El nombre de la rosa

El nombre de la rosa Resumen y Análisis Cuarto día

Resumen

Al examinar el cadáver, Severino confirma que Berengario murió ahogado. También sugiere que este y Venancio podrían haber tocado la misma sustancia venenosa, ya que los dedos de ambos están negros, así como la lengua de Berengario. Este podría haber sido envenenado tras meterse en el baño para intentar calmar su malestar, caer allí inconsciente y morir. Guillermo le pide al herbolario que recuerde si alguien le preguntó por alguna hierba o si sabe quién pudo haber entrado al hospital. Entonces Severino recuerda que hace años guardaba allí un peligroso veneno que causaba fatiga, parálisis y luego la muerte. Un día, uno de sus ayudantes dejó abierta la puerta del hospital durante una fuerte tormenta, y cuando Severino volvió, la borrasca había hecho un desastre, y muchos frascos estaban rotos, y polvos y sustancias, desparramados por el suelo. Luego de ordenar, se dio cuenta de que el frasco con esa sustancia había desaparecido. Sin embargo, Severino cuenta que su ayudante no pudo haber sido el responsable de las muertes recientes, porque murió el año anterior al caer de un andamio. Cuenta también que él había hablado de esta sustancia con otras personas, entre ellas el Abad y Malaquías, pues quiso pedirles algún libro de la biblioteca para intentar descubrir sus propiedades. Guillermo, sin apresurar una acusación, concluye que alguien robó el veneno hace años y ha estado esperando mucho tiempo para utilizarlo.

A continuación, entra Malaquías para hablar con Severino, y se pone muy nervioso al ver que Guillermo y a Adso están ahí. Luego, estos dos últimos salen y se cruzan a Salvatore, a quien interrogan acerca de la mujer que vio Adso en la cocina. Salvatore confirma la teoría de Guillermo de que él consigue mujeres del pueblo para Remigio, quien les ofrece comida a cambio de sexo. Guillermo se enfrenta entonces a Remigio, que admite este comportamiento, y reconoce también que fue un seguidor de Dulcino. Ante la presión de Guillermo, Remigio reconoce que la noche en que murió Venancio, entró en la cocina para su cita con una de las chicas del pueblo y encontró el cadáver de aquel en el suelo, sin rastros de lucha y con una taza de agua rota al lado suyo. Adso comprende que su maestro asocia esa taza con el veneno que Venancio ingirió antes de morir. Remigio agrega que decidió dejar el cadáver donde estaba, ya que dar la alarma lo habría incriminado.

Guillermo señala que alguien tuvo que mover el cadáver de la cocina y sugiere que fue Malaquías, pues es el único que puede moverse libremente por el Edificio, pero Remigio defiende a Malaquías, diciendo que está en deuda con él. En su lugar, Remigio le dice que sospeche de Bencio, quien tenía “relaciones extrañas” con Berengario y Venancio. En eso, llega Severino, trayendo las gafas robadas de Guillermo. Dice que las ha encontrado en el bolsillo del muerto Berengario y se las devuelve, justo cuando llega Nicola con sus nuevas lentes.

Adso se hunde entonces en una agonía de amor, y no puede dejar de pensar en la muchacha. Es sacado de su ensoñación por Guillermo, quien, entretanto, con sus dos pares de gafas, ha logrado descifrar la parte griega del manuscrito de Venancio. Pero las palabras que encontró no tienen sentido y parecen, según Adso, “los delirios de un demente” (293). Sin embargo, el maestro sugiere que esas notas tienen un significado y deduce que, al estar en griego, se trata de notas extraídas de la lectura de un libro, posiblemente del libro prohibido sustraído del “finis Africae”. Guillermo asegura que, a partir de estas pocas notas, podrán reconstruir la naturaleza del libro misterioso, dado que los libros suelen hablar siempre de otros libros, como si hablasen entre sí, por lo que un libro nunca puede estar verdaderamente oculto, ya que quedarán rastros de él en otros textos. Reconstruyendo la naturaleza del libro prohibido, podrán a su vez inferir quién ha sido el asesino.

Guillermo vuelve a su habitación para pensar mientras Adso va a buscar unas trufas, y ve llegar entonces a la delegación de frailes franciscanos. Adso participa entonces de una reunión entre Guillermo, Ubertino, Michele de Cesena y Girolamo de Caffa, un obispo que odia al Papa. En esa conversación, acusan al Papa de herejía, ya que este pretende declarar públicamente que los justos solo gozarán del cielo después del Juicio Final. Horrorizados, los hombres anticipan sombríamente que la reunión con los enviados del Papa probablemente no conducirá a nada. En eso, les avisan que la delegación del Papa está llegando, y entonces los franciscanos van a su encuentro.

Guillermo saluda a los recién llegados, entre ellos al cardenal Bertrando del Poggetto, quien asegura prodigios de entendimiento para la reunión que tendrán al día siguiente. Adso conoce entonces a Bernardo Gui, un dominico de unos setenta años, de ojos fríos e inexpresivos que, a diferencia del resto de la delegación, emite un saludo seco y poco cortés. Guillermo tiene una tensa interacción con él, con quien claramente se ha cruzado antes. Bernardo opina que Guillermo fue poco riguroso en la persecución de los herejes. Pronto Bernardo dice que él mismo se va a ocupar de investigar los terribles crímenes que se han sucedido en la abadía y le pregunta a Guillermo si tiene alguna sospecha. Con ironía, Guillermo responde que no sabe nada, pues no tiene la misma experiencia en cuestiones criminales que sí tiene Bernardo. Más tarde, Adso ve que Bernardo comienza sus interrogatorios con su característico tono inquisitorio. Pero lo hace en sentido opuesto al de Guillermo, esto es, centrándose en abordar a los campesinos y no a los monjes.

Más tarde, Adso y Guillermo hablan con Alinardo, quien sigue sugiriendo que la clave para interpretar los asesinatos está en el Apocalipsis del libro de Juan. También se queja de que lo han pasado por encima y deberían haberlo nombrado bibliotecario, en lugar de los extranjeros. Luego de la cena, Salvatore le dice a Adso que planea hacer un hechizo para que las chicas del pueblo se enamoren de él: matará a un gato negro, le sacará los ojos, los colocará en dos huevos de una gallina negra y hará que una chica los escupa.

Luego de la hora de “completas”, Guillermo y Adso visitan de nuevo el laberinto y descubren más sobre su disposición. El grupo de salas cuyos rótulos deletrean la palabra "Hibernia" contiene libros de Irlanda; "Yspania" contiene libros de España; "Gallia" contiene libros de Francia; "Roma" contiene libros en latín clásico. Así, descubren que la organización de la biblioteca es un mapa del mundo: "Hibernia", por ejemplo, es la torre occidental. "Leones", la torre sur, contiene libros de África y Oriente Medio. Guillermo explica que en esta zona se guardan los libros que, según los constructores de la biblioteca, contienen monstruos y mentiras. Pero también le hace notar a Adso que hay libros de ciencia allí, de los que los cristianos tienen mucho que aprender. Incluso le explica que puede haber algo que aprender de una falsedad: el unicornio es una criatura imaginaria, pero encarna una verdad moral al simbolizar la idea de la castidad como virtud noble.

Guillermo y Adso se dan cuenta de que a la torre de los "Leones" le falta su sala central heptagonal y, sin embargo, según la lógica, este debe existir, por lo que el maestro plantea la hipótesis de que ha sido tapiada y que, entonces, debe tratarse del "finis Africae". Que esté tapiada, sin embargo, no significa que no haya acceso a ella, pues pareciera que Venancio la encontró. Guillermo propone releer las notas de Venancio, y comprende que, al referirse al “idolum”, Venancio alude a la imagen en el espejo. Concluye así que el “finis Africae” está oculto detrás del espejo que refleja imágenes distorsionadas. No obstante, a pesar de este descubrimiento, Guillermo y Adso no encuentran la forma de entrar en la sala secreta. Continúan por el resto de la biblioteca, leyendo libros por el camino: Adso lee varios tratados eruditos sobre la enfermedad del amor, llegando a la conclusión de que se salvará si no vuelve a ver a la muchacha. Sin embargo, el Adso narrador anticipa que la vería muy pronto, pero en circunstancias muy distintas.

Efectivamente, al regresar de la biblioteca, escuchan gritos y ven luces. Pronto se encuentran con un grupo de arqueros que, por orden del inquisidor Bernardo Gui, custodian la abadía, y ven que los hombres llevan apresados a Salvatore y a la muchacha. Enseguida se presentan el abad y Bernardo Gui, que se muestra horrorizado de ver a una mujer en un lugar sagrado y en compañía de un monje. Pronto ven que Salvatore lleva consigo los elementos para hacer un hechizo, entre ellos, un gato negro. El inquisidor interpreta que es un caso similar a uno que juzgó hace años, en el que una mujer mantenía relaciones con un demonio, e interpela a Guillermo para que lo recuerde, pero este se queda callado. La chica es entonces acusada de brujería y condenada a la hoguera, y como nadie habla su dialecto local para traducirle, ella no puede defenderse. Adso intenta ayudarla con desesperación, pero Guillermo se lo impide, diciéndole que no puede hacer nada. Ubertino, al ver que Adso mira a la muchacha, le dice que justamente esa provocación del deseo que genera en él demuestra que la muchacha es una bruja.


Análisis

La muerte de Berengario parece arrojar pistas nuevas para resolver los crímenes. Si bien, a diferencia de Venancio, Berengario sí parece haber muerto ahogado, ambos cadáveres comparten signos de envenenamiento: dedos y lenguas ennegrecidos. Ante las preguntas de Guillermo, Severino reconstruye la historia del robo de un veneno que sufrió hace unos años, lo cual sugiere que quien esté detrás de los crímenes puede haber planeado los asesinatos desde entonces. Lo premeditado de los acontecimientos genera horror en Guillermo, pues estima que tanta anticipación en los crímenes indicaría “la presencia de una voluntad maligna que habría incubado largamente en la sombra un proyecto homicida” (274). Severino menciona que entre las personas que sabían de la existencia de ese veneno en el hospital estaban el abad y Malaquías. Asimismo, la presencia sorpresiva de Malaquías en la cocina, junto con la declaración de Remigio de que tiene una deuda con el bibliotecario, sugiere que hay alguna conexión o entendimiento particular entre ellos.

Resulta significativo que en este capítulo, luego del encuentro que tuvo Adso con la muchacha en el capítulo previo, se descubra que entran mujeres a la abadía y que hay un negocio para intercambiar sexo con ellas. Guillermo arroja esa hipótesis y la confirma inmediatamente con Remigio. Esta situación expone las grandes diferencias sociales que hay entre el pueblo y la abadía: frente al hambre de las mujeres, dispuestas a vender su cuerpo por un poco de comida, los monjes de la abadía se aprovechan de su abundancia para entregarse al ocio, a costas de la pobreza del pueblo. Pero además, nuevamente la novela parece retratar una actitud hipócrita en la esfera eclesiástica: la Iglesia mantiene grandes reservas de riqueza y alimentos y emplea a muchos sirvientes, mientras que, en el pueblo, la gente está tan desesperada que las jóvenes se dedican a la prostitución.

Asimismo, en este capítulo hay avances relevantes respecto de la biblioteca y, particularmente, del libro prohibido del “finis Africae”. Mediante sus razonamientos, Guillermo ha logrado descifrar la lógica que distribuye los libros en el laberinto, y descubre que la biblioteca está construida reproduciendo un mapa del mundo. Asimismo, fiel a su estilo, el maestro se toma el trabajo de explicarle a Adso que muchos de los libros reunidos en la sala “Leones” han sido estigmatizados por quienes construyeron la biblioteca, porque consideraban que trataban temas monstruosos o fantásticos, mentirosos y, por lo tanto, peligrosos. Guillermo afirma que detrás de la decisión de apartar y ocultar esos libros, hay prejuicios y miedos. De ahí que asegure, por ejemplo, que el Corán está ubicado allí porque es un libro “que contiene una sabiduría diferente de la nuestra” (323). El maestro, lejos de reproducir esa mirada cerrada, reconoce que el miedo a esos libros radica en que proponen alternativas respecto del relato conocido, proponen saberes distintos. Nuevamente, se pone en evidencia el peligro que se le adjudica a algunos libros, lo cual lleva a las autoridades de la abadía a ocultarlos. Sin embargo, se hace evidente otra vez que el intento de la biblioteca de ocultar el libro prohibido solo ha retrasado la aparición de la verdad, pero el conocimiento secreto acabará saliendo a la luz. Así, se sugiere que todos los intentos de suprimir o ahogar el conocimiento son finalmente inútiles.

Asimismo, al evidenciar la censura de la que algunos libros son objeto, Guillermo le propone a Adso una nueva manera de leer, distinta de la forma cerrada y juiciosa que parecen proponer en la abadía. El maestro sugiere que la lectura no debe ser lineal ni literal: “Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir…” (324). De ahí que un libro sobre el unicornio, si bien trata de una figura fantástica, aporta un simbolismo, capaz de generar un conocimiento. Una vez más, Guillermo defiende una mirada crítica y alternativa.

En este sentido, unas escenas antes, luego de revelar la traducción que logró hacer de las notas en griego de Venancio, Guillermo propone la idea de que los libros son intertextuales, es decir, hacen referencia unos a otros: “comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar…” (294). Nuevamente, la biblioteca es representada como una fuerza poderosa, casi infinita, incapaz de ser contenida o domada por el hombre. Por ello, un libro no puede ser silenciado mientras su voz siga hablando en otros textos, como sucederá con las notas de Venancio: a pesar de que el libro prohibido está extraviado, las notas que sobre él tomó Venancio permiten reconstruir sus ideas.

En este capítulo vuelven a dirimirse dos posturas contrarias, representadas en las figuras antagónicas de Bernardo y Guillermo. Ambos tienen marcadas diferencias en su forma de ver el mundo. Bernardo es un inquisidor notoriamente severo, dispuesto a juzgar a cualquiera que se aleje de lo que se considera ortodoxo. Por el contrario, Guillermo ha demostrado hasta ahora haberse corrido de esa línea, al renunciar a su cargo de inquisidor y optar, en cambio, por una vía más empática e indulgente. Frente a la gran soberbia de Bernardo, Guillermo se sentía incómodo sentenciando a muerte a la gente solo en base a sus juicios.

La tensión entre los dos personajes se hace evidente en varias oportunidades y Guillermo suele aceptar un tono sarcástico para referirse al inquisidor. Por ejemplo, cuando lo saluda por primera vez, le agradece por haberle enseñado una lección clave para su vida: “quería conocer a un hombre cuya fama me ha servido de lección y de advertencia para tomar no pocas decisiones fundamentales para mi vida” (309). Adso escucha y, al igual que el lector, reconoce que la lección de Guillermo no ha sido tomar a Bernardo como ejemplo a seguir, sino todo lo contrario, como modelo de aquello que no quiere ser. De la misma manera, cuando Bernardo busca explicaciones a los crímenes y le consulta a Guillermo, este le dice: “Lamentablemente (...) carezco de vuestra experiencia en cuestiones criminales” (310), sugiriendo que el inquisidor es experto en cometer crímenes. Por otro lado, las figuras de Bernardo y Guillermo también se anteponen en la mirada social que cada uno tiene. Guillermo suele demostrar una conciencia de la injusticia social y las carencias materiales que sufren las personas del pueblo, lo cual las lleva muchas veces a encolumnarse en corrientes “heréticas”; con esa misma conciencia, intuye que los crímenes que se dan en la abadía no han sido perpetrados por sirvientes sino por monjes. De manera contraria, la mirada estigmatizante de Bernardo lo lleva a interrogar con violencia a sirvientes y campesinos, y dejar exentos a los monjes.

Por otro lado, son recurrentes los comentarios de Alinardo respecto del Apocalipsis del libro de Juan como clave para interpretar la serie de asesinatos, al punto de que Guillermo comienza a concebir esas intervenciones como válidas. Según el viejo, no son actos de violencia al azar, sino que se desarrollan según un gran plan. Esto anima a Guillermo y a Adso a elaborar nuevas teorías para tratar de entender ese patrón general.

Por último, el capítulo se cierra con una imagen cruel y transparente de las duras determinaciones que la Inquisición tomaba sobre las personas, incluso sostenidas sobre la base de intuiciones muy alejadas de la realidad. Luego de transitar distintos momentos del relato de Adso dedicados a recordar a la muchacha y a elaborar su sentimiento de amor por ella, el lector transita desde la mirada horrorizada de Adso cómo ella es apresada, juzgada erróneamente y condenada injustamente a la hoguera. La joven es víctima de los duros juicios del inquisidor, que la acusa de ser una bruja. Ubertino también expresa estos juicios supersticiosos e infundados cuando le dice a Adso que la belleza de la chica debe significar que es una bruja.

Esta era una acusación muy habitual a finales de la Edad Media, época en la que la cristiandad comienza a atribuir a algunas personas, en su mayoría mujeres, una influencia demoníaca que busca derrocar el orden cristiano. Era común en esa época que algunas mujeres desarrollaran conocimientos en torno a plantas y hierbas y los utilizaran con fines medicinales, en paralelo a las prácticas de los médicos, que solían estar reservadas a las clases altas. Esas prácticas alternativas comenzaron a ser vistas con desconfianza, y pronto surgió la figura de la bruja o el brujo, personas que esgrimían esos conocimientos y eran acusados de actuar impulsados por el diablo, con el fin de corroer los cimientos del orden cristiano. Curas y predicadores advertían sobre esta figura, y sumaban al estereotipo de la bruja la idea de que practicaban magia negra y comulgaban con prácticas sexuales libidinosas y monstruosas. En base a esta concepción, muchas personas, especialmente mujeres, comenzaron a ser juzgadas por brujería, y el tribunal de la Inquisición las perseguía y las condenaba a la hoguera.

El nombre de la rosa alude aquí a ese contexto: la impresionante belleza de la muchacha, que cautiva a los hombres como Adso, es concebida como un artilugio del diablo para engañar y conducir a la perdición. Asimismo, Bernardo Gui, como representante de la Iglesia y su brazo armado, ostenta los prejuicios y estereotipos de la época: cuando encuentra los artilugios de hechicería de Salvatore, elige afirmar que la mujer es una bruja. En este punto, la novela construye una ironía dramática, en la medida en que el lector sabe más que muchos de los personajes que están presentes en ese juicio. El lector, así como también Adso, saben que la muchacha no es una bruja, e incluso reconocen que los elementos de hechicería son de Salvatore. Este le había dicho a Adso que pretendía arrojar a la mujer un hechizo para conseguir que ella se acostara con él. De esta manera, la condena a la muchacha es doblemente cruel. Primero, porque su muerte injusta expone la mirada machista de esa sociedad, que veía en las mujeres una amenaza: si se desviaban de su pretendido rol sumiso, debían ser eliminadas. Segundo, porque la mujer debe pagar con su vida el arrojo de un hombre que, mediante la hechicería, pretendía abusar de ella. El hecho de que la mujer hable otro dialecto y, por lo tanto, su imposibilidad de comprender el destino que le espera y, por lo tanto, de defenderse, representa la falta de voz y decisión que las mujeres tenían en esa sociedad. Son los hombres quienes operan sobre ellas y pueden decidir sobre sus vidas, sin derecho a réplica.