El Túnel

El Túnel Citas y Análisis

Que el mundo es horrible, es una verdad que no necesita demostración. Bastaría un hecho para probarlo, en todo caso: en un campo de concentración un ex pianista se quejó de hambre y entonces lo obligaron a comerse una rata, pero viva.

Juan Pablo Castel, p. 62.

Este pasaje, que se halla al final del primer capítulo, pone en perspectiva de época el nihilismo del narrador-protagonista. Su falta de confianza en la humanidad se inscribe en el mundo de posguerra, pocos años después del nazismo.

Juan Pablo Castel menciona este hecho de nuevo en una conversación con María (capítulo 9), cuando intenta explicar la escena de la ventana de su cuadro. Allí, sostiene que el mundo no tiene sentido, porque el ser humano nace para sufrir y morir dentro de una comedia inútil. El absurdo del mundo se relaciona, de este modo, con sus aspectos más desoladores.

¿Acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia, ¿no me había pasado meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias a mi capacidad lógica?

Juan Pablo Castel, p. 84.

Llama la atención, en estas palabras de Juan Pablo Castel, cómo se engaña a sí mismo al creer que ha encontrado a María gracias a su manera de razonar. El método riguroso con el que examina las variantes posibles para hallarla de nada le sirve en el momento del encuentro azaroso en la calle. Esto demuestra cómo el protagonista se pierde en el plano abstracto de lo teórico, disminuyendo su capacidad para discernir qué sucede en el plano de lo real.

Quizás sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo.

Juan Pablo Castel, p. 88.

En este pasaje podemos detectar el modo en el que Castel utiliza la imagen del puente como símbolo de la unión entre él y María, unión que percibe inestable pero necesaria para no precipitarse hacia lo desconocido y la muerte.

Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que ‘entraban y salían’ y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como un ácido: ‘Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme’. Pensé que alrededor de María existían muchas sombras”.

Juan Pablo Castel, p. 92.

Con estas preguntas que interpelan al lector observamos el modo en el que Juan Pablo convierte los detalles de una conversación en pistas que lo conducirían a confirmar el engaño de María, de quien sospecha que tiene vínculos con otros hombres y que no lo ama verdaderamente. Por su parte, el lector puede desconfiar del propio Castel, que revela con estas reflexiones una personalidad paranoica.

El mar está ahí, permanente y rabioso. Mi llanto de entonces, inútil; también inútiles mis esperas en la playa solitaria, mirando tenazmente al mar. ¿Has adivinado y pintado este recuerdo mío o has pintado el recuerdo de muchos seres como vos y yo?

Pero ahora tu figura se interpone: estás entre el mar y yo. Mis ojos encuentran tus ojos. Estás quieto y un poco desconsolado, me mirás como pidiendo ayuda.

María Iribarne, p. 101.

Estas palabras de María revelan el modo en el que se une a Castel a través de su pintura. Narra una experiencia personal que es la misma representada en la escena de la ventana del cuadro Maternidad. Juan Pablo interpreta estas palabras de María como una muestra de su amor. Pero en la descripción de María, el artista se interpone entre la obra y quien la contempla. Es quizás esta demanda de atención la que interrumpe la conexión entre ambos.

Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsuelo, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podría tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría, a menos de haber cierta verdad en aquella calificación.

Juan Pablo Castel, p. 109

En este fragmento, Juan Pablo Castel elabora sus intrincadas sospechas revelando su machismo y su misoginia. Pone de manifiesto el maltrato psicológico al que somete a María y nos hace conocedores de su menosprecio hacia las mujeres que ejercen la prostitución. Si bien este es un prejuicio propio de la época, Castel lo utiliza para convencernos de la falsedad de todo lo que en María es alegre y positivo. De esta manera, el insulto misógino se pone al servicio de sus deducciones paranoicas.

El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.

La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que, sin embargo, uno puede liberarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperación que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.

Juan Pablo Castel, p. 119-120.

Esta reflexión sobre el suicidio ilumina el existencialismo y el nihilismo del protagonista. Por un lado, Castel sostiene que el absurdo del mundo puede desaparecer llevando la propia individualidad hacia un lugar desconocido: la muerte. Pero, por otro lado, el pintor no puede tomar esta “alternativa” porque lo aterra ese desconocimiento absoluto que consiste en morir. Admite entonces que su espíritu se aferra a lo conocido, a cualquier cosa que considere mínimamente buena.

En relación con lo que propone Camus acerca de abrazar el sinsentido del mundo, Castel muestra ser un “mal” existencialista: su negación de la muerte se sostiene en una esperanza igualmente absurda, y no en un compromiso rebelde que acepta sin angustias el absurdo de la vida.

Ahora que puedo analizar mis sentimientos con tranquilidad, […] siento que, en cierto modo, estoy pagando la insensatez de no haberme conformado con la parte de María que me salvó (momentáneamente) de la soledad. Ese estremecimiento de orgullo, ese deseo creciente de posesión exclusiva debían haberme revelado que iba por mal camino, aconsejado por la vanidad y la soberbia.

Juan Pablo Castel, p. 134.

En este pasaje, Juan Pablo muestra un momento de claridad mental, en el que reconoce que su modo de razonar es conducido por un entendimiento del amor como posesión y por sentimientos ególatras. Llama la atención el uso de la palabra “insensatez”, de importancia al final de la novela. Después de matar a María, Castel va al encuentro de su esposo, Allende, para contarle que ella lo engañaba con Hunter y que él la ha asesinado. Allende reacciona atacándolo y llamándolo “insensato”, palabra que impacta a Juan Pablo, que después de haber sido encerrado por su crimen sigue preguntándose por su significado. De esta manera, puede interpretarse la “sensatez” como aquello que le falta a Castel y que se escapa a su razonamiento paranoico.

Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados.

Juan Pablo Castel, p. 159.

Estas palabras de Castel, que recuperan la espera previa al asesinato, nos permiten indagar su experiencia subjetiva de la temporalidad. Este momento, cuya duración no puede medir objetivamente, lo lleva a recordar una serie de experiencias vividas e imaginadas: la infancia propia y la de María. El tiempo es percibido a través de una imagen espacial, la del agua en forma de río y de mar. Estas aguas lo conducen hacia el pasado, donde se ve a sí mismo de niño, encerrado y enfermo, mientras imagina a María llena de vitalidad, disfrutando del exterior. Aunque aquellas infancias se contraponen, reconoce en ambas la misma mirada. Esta identificación alucinada nos revela hasta qué punto Castel ha distorsionado su percepción del tiempo real. Estas imágenes parecen dominarlo y dirigirlo hacia el momento culmine: la destrucción de su amada.

En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizás se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro.

Juan Pablo Castel, p. 160.

Este pasaje, que retoma el epígrafe que explica el título de la novela, toma importancia para entender la desesperanza de Juan Pablo Castel. El amor entre él y María le había hecho creer que ambos podían reconocerse en su inevitable soledad. Aquí la conexión no la establece un puente, sino un muro transparente, que aunque confirma la separación, les permite acompañarse mientras cada uno se halla en su propio túnel. Sin embargo, Castel llega a la conclusión de que María no pertenece a ningún túnel, y que el muro transparente es en realidad como la ventana de su cuadro: algo que permite que María lo observe, pero desde afuera y por intriga, más que por verdadera identificación.

Castel se reconoce único en su soledad. Esta reflexión nos sugiere que se cree especial en su condición de abandono, como si hubiera cierto goce masoquista en su angustia existencial. En este sentido, podemos pensar que, al asesinar a María, la única persona que podría haber eliminado su soledad, Castel se asegura la permanencia en su singularidad.