en este capítulo, ligado al “libro extraño” que encuentra Severino en su laboratorio. El capítulo arroja algunos indicios que proponen que hay varias personas interesadas en ese libro: por un lado, Bencio, que le declara directamente a Adso su voluntad de ver el libro; por otro, Malaquías, Aymaro y Remigio, que parecen escuchar la conversación en la que Severino revela la aparición del libro a Guillermo. Sin embargo, esos indicios irán resolviéndose en distintas direcciones. Por ejemplo, en el juicio a Remigio sabremos que en realidad él pensaba que Severino hablaba de las cartas que le había confiado a él fray Dulcino. Asimismo, los indicios confusos terminan por influir negativamente en Guillermo y Adso: cuando buscan el libro entre los del laboratorio, consiguen dar con él pero sin saberlo; lo descartan por interpretar mal los signos, y cuando se dan cuenta, el libro ya ha sido robado otra vez. Sin embargo, logran dar con una hipótesis importante: tal como sugería el anciano, el asesino comete sus crímenes a partir de un patrón que ha extraído del Apocalipsis de Juan. Eso debería aportarles algún indicio para anticipar el siguiente crimen.

Por otra parte, el capítulo muestra nuevamente el cruel accionar de la Inquisición y su manera impune e injusta de impartir justicia. Remigio es encontrado por los arqueros revolviendo los estantes de Severino y queda inmediatamente asociado a la muerte de aquel. Sin embargo, el lector sospecha pronto de esta asociación gracias a que Bencio le confiesa a Guillermo haber visto a Malaquías en el hospital antes de que llegara Remigio. Esto sugiere que podría ser Malaquías el responsable del crimen, pero no será en ese sentido como opere la justicia del inquisidor Bernardo.

La crudeza de Bernardo se hace evidente en la figura torturada de Salvatore. Su aspecto ha desmejorado notablemente luego de padecer esas crueldades, al punto de que ya es incapaz de mentir. Ante las preguntas del inquisidor, confiesa su nexo y el de Remigio con fray Dulcino. Bernardo está convencido —a partir de sus prejuicios— de la culpabilidad de Remigio; la confesión de Salvatore y el relato que Malaquías da sobre las cartas heréticas termina por cerrar esa versión. El lector sospecha, sin embargo, de la versión de Malaquías, consciente de que el bibliotecario oculta algo y de que, según Bencio, fue visto en el hospital antes que Remigio.

A partir del juicio a Remigio, se hace evidente que Bernardo no tiene ningún interés en saber quién mató realmente a los otros monjes, porque su objetivo no es hacer justicia en la abadía, sino establecer una conexión entre los crímenes y la corriente “herética” detrás de fray Dulcino. Al mostrar que Remigio pregonaba la pobreza de Cristo y, a la vez, es un asesino, logra debilitar gravemente la posición de Michele y de Ubertino. Dispuesto a lograrlo, Bernardo recurre a todas las estrategias, incluso la amenaza y la tortura.

De hecho, la amenaza de Bernardo de torturar a Remigio si no confiesa es siniestra. El inquisidor explica minuciosamente cuál será el procedimiento que se tomará, apelando para ello a la ley y recurriendo a una falsa piedad, poco creíble: “Me repugna tener que recurrir a métodos (...). Pero hay una ley que está por encima de mis sentimientos personales. Rogadle al Abad que os indique un sitio donde puedan disponerse los instrumentos de tortura. Pero que no se proceda en seguida (...), la justicia no lleva prisa” (396). Pone así de manifiesto los mecanismos adoptados por la Inquisición. El condenado tendrá varios días para ver los instrumentos de tortura e imaginar lo que harán con él. Ante esa posibilidad, Remigio prefiere confesar crímenes que no cometió; su desesperación lo lleva a emitir un discurso casi delirante.

Para explicar lo que sucederá con Remigio, Bernardo vuelve a usar una metáfora que usó ya Guillermo: “Los pastores han cumplido con su deber, ahora es el turno de los perros: deben separar la oveja infecta del rebaño, y purificarla a través del fuego” (399). El inquisidor sabe que su confesión es falsa, pero no es eso lo que le importa: “no le interesa descubrir a los culpables, sino quemar a los acusados” (404), afirma Guillermo, denunciando ante Adso la naturaleza violenta del inquisidor. Además, es evidente que a Bernardo no le interesa realmente la justicia, sino lograr sus fines políticos. Y los logra. La misión que buscaba amigar a franciscanos y el Papa fracasa: “Si el papa había enviado a Bernardo para que impidiera cualquier arreglo entre ambos grupos, podía decirse que su misión había sido un éxito” (400).

Por otra parte, resulta muy significativa la postura de Bencio en este capítulo. Primero se muestra abiertamente interesado en conseguir el libro prohibido y se acerca para ello a Adso cuando se entera de que Severino lo ha encontrado. En ese diálogo entre Bencio y Adso, asistimos otra vez a la disputa en torno al saber. Adso le reprocha a Bencio su avidez por saber algo que tiene derecho a saber. Pero la respuesta del monje es categórica: “Soy un estudioso y tengo derecho a saber, he venido desde el confín del mundo para conocer la biblioteca, y la biblioteca permanece cerrada como si estuviera llena de cosas malas…” (362). Bencio explicita aquí la contradicción que ya se señaló previamente respecto de la biblioteca de la abadía: a pesar de ser un espacio que supuestamente debería promulgar el saber, esta biblioteca-laberinto se oculta a los lectores, pues concibe al conocimiento como un peligro. Sin embargo, esta tendencia de Bencio a democratizar el saber será pronto traicionada.

Luego del juicio a Remigio, Guillermo enfrenta a Bencio y lo hace confesar que él robó el libro extraño. Asimismo, el monje confiesa que se lo ha entregado a Malaquías sin leerlo, y lo ha hecho a cambio de que el bibliotecario lo nombre bibliotecario adjunto, en reemplazo del fallecido Berengario. Adso señala con mucha agudeza la contradicción ética y la hipocresía de Bencio: previamente defendía que el saber de la biblioteca dejara de ser oculto pero, una vez nombrado bibliotecario, contribuye a que esta permanezca vedada para todos excepto unos pocos —él y Malaquías—. En este sentido, Guillermo detecta en Bencio la “lujuria de saber” y la distingue de otro tipo de saber, más noble, como es el de su mentor Roger Bacon. El deseo de Bencio no era conocer para luego usar ese conocimiento en pos de mejorar la vida de las personas, sino que añoraba el saber por el saber mismo. Por eso, ante la posibilidad de ser guardián de ese saber, traiciona a sus pares. Ese tipo de personas, explica el maestro, acaparan con avidez esos conocimientos e impiden que otros tengan acceso a ellos, con el fin de proteger sus propios privilegios. A diferencia de él, Guillermo destaca el tipo de saber que defendía Bacon, y que el lector sabe identificar también con el de Guillermo: un conocimiento libre, que debe difundirse para ayudar en el progreso y la alegría del pueblo.

Guillermo lamenta esa codicia intelectual y teme que la biblioteca deje de difundir el conocimiento y comience a ocultar deliberadamente el saber contenido en ella. Por eso afirma, con tristeza, que el bien que puede prodigar cualquier libro está completamente anulado si nadie puede leerlo: “El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos. Y por tanto, es mudo. Quizás esta biblioteca haya nacido para salvar los libros que contiene, pero ahora vive para mantenerlos sepultados” (406).

El capítulo se cierra con una reflexión de Adso que da cuenta del aprendizaje que el personaje ha venido experimentando a lo largo de la novela. Asumiendo el característico tono crítico de su maestro, y ante las injustas condenas muerte de Remigio, Salvatore y la muchacha, Adso se permite reprochar la trama injusta de esa sociedad: “¡los simples siempre pagan por todos, incluso por quienes hablan a favor de ellos, incluso por personas como Ubertino y Michele, que con sus prédicas de penitencia los han incitado a la rebelión!” (416).