El brillo de las luciérnagas

El brillo de las luciérnagas Resumen y Análisis Presente (8-15)

Resumen

Presente

8

Al día siguiente, el narrador se despierta y va a buscar el tarro de las luciérnagas, pero no lo encuentra. Preocupado, se sienta a desayunar con su familia. La hermana está amamantando al bebé. Comentan que, al final, logró dormir bien porque se acostumbró a la oscuridad. En un momento, la hermana percibe que el padre le está mirando el pecho mientras amamanta y se lo tapa.

Más tarde, el narrador escucha una nueva conversación sobre la falta de víveres. El de arriba no está cumpliendo con los plazos estipulados. El padre, entonces, descubre que el narrador está ahí, escuchando. Le dice que parece un fantasma y lo echa del salón.

Entonces, la hermana lo lleva con ella al dormitorio y le devuelve el tarro con las luciérnagas. Luego, le pregunta por qué lo metió en la cuna del bebé, y lo amenaza con contárselo al padre. Le recrimina, incluso, haber puesto en riesgo la vida del recién nacido.

Esa noche hay poca comida para cenar. Nunca les ocurrió eso. El narrador se queda con hambre. La madre intenta darle la comida del séptimo plato, pero la abuela no lo permite.

9

Esa noche, el narrador encuentra en el tarro dos luciérnagas más. Una de ellas se le escapa y él la persigue hasta el salón. Allí escucha un ruido y se paraliza de miedo: está convencido de que el hombre grillo viene a buscarlo por haber dejado el tarro de las luciérnagas en la cuna del bebé. El narrador cuenta, entonces, lo que le dijo el padre sobre este monstruo: es un viejo con enormes ojos negros, antenas y las rodillas invertidas que se alimenta de niños que se portan mal.

El narrador intenta ir sigilosamente a su cama para esconderse allí. Entonces escucha otro golpe y el ruido de las bisagras de la puerta de sus padres. Se esconde tras una pared. Con el rabillo del ojo ve que el hombre grillo entra en el cuarto de la abuela. Advierte que, en realidad, el monstruo no vino por él, sino por el bebé. En ese momento, el narrador se hace pis encima a causa del miedo. Entra en su cuarto. Entonces, se abre la puerta de la habitación y se enciende la luz: es la madre. El narrador le explica que vio al hombre grillo. Ella, preocupada, le pregunta si salió del cuarto. Tiene una llave colgando del cuello. Luego, intenta convencerlo de que el hombre grillo no existe, y finalmente le da un vaso de leche para que pueda dormir. El narrador dice que la leche tiene un sabor raro. Ella, desviando la mirada, le responde que es porque el vaso está sucio. El narrador se duerme de inmediato.

10

Al otro día, en el desayuno, vuelve a haber comida en abundancia. La madre dice que ella sabía que el de arriba no les fallaría. El padre la calla al advertir que el narrador está en la cocina. La abuela se sienta a desayunar, notablemente triste. El narrador le pregunta si el hombre grillo le hizo algo. Él lo vio entrando en su cuarto.

El llanto del bebé interrumpe el diálogo. La hermana le pide al narrador que vaya a fijarse qué le pasa. Lo amenaza con contar lo que sucedió con el tarro de las luciérnagas. El narrador obedece y va al cuarto. Cuando alza al bebé, advierte que en la cuna hay una rata. Estaba mordiendo al bebé. El padre dice que hay veneno en todas las esquinas, y argumenta que, quizás, la demora del de arriba hizo que apareciera el animal. La abuela lo interrumpe. No le permite que culpe al de arriba.

La madre comienza a curar al bebé. Le pide a la hermana que le traiga agua oxigenada. Ella se rehúsa: “Que vaya su padre” (p. 76), dice. La madre le da una cachetada.

Más tarde, el narrador le pregunta a la madre si el hombre grillo es el padre del bebé. Ella le responde que el hombre grillo no existe y que él, además, ni siquiera sabe cómo se hacen los niños. Él le dice que no debe ser muy distinto a como los hacen los insectos, y eso él lo leyó en su libro. Ella le responde que es realmente muy diferente. La madre está cosiendo. De su caja de costura rueda un recipiente en los que están los dientes de leche del narrador. Sin que la madre se dé cuenta, el narrador se guarda dos dientes en el bolsillo y corre por el pasillo.

Al pasar por la puerta del baño, el padre le ordena que se encargue de colocar allí veneno mataratas. Dentro del baño está la hermana. El narrador cumple con lo que le mandó el padre y sale para que ella pueda sacarse la máscara y lavarse la cara. Al salir del baño, encuentra dos luciérnagas más.

11

Esa noche, la familia nuevamente mira una película. El narrador cuenta que la madre nunca se sienta en el sillón a ver las películas, sino que observa de pie mientras se mordisquea las uñas, afilándolas como pequeñas sierras. El padre manda al narrador al cuarto y le exige que se lleve al bebé. Este parece padecer algún tipo de problema para respirar otra vez, aunque se recompone rápidamente.

Desde la puerta del cuarto del bebé, el narrador se queda mirando los reflejos de las luces que hace la película. Siente que su padre tiene razón: él es un fantasma. En eso, el narrador advierte que el bebé está estirando la mano hacia la ventana, como si él también quisiera salir del encierro. La madre aparece por detrás y le pregunta al narrador si realmente quiere irse de allí.

Van al cuarto. Allí, él le pregunta a la madre si hay algún lugar al que ir afuera. Ella le dice que no importa si hay algún lugar, lo que importa es el deseo de ir. Como el hombre, que fue a la Luna solo por ir a ver cómo era. Luego, le vuelve a preguntar si quiere irse. El narrador piensa en que, si se fuera, debería irse solo, sin siquiera el bebé. Le responde que no.

12

Durante los días siguientes llegan más y más luciérnagas. El tarro resplandece con el brillo de sus luces.

Una de esas noches, la rata reaparece. Camina sobre el pecho del narrador. Este sale para pedir ayuda, y entonces escucha que su familia está hablando en voz baja: la madre dice que no quiere salir del sótano porque allí es feliz, aunque no se entiende de quién se habla; el padre asevera que ahora viene la parte difícil. La aparición de la rata interrumpe la conversación.

Tras espantar al animal, el padre revisa la casa y descubre que el veneno está en todos lados, excepto en el baño. Increpa a sus hijos. La hermana le echa la culpa al narrador: él fue quien quedó encargado de colocar el veneno. El narrador dice que él lo puso donde debía ponerlo. La hermana lo acusa de mentiroso y le hace burlas. El padre decide castigarlo haciéndolo dormir en la bañera. La madre dice que eso no es necesario y él le responde: “¿Qué acabamos de hablar? Empieza lo difícil. Es necesario” (p. 95). Lo empuja dentro del baño y cierra la puerta.

13

El narrador se despierta en medio de la noche porque alguien entra en el baño. Al principio se asusta, pensando que es el hombre grillo, pero luego descubre que se trata de su madre, que le trae una almohada. Luego, se vuelve a dormir.

Unas horas después, el agua de la canilla lo despierta. La luz está apagada. El narrador piensa que debe ser la abuela, pero no: es la hermana. Se pregunta por qué ella no enciende la luz del baño, pero entonces se da cuenta de que ella no sabe que él está ahí. La espía tras la cortina de la bañera. La hermana tiene arcadas. Tras intentar infructuosamente vomitar, suspira y llora. Luego, se hace gárgaras. Después, se lava las manos, se quita la ropa y se enjabona el cuerpo con celeridad. Entonces se escuchan ruidos en el pasillo. La hermana sale del baño rápidamente.

Unos pocos segundos después, el padre entra en el baño. Descorre las cortinas de la bañera y le pregunta al narrador si se duerme bien allí. Está en calzoncillos. Luego, le pregunta de dónde sacó la almohada. Mientras, agarra papel higiénico y se limpia el pene, pese a que no orinó. El narrador descubre en su espalda dos arañazos.

14

Por la mañana, la madre despierta al narrador. Este le agradece por la almohada y ella le pide que se la dé para que puedan devolverla a su lugar y que el padre no se entere. Entonces, el narrador le dice que el padre ya sabe, porque estuvo allí por la noche. La madre abre bien grandes los ojos; las mejillas se le ponen rojas. Él no identifica por qué. En eso, entra el padre al baño para orinar. La madre le reprocha haber despertado al niño por la noche. Luego, entra el hermano. También quiere orinar, aunque tiene dificultades para hacerlo porque tiene el pene erecto. Aparece la hermana en el marco de la puerta. Pregunta, sorprendida, qué hace el narrador en la bañera. Se entera, entonces, de que este pasó la noche entera allí.

El narrador va a su cuarto. Saluda a sus luciérnagas y luego va a desayunar. Se cruza con su abuela, quien dice que el bebé no se despierta. La madre busca al bebé e intenta despertarlo, pero no lo consigue. La abuela sugiere que está muerto. La madre se lo pone sobre las piernas e inicia un traqueteo que mece al niño. El narrador recuerda que, años atrás, el padre jugaba así con él, hasta que en un momento decidió que él ya estaba muy pesado.

Tras ese recuerdo, el narrador toma al bebé en brazos y se sienta bajo el rayo de sol. El bebé despierta y comienza a llorar.

15

Ese mismo día, la hermana le pregunta al narrador qué vio mientras estaba en la bañera. El narrador le cuenta y ella le pregunta si, luego, entró el padre, y a qué fue. ¿Fue a vigilar lo que había hecho ella? El narrador le dice que el padre tenía arañazos en la espalda, pero no se los curó. Además, se limpió las partes. Entonces, la hermana le pregunta si sabe por qué se estaba limpiando, y si ya la madre le ha explicado cómo se hacen los niños. Luego, afirma que el padre no es tan bueno como él piensa. El narrador le responde que ya sabe eso: lo ha hecho dormir en la bañera. Ella le dice que eso no es nada, que el padre puede hacer cosas mucho peores, y señala al bebé. Afirma que quien lo puso en su barriga fue el padre, y que la noche anterior no fue la primera que el padre la sometió sexualmente. El narrador le pregunta si la madre sabe lo que está ocurriendo y ella le responde que el bebé es una evidencia que la madre no puede pasar por alto. Finalmente, la hermana le pide al narrador que le jure por el bebé y por el que está arriba que no va a decir nada. Lo obliga a besar el crucifijo y lo amenaza: si él dice algo, ella contará lo del tarro de las luciérnagas.

La escena se interrumpe porque la abuela entra en el cuarto. Pregunta qué está pasando. El narrador responde que no sabe lo que está pasando, y se larga a llorar desconsoladamente.

Análisis

Además del juego con la focalización y los saltos temporales, Pen utiliza frecuentemente otros recursos de diferentes géneros literarios para atrapar al lector. Entre dichos recursos se destaca uno que es típico en los thrillers: los cliffhangers.

El cliffhanger consiste en colocar a un personaje en una situación extrema al final de un capítulo o sección, con el fin de generar tensión en el lector y deseo de seguir leyendo. El término cliffhanger es una expresión inglesa que puede traducirse como “quedar colgando del acantilado”.

Si realizamos un repaso de cada uno de los subcapítulos que resumimos en esta sección, veremos que casi todos ellos terminan con un cliffhanger: al final del 8, la familia está desesperada porque se está quedando sin comida; al final del 9, la madre le da al narrador un vaso de leche con algún tipo de sustancia para hacerlo dormir; al final del 12, el padre empuja al narrador dentro del baño sometiéndolo a pasar la noche en la bañera; al final del 13, el narrador descubre dos arañazos en la espalda del padre (arañazos que, presumiblemente, pueden haber sido hechos por la hermana para defenderse de los abusos).

Como nos demuestra la enumeración, en el final de casi todos los subcapítulos sucede algo truculento, algo que amenaza con romper definitivamente el orden de las cosas. A través de estos cliffhangers, Pen “obliga” a sus lectores a leer el subcapítulo siguiente para saber qué pasa y dejar de “colgar del acantilado”. ¿Cómo se seguirá alimentando la familia? ¿Saldrán del sótano? ¿Qué hará el narrador ahora que vio los arañazos en la espalda de su padre? En busca de respuestas inmediatas, el lector no detiene la marcha de su lectura: lee un subcapítulo más, encuentra algunas respuestas, pero se abren nuevas preguntas. Entonces, lee otro subcapítulo, y otro, y otro. El cliffhanger, muy utilizado en las series y telenovelas con la misma finalidad, es, en definitiva, un recurso fundamental para lograr que los lectores “se devoren” la novela [1].

Otro artilugio que Pen usa frecuentemente es el de sembrar pistas falsas. Este recurso, más propio del policial que del thriller, también es sumamente útil para atrapar al lector. La mayor parte de las pistas falsas que aparecen en la novela tienen como finalidad hacerle pensar que la hermana está siendo abusada por el padre y que, incluso, el bebé ha sido producto de una relación incestuosa forzada.

En estos subcapítulos, por ejemplo, hay dos pistas falsas que son fundamentales para confundir al lector en su búsqueda de la verdad. Por un lado, aparecen los arañazos en la espalda del padre. Teniendo en cuenta lo que está sucediendo con la hermana, el lector piensa, lógicamente, que dichos arañazos fueron hechos por ella para defenderse de los abusos del padre. Recién al final se descubrirá que quien arañó al padre fue la madre. Por otro lado, están los vómitos de la hermana. Estos también se leen como una reacción al abuso. Luego, se descubrirá que, en realidad, ella vomita porque está colocándose diariamente veneno para ratas en los senos.

Si bien los lectores saben que el narrador y protagonista tiene creencias erradas respecto de algunas cuestiones (por ejemplo, en relación a cómo es el mundo exterior), en el supuesto abuso que sufre la hermana por parte del padre, lector y protagonista están a la par. Las pistas falsas son sumamente útiles para que el lector crea en la horrorosa posibilidad de que la hermana realmente esté siendo abusada por el padre, y que esto no sea un invento de ella o un oscuro miedo nacido en la imaginación del narrador.

Poniendo a la par al lector y el narrador, Pen consigue que la novela adquiera un tinte de policial. Ambos se unen para intentar descubrir qué está sucediendo con la hermana, de quién es el bebé, si realmente hubo algún tipo de abuso. En todo policial, para que el lector pueda descubrir la verdad, además de haber pistas falsas, tiene que haber pistas verdaderas. Y aquí las hay: la fijación sexual del hermano aparece de manera recurrente (intenta mirar las partes de la hermana cuando está dando a luz, se masturba constantemente, aparece con el pene erecto); el asco que siente la hermana por él es notable; las uñas de la madre son, según el narrador, como sierras afiladas (por lo tanto, los arañazos en la espalda del padre puede haberlos hecho ella), y la vergüenza que siente la madre cuando sabe que el narrador vio al padre entrar al baño y limpiarse las partes (lo que indica que este estaba teniendo sexo con ella y no abusando a la hermana) son algunas de las pistas que le permiten al lector ponerse en rol detectivesco, jugar al policial, e ir percibiendo que la hermana del protagonista no fue abusada por el padre, sino por el hermano.

Además de tener elementos del thriller y del policial, en El brillo de las luciérnagas hay también elementos del terror. El hombre grillo y el rostro desfigurado de la hermana son los grandes “monstruos” de la obra. Si bien ninguno de los dos es real, el protagonista vive aterrorizado por ambos. Recordemos que la diferencia entre terror y horror radica, justamente, en este punto: en el terror no es necesario que la entidad monstruosa aparezca en escena, sino que puede existir solo en la mente de los personajes. En el horror, por el contrario, la entidad monstruosa debe aparecer. Ese terror, el narrador se lo transmite a los lectores a través de las descripciones que hace de ellos, y de la narración de escenas en las que teme encontrárselos cara a cara. El hombre grillo es descrito como un viejo que tiene enormes ojos negros, las rodillas invertidas y largas antenas. Lleva una bolsa en la que mete a los niños que se portan mal. Luego, se alimenta de ellos. Por su parte, el rostro de la hermana, en teoría, carece de nariz. Tiene un agujero a través del que se ve el interior de su cabeza. Ambos “monstruos” son puras invenciones del padre, pero el protagonista las cree verdaderas y, a partir de su miedo, construye escenas típicas del terror:

Se produjo otro impacto en la oscuridad. El hombre grillo venía a por mí (…). Dejé de respirar. Miré a la ventana del salón. Los barrotes anularon cualquier idea de escapar antes de que llegara a existir (…). Rechinaron las bisagras de la puerta de mis padres. Me pegué a la pared, a un lado del umbral que daba acceso al pasillo. Entonces lo oí. El chasquido de una rodilla. La rodilla invertida del hombre grillo. Imaginé sus antenas vibrando, buscando mi olor, rascando el techo. Sus enormes ojos negros captando la poca luz del sótano para repetir mi silueta en un montón de celdas hexagonales (…). No pude contener el líquido caliente que goteó por mis piernas (pp. 65-66).

Aquí también, gracias a la focalización, Pen coloca al lector junto al protagonista, trasmitiéndole sus emociones, su pánico. Le hace olvidar que lo que está leyendo es una mera invención del padre del protagonista y lo sigue sumergiendo dentro de su invención: su terrorífico y atrapante thriller.