El nombre de la rosa

Contexto

Umberto Eco en 1984.

En su anterior obra teórica, Lector in fabula, Eco ya reseñaba en una llamada a pie de página la «polémica sobre la posesión de bienes y la pobreza de los apóstoles que se planteó en el siglo XIV entre los franciscanos espirituales y el pontífice».[3]​ En dicha polémica destacó el polémico pensador franciscano Guillermo de Ockham, quien estudió la controversia entre los espirituales y el papado sobre la doctrina de la pobreza apostólica, principal para los franciscanos, pero considerada dudosa y posiblemente herética tanto por el papado como por los dominicos.[n. 1]​ La figura intelectual del nominalista Guillermo de Ockham, su filosofía empirista y científica, expresada en lo que se ha dado en llamar la navaja de Ockham,[n. 2]​ es considerada parte de las referencias que ayudaron a Eco a construir el personaje de Guillermo de Baskerville, y determinaron el marco histórico y la trama secundaria de la novela.

Según Eco, si no hubiera existido el Gruppo 63 no habría escrito El nombre de la rosa.[4]​ El Gruppo 63, movimiento de neoavanguardia literaria al que perteneció el autor,[5]​ perseguía una búsqueda experimental de las formas lingüísticas y el contenido que rompiera con los esquemas tradicionales. A ellos les debe «la propensión a la aventura "otra", al gusto por las citas y al collage».[4]​ En aplicación de su propia teoría literaria, El nombre de la rosa es una opera aperta, una «novela abierta», con dos o más niveles de lectura. Llena de referencias y de citas, Eco pone en boca de los personajes multitud de citas de autores medievales; el lector «ingenuo» puede disfrutarla a un nivel elemental sin comprenderlas, «después está el lector de segundo nivel que capta la referencia, la cita, el juego y por lo tanto sabe que se está haciendo, sobre todo, ironía». Pese a ser considerada una novela «difícil», por la cantidad de citas y notas al pie, o quizás incluso por eso, la novela fue un auténtico éxito popular. El autor ha planteado al respecto la teoría de que quizás haya una generación de lectores que desee ser desafiada, que busque aventuras literarias más exigentes.[4]​

La idea original de Eco era escribir una novela policíaca, pero sus novelas «nunca empezaron a partir de un proyecto, sino de una imagen. De ahí la idea de imaginar a un benedictino en un monasterio que mientras lee la colección encuadernada del Manifiesto muere fulminado».[4]​ Extensamente familiarizado y apasionado del Medioevo por anteriores trabajos teóricos, el autor trasladó esta imagen de modo natural a la Edad Media, y se pasó un año recreando el universo en que se desarrollaría la trama: «Pero recuerdo que pasé un año entero sin escribir una sola línea. Leía, hacía dibujos, diagramas, en suma, inventaba un mundo. Dibujé cientos de laberintos y plantas de abadías, basándome en otros dibujos, y en lugares que visitaba».[4]​ De ese modo, pudo familiarizarse con los espacios, con los recorridos, reconocer a sus personajes y enfrentarse con la tarea de encontrar una voz para su narrador, lo que tras repasar las de los cronistas medievales le recondujo de nuevo a las citas, y por ello la novela debía empezar con un manuscrito encontrado. Eco dice al respecto en Apostillas: «Así escribí de inmediato la introducción, situando mi narración en un cuarto nivel de inclusión, en el seno de otras tres narraciones: yo digo que Vallet decía que Mabillon había dicho que Adso dijo...».


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