El brillo de las luciérnagas

El brillo de las luciérnagas Resumen y Análisis Once años antes (22-28)

Resumen

Once años antes

Todo este capítulo está narrado en tercera persona. La acción sucede once años antes del presente de la narración. Por entonces, el narrador aún no ha nacido.

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Este subcapítulo transcurre en una tarde tempestuosa. La madre está cortando zanahorias mientras mira la televisión. El pueblo, por primera vez, sale en los noticieros de todo el país: una chica ha desaparecido hace diez días. La madre está segura de que ha caído en las rocas, aunque es llamativo que aún no encuentren su cuerpo.

Afuera se desata la tormenta. El viento comienza a soplar tan fuerte que la ropa que está colgada en el patio se desprende de la soga. También se vuela la lámina metálica que cubre el pozo. La madre deja de cortar zanahorias y sale a recoger la ropa. Agarra una de las prendas al borde del precipicio que da a las rocas. Luego, vuelve a la casa. Entre la ropa, se encuentran las sábanas que su hijo mancha todas las semanas.

Llega la hija. Trae consigo carteles con la cara de la chica desaparecida. Le cuenta a su madre que tuvieron que parar de pegarlos a causa de la tormenta. Ella le pide ayuda con las tareas cotidianas, pero la hija no le presta atención. La madre sabe que no cuenta con la ayuda de sus hijos. Su hija, que por entonces tiene dieciocho años, es muy conflictiva y rebelde. Su hijo, desde el incidente, es incapaz de hacer algo útil. Aparece la abuela. Agarra la ropa mojada y se dispone a llevarla al sótano. Dice: “Que sirva para algo todo ese espacio” (p. 171).

La madre le avisa a su marido que se voló la lámina que cubre el pozo. Este se encuentra en el faro de la casa, que hace ya tiempo no se utiliza. La mujer le pide que baje y se encargue de volver a colocar la lámina en su lugar. Luego, va al cuarto de su hijo a ver si este se encuentra bien. Descubre, entonces, que su hijo no está allí. Toda la familia entra en pánico. La madre discute con su hija. Le dice que, si llegara a pasarle algo a su hermano, sería culpa de ella.

El narrador cuenta un incidente que sucedió cuatro años atrás: una tarde, los padres salieron de la casa y dejaron a la hija encargada de cuidar a su hermano menor. El principal reparo que debía tener era no dejarlo subir al faro, ya que las escaleras eran sumamente peligrosas. Ella, sin embargo, subió con su hermano al faro y pasó la tarde allí con jugando con él. Cuando estaban bajando, el hermano tropezó y cayó desde una altura importante. Se abrió la cabeza. La hermana, al ver que este respiraba, decidió acostarlo en la cama. No llamó a sus padres ni a la ambulancia. Recién cuando ellos llegaron, a la noche, la madre descubrió que su hijo estaba malherido. Desde entonces, el hermano padece problemas de salud mental, y la hermana tiene una relación pésima con toda su familia. Constantemente le recuerdan lo que hizo. Ella, lejos de sentirse culpable, los desprecia profundamente.

Tras este flashback, la acción vuelve al presente de la narración. La madre y el padre se están preparando para salir a buscar a su hijo en medio de la tempestad. Sin embargo, antes de salir, este aparece en la puerta de la casa. El padre se queda boquiabierto. En medio de esta escena, termina este subcapítulo.

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El hijo menor tiene en sus brazos a la chica desaparecida. Está muerta. Entonces, la familia se entera de que el hijo ha encontrado a la chica en las rocas cinco días atrás. Estaba viva, pero él, en lugar de avisar, la mantuvo encerrada en una cueva. Al mostrarle el cuerpo a su madre, el hijo dice varias veces que “ella dejó de hablar”, y que van a tener un hijo.

Los padres, desesperados, deciden protegerlo. Consideran que lo que sucedió no es su culpa, ya que él no es consciente de sus actos. Los abuelos están de acuerdo. La hermana está en el cuarto. Aún no sabe lo que pasó.

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El padre y el abuelo agarran el cadáver de la chica y se disponen a enterrarlo. El abuelo, sin embargo, preso de su conciencia, se arrepiente y, finalmente, decide no colaborar. La madre, entonces, ayuda a su marido. Mientras, el hijo pide por favor que no se la lleven, y dice reiteradas veces que él la quiere.

La abuela se lleva a su nieto para darle un baño. Este no tiene consciencia de la gravedad de lo sucedido. Mientras su abuela lo baña, mueve la pelvis y repite la frase: “Vamos a tener un hijo” (p. 196). La abuela le hace jurar que no le contará nada de lo que pasó a nadie. Sobre todo, no se lo contará a su hermana.

Sin embargo, la mentira sale a la luz muy pronto. La hermana ve a través de la ventana de su cuarto a sus padres llevando el cadáver de la chica. Baja las escaleras y los interpela. Estos le cuentan la verdad. Ella está en profundo desacuerdo con lo que están haciendo. Amenaza con llamar a los padres de la chica desaparecida y contarles lo que ha sucedido. La madre le dice que, si hace eso, todos irán a prisión, incluyendo sus abuelos. La hija decide no hacer nada, al menos por el momento.

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Los padres deciden construir una casa en el sótano y encerrar allí a su hijo. Saben que, si lo dejaran vivir con ellos, en libertad, tarde o temprano terminaría delatándose y delatándolos. El plan de los padres es informar a la policía que su hijo ha desaparecido, tal como la chica, y seguir viviendo normalmente. Cuidarán a su hijo, lo visitarán diariamente y lo criarán lo mejor que puedan.

Quien se encarga de la construcción del sótano es el padre. Decide hacer una habitación extra para que alguien se pueda quedar a dormir con el hijo de vez en cuando. Además, le coloca una televisión con una videocasetera y el libro El mago de Oz. Además, por pedido de la madre, deja un pequeño espacio en el techo por el que entra un rayo de sol.

El sótano tiene dos entradas: una que se conecta con la cocina de la casa y otra que se conecta a través de un túnel con el jardín. Allí, en medio de la hierba, hay una trampilla que les permitirá salir y entrar sin ser vistos. Para no ser descubiertos, una vez que el hijo entre en el sótano por la puerta de la cocina, bloquearán definitivamente ese acceso. De esa manera, nadie sabrá que la casa tiene un sótano.

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Dos meses después, el sótano ya está en condiciones de albergar al hijo. Mientras la madre conversa con él y lo prepara para la mudanza, la hermana mira el teléfono de la casa. Está arrepentida de no haber llamado a los padres de la chica desaparecida para contarles la verdad. Va a la cocina y le pregunta a su familia si ellos harían algo así por ella; si la protegerían tal como están protegiendo a su hermano. El padre le responde que ya hicieron algo así por ella: cuando metió a su hermano con la cabeza destruida en la cama, ellos no dijeron nada en el hospital. Discuten.

La hermana le dice a toda la familia que se van a arrepentir, y sale de la cocina rumbo al salón. Llama a la familia de la chica desaparecida. El padre aparece en escena, dispuesto a arrebatarle el teléfono. Ella lo desconecta y sube corriendo al faro. Se encierra allí con llave. El padre le ruega que no haga esa llamada, pero ella lo ignora.

El padre de la chica desaparecida atiende de inmediato. Ella le cuenta lo que pasó con su hija. Cuando está por decirle que su familia se prepara para esconder a su hermano en el sótano, él ya ha cortado la comunicación.

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La familia entra en pánico. El abuelo cierra las cortinas de la casa. El padre propone huir en el bote. La abuela dice que no podrán esconderse por siempre. Finalmente, aceptan lo inevitable: deberán vivir en el sótano. Ahora bien, esta solución trae consigo dos problemas. Por un lado, no hay lugar para todos. Un miembro de la familia deberá quedarse afuera. Por otro lado, ¿cómo obtendrán víveres para sobrevivir allí abajo?

El abuelo propone, así, ser él quien se quede afuera del sótano, encargado de facilitarle a la familia todo lo que necesite. Además, él se encargará de brindar una coartada para la desaparición de los demás: encenderá el bote familiar y lo dejará partir. Cuando la policía llegue, él dirá que la familia huyó y que no fue con ellos porque no quiso ser cómplice. Luego, la policía encontrará el barco en algún lugar, probablemente estrellado contra las rocas. Darán por hecho que la familia se ahogó.

Cuando están por poner el plan en acción, la ventana de la casa estalla. La hija, que se encuentra aún en el faro, baja la escalera al oír el estrépito. La familia apaga la luz. Quien rompió el vidrio fue el padre de la chica desaparecida. Arrojó una bomba molotov. El hombre lanza una segunda bomba. La casa comienza a quemarse. Todos escapan a la cocina, menos la hija, que se queda en el salón. La tercera bomba rompe la ventana de la cocina y rueda escaleras abajo, rumbo al sótano.

Padre, madre, abuela e hijo bajan al escondite. La hija, por supuesto, se rehúsa. Le piden por favor que no los delate. Ella se ríe. El abuelo, entonces, la empuja por las escaleras y cierra la puerta.

Mientras tanto, en el sótano, la hija lucha con su padre. Cuando logra librarse de él, intenta escapar, pero la puerta ya está cerrada. Todos, excepto la hija, se abrazan y miran lo que será su nuevo y definitivo hogar. Ella, entonces, encuentra la bomba molotov que rodó por las escaleras. Sin dudarlo, se la arroja a sus familiares y, con placer, observa cómo se prenden fuego.

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Este subcapítulo transcurre seis semanas después del anterior. La familia ha sobrevivido a las quemaduras generadas por la bomba, aunque sus rostros han quedado desfigurados.

En el transcurso de este subcapítulo, le quitan el vendaje a la abuela y descubren que ella, además de estar desfigurada, ha perdido la vista. Ese mismo día, también la madre descubre que está embarazada. Debaten qué harán con el bebé. Por motivos religiosos, descartan la opción de abortarlo. Por motivos afectivos, descartan la de darlo en adopción. Si el abuelo lo cuidara fuera del escondite, no podrían justificar su existencia. Quien nacerá nueve meses después, en el sótano, será el protagonista y narrador de la novela.

Al final del subcapítulo, la abuela entra al cuarto de los padres a tientas y atraviesa la puerta secreta que conecta el sótano con el mundo exterior. Para salir por allí, el padre debe abrirle con una llave que lleva colgada en el cuello. El narrador cuenta que la hija intentó escapar en reiteradas ocasiones. Logró hacerse con la llave y pasar dicha puerta, pero luego se topó con la trampilla que conecta al túnel con el mundo exterior. Esta solo puede ser abierta por el abuelo desde afuera.

La abuela regresa del túnel con un paquete que la da el abuelo: allí está la máscara que desde ese momento utilizará la hermana obligatoriamente. Su familia ya no tolera ver su cara impoluta, sana.

Análisis

En este capítulo, Pen cambia la focalización narrativa. Deja de lado la primera persona y desarrolla el capítulo desde la tercera persona del singular. Entonces, lo que el lector, hasta ahora presa del desconocimiento del narrador/protagonista, no podía conocer, finalmente, sale a la luz.

De la mano de este nuevo narrador, los lectores nos enteramos de cuál fue la cadena de hechos que condujo a la familia a vivir en un sótano, por qué tienen los rostros quemados, cómo sobreviven, por qué la hermana lleva una máscara, y qué le pasó al hermano, es decir, de dónde provienen sus problemas de salud mental.

Al brindarnos toda esta información, Pen lleva al lector al clímax de la obra y lo prepara para el desenlace. Hasta la llegada de este tercer capítulo, lector y protagonista iban a la par, tenían prácticamente la misma información. De aquí en adelante, esa paridad se romperá definitivamente. Al volver al presente de la narración en el cuarto capítulo, los lectores sabrán mucho más que el protagonista. Este estará aún intentando develar la verdad que los lectores ya conocen.

Una de las características fundamentales del thriller radica en este tipo de juegos con la información. Es sumamente común que, al leer una obra de este género, los lectores tengan menos información que el narrador y deban esforzarse por sonsacarle la verdad. En El brillo de las luciérnagas, esto es al revés. Durante los primeros dos capítulos, lector y narrador tienen la misma información y, a partir de este tercer capítulo, entonces, esto cambia: los lectores tenemos más información que el narrador/protagonista. A esta relación invertida del saber, en la que los lectores saben más que el narrador, se la denomina “focalización espectatorial”.

¿Para qué le sirve a Pen la focalización espectatorial? Respondamos a esta pregunta con palabras de Alfred Hitchcock, el gran maestro del thriller. En una entrevista da a François Truffaut, Hitchcock dice:

Ahora estamos manteniendo una charla muy inocente. Supongamos que hay una bomba debajo de esta mesa entre nosotros. No sucede nada, y luego de repente, «¡Boom!». Hay una explosión. El público se sorprende, pero antes de esa sorpresa, ha visto una escena absolutamente ordinaria, sin ninguna consecuencia especial. Ahora, tomemos una situación de suspense. La bomba está debajo de la mesa y el público lo sabe, probablemente porque han visto al anarquista colocarla ahí. El público es consciente de que la bomba va a explotar a la una y hay un reloj en el decorado. El público puede ver que es la una menos cuarto. En esas condiciones, esta inocente conversación se vuelve fascinante, porque el público está participando en la escena. El público ansía advertir a los personajes de la pantalla: «No deberías hablar de asuntos tan triviales. Hay una bomba a tus pies ¡y está a punto de explotar!». En el primer caso hemos dado al público quince segundos de sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso les hemos proporcionado quince minutos de suspense” (1993, p. 61).

Pen utiliza la focalización espectatorial para generar un suspenso constante en el desenlace de la obra. Tal como en el ejemplo que da Hitchcock, en el cuarto capítulo de El brillo de las luciérnagas, los lectores sienten el deseo de comunicarse con el protagonista, de advertirle que la hermana le está mintiendo, de instarlo a escapar sin temerle al hombre grillo, que no es más que su abuelo, un bondadoso anciano, etc. Gracias a la focalización espectatorial, construida en el tercer capítulo a través del uso de la tercera persona, Pen le propicia al lector un desenlace vertiginoso, explosivo como la bomba de la que habla Hitchcock.

Además de ser fundamental para crear el clima del desenlace, este capítulo tiene una gran importancia en relación con el tema más relevante de la novela: la responsabilidad personal. Al tener toda la información sobre lo que llevó a la familia al sótano, los lectores pueden juzgar a los personajes conociendo cada una de sus motivaciones, su responsabilidad y su accionar moral. ¿Es la familia culpable o víctima?

Si revisamos la cadena de hechos que condujo a la familia a vivir como viven, veremos que esta pregunta se posa sobre los diferentes personajes. El primer hecho de esta cadena es el que sucedió quince años antes del presente de la narración: el accidente del hermano. La hermana, con once años, queda encargada de cuidar a su hermano menor. Le advierten que no deben subir al faro, pero, en su afán aventurero, lo hace con su hermano. Este se accidenta al caer por las escaleras. La hermana, temerosa de que sus padres se enojen con ella y, creyendo que nada realmente grave pasó, lo mete en la cama. Como consecuencia, el hermano tendrá por siempre problemas de salud mental, y la hermana se ganará el odio eterno de sus padres. ¿Es ella culpable o víctima? ¿Se puede culpar de tal atrocidad a una niña de solo once años que, en ningún momento, hizo nada de mala fe? ¿O es ella víctima de la irresponsabilidad de sus padres de dejar a una niña al cuidado de otro niño?

Ese es el hecho, si se quiere, desencadenante. Cuatro años después, el hermano se encuentra en las rocas, de casualidad, a una chica que ha desaparecido en el pueblo hace días. Está herida. El hermano, que como consecuencia de sus problemas de salud mental es incapaz de distinguir el bien del mal y la ficción de la realidad, la mete en una cueva en lugar de ayudarla. La tiene allí durante seis días. Cree que es su muñeca, que se aman. La viola y, sin darse cuenta, la deja morir. Sin dudas, ella es una víctima, pero ¿es el hermano culpable, o es víctima de sus problemas de salud mental? ¿Se puede responsabilizar por sus acciones a alguien que no sabe lo que hace?

Esta pregunta divide a la familia. Los padres y la abuela, de inmediato, abogan por la inocencia del hermano, mientras que la hermana, por su parte, considera que el muchacho es culpable. El abuelo tarda en decidirse, pero el amor familiar, finalmente, se impone por sobre su moralidad. Entonces, todos, excepto la hermana, deciden esconder al hermano para así salvarlo de la prisión. ¿Son los padres y los abuelos culpables o víctimas? ¿Se los puede acusar moralmente, o hay que comprender el amor por el chico, a quien consideran inocente, los lleva a hacer lo que hacen?

La hermana no tiene dudas al respecto: al esconder al hermano y no denunciar lo que ha pasado, su familia también es culpable de lo que le ha sucedido a la chica desaparecida. Además, no hay que olvidar que los padres y abuelos de la hermana la desprecian desde el accidente que ha sucedido años atrás. De hecho, para ellos, lo que ha sucedido entre el hermano y la chica desaparecida es culpa de ella, la gran responsable de que él tenga problemas de salud mental. Antes de que la familia esconda al hermano en el sótano, la hermana llama al padre de la chica desaparecida, le cuenta lo que ha pasado y lo que piensan hacer sus familiares. Como consecuencia de dicho llamado, todos deberán esconderse en el sótano para salvarse de la prisión. ¿Es la hermana culpable de empujar a su familia al sótano, o es una víctima de sus inmoralidades? Sea como sea, ella termina en el sótano junto al resto de la familia. Como cada uno de ellos, es incapaz de esquivar la desgracia, y los acontecimientos se la llevan por delante.

Entonces: ¿víctimas o culpables? Pen deja en manos del lector la respuesta. Entabla una serie de sucesos moralmente debatibles haciendo de la responsabilidad un tema de discusión constante. Mete a la ética y la moral dentro de su juego vertiginoso. Aborda asuntos sumamente espinosos en medio de la acción y el entretenimiento ligero. En caso de divertirse mientras lee páginas llenas de sordidez, el lector podrá decir que él también es inocente; podrá declararse una víctima más de la prosa de Paul Pen.