Diarios de motocicleta

Diarios de motocicleta Resumen y Análisis El ombligo-Por el centro peruano

Resumen

El ombligo

Guevara afirma que Cuzco puede definirse por la palabra “evocación”, y que existen tres Cuzcos. El primero recuerda el momento en que los Incas supieron que aquel era el lugar elegido para acabar con su nomadismo y afianzar su imperio, y entonces se expandieron tomando Cuzco como centro, y construyeron la fortaleza Sacsayhuamán para proteger los palacios y templos de los enemigos. Esa fortaleza está ahora “destrozada por la estupidez del conquistador analfabeto” (p.100), piensa Guevara. Este primer Cuzco, afirma, invita a ser guerrero y defender a los Incas.

El segundo Cuzco se ve de arriba: techos de tejas rojas, cúpulas de iglesias barrocas, el vestuario colorido de los habitantes por las calles estrechas. Este Cuzco invita a ser turista, a posar superficialmente la mirada sobre él.

El tercer Cuzco es vibrante y está dado por los monumentos que dan testimonio orgulloso de los guerreros españoles, y según Guevara invitan a luchar en el bando Inca contra los conquistadores.

La tierra del Inca

Guevara describe las particularidades de las construcciones incaicas de Cuzco. Aunque la casta Inca perdió su poder, los bloques de piedra permanecen y parecen impermeables al tiempo, incluso después de que las tropas blancas saquearan la ciudad y arrasaran los templos Incas para construir sus iglesias. Guevara comenta que en la zona son frecuentes los terremotos que asaltan la superficie del terreno, y que la cúpula de Santo Domingo se ha derrumbado tres veces, mientras los cimientos del Templo del Sol permanecen intactos. Sin embargo, las piedras parecen agotadas, y toda la civilización que evocan parece haber existido en vano después de la conquista blanca. Los Incas nunca obtuvieron su venganza.

Guevara luego se explaya sobre Machu Picchu, que significa "cerro viejo" (p.104). Originalmente fue, según explica, un refugio sagrado de los quechuas, y luego, en época de conquista, un escondite. Se hizo muy conocido en Occidente debido al trabajo del arqueólogo Bingham. También está Huayna Picchu, o "cerro joven", originalmente utilizado como punto de vigilancia. Guevara concluye que encontró en ese sitio “una pura expresión de la civilización indígena más poderosa de América” (p.107).

El señor de los temblores

La María Angola es una de las campanas más famosas del mundo. Los campanarios de la catedral se habían destruido a causa de un terremoto en 1950 y Francisco Franco ordenó reconstruirlos. Se tocó el himno español en su honor, pero la banda tocó el himno republicano, por lo que el obispo debió frenar la ceremonia.

El solar del vencedor

Pronto, Cuzco dejó de ser el “ombligo del mundo” y sus tesoros emigraron hacia el este. La capital Inca perdió poder frente a Lima, que emergió como primera potencia.

Guevara describe la catedral del centro de Cuzco, envejecida, y afirma que toda la ciudad sugiere la inquietante sensación de una civilización que ha muerto.

Cuzco a secas

Alberto y Ernesto se reúnen con el doctor Hermosa, quien les ofrece un panorama de la vida peruana y la oportunidad de hacer un viaje por todo el Valle del Inca en su automóvil. En las ruinas, Guevara se suma a un grupo que juega al fútbol. Impresiona al dueño de la pelota, que es también dueño de un hotel y los invita a hospedarse allí.

Poco después toman el tren a Cuzco. En estos trenes, siempre hay vagones de tercera clase reservados para los indios locales; son similares a los de transporte de ganado en Argentina.

Guevara describe la pobreza del museo arqueológico de Cuzco: los arqueólogos extranjeros ya han saqueado la región. El encargado del museo les habla a Guevara y a Alberto sobre el esplendor del pasado y la miseria actual en lo que respecta a los indígenas.

Huambo

Camino al leprosorio de Huambo deben pasar unos días en Abancay, un pueblo pequeño en el que ambos jóvenes pasan hambre, y Guevara sufre un ataque de asma intenso. Cuando se recupera, visitan al teniente gobernador del pueblo para solicitarle caballos con los cuales ir al leprosorio.

El teniente les entrega a los jóvenes los caballos y un guía que solo habla quechua. En el viaje, una anciana y un niño los interceptan y les hablan en una lengua que ellos no comprenden. Guevara y Granado creen que estas personas quieren venderles algo, pero el guía les explica que, en realidad, los caballos les pertenecen; el gobernador se los robó. Los hombres les entregan los caballos y siguen el camino a pie.

Llegan al leprocomio y los recibe el señor Montejo, jefe de sanitarios, quien guía la visita por el hospital. Guevara describe las condiciones inhóspitas del lugar, y relata también lo que le cuentan los médicos y algún paciente que padece el calvario de estar allí. Montejo habla de la ignorancia que hay en torno a la enfermedad y que repercute en la hostilidad y falta de ayuda por parte de los vecinos. Luego los lleva luego a visitar el nuevo hospital en construcción. Aunque él y los médicos están orgullosos de él, Guevara y Granado notan que el nuevo espacio consta de problemas parecidos a los del viejo.

Días después abandonan el lugar acompañados por un sirviente quechua, obligado a cargar con el peso del equipaje de los hombres. Alberto y Ernesto lo liberan de la tarea. Consiguen que un camión los transporte hasta Andahuaylas, donde Guevara acude a un hospital para recuperarse del asma.

Siempre al norte

Ernesto y Alberto continúan camino. Sufren, por momentos, la falta de comida, pero tienen fe en conseguir un buen trabajo al llegar a Lima.

En Andahuaylas, Alberto reacciona agresivamente cuando unos soldados de la Guardia Civil maltratan a una mujer india que lleva comida para su marido preso. Los soldados se sorprenden, puesto que allí lo más común es no considerar a los indios como personas.

Un camión lleva a los jóvenes a la ciudad. Tras largas horas de frío insoportable, finalmente arriban a Ayacucho, donde son alojados por un hombre que disfruta de hospedar extranjeros. Los días que pasan allí, aprovechan para visitar algunas iglesias. Luego, siguen camino hacia Lima.

Por el centro peruano

Guevara y Granado deben detener su marcha porque unos obreros trabajan en la carretera, estallando explosivos. Hay tormentas y la noche se acerca. Alberto y Ernesto padecen hambre y frío. Finalmente pueden avanzar, aunque a un ritmo lento.

Los hombres se suben a otro camión. Es un viaje aterrador, rodeado por un acantilado. Alberto y Guevara están preocupados: saben de los frecuentes y mortales accidentes que allí suceden. Sin embargo, llegan sanos y salvos al pequeño pueblo de Merced. Allí, todos están conmocionados por un reciente asesinato. Ernesto y Alberto juegan a inventar hipótesis sobre el crimen: para ellos, el denunciante, quien acusa a un indio, es en verdad el asesino. Sin embargo, tras hablar con él un tiempo, cambian de opinión.


Análisis

Quizás los momentos más profundos de Diarios de motocicleta se correspondan con la estadía de Ernesto y Alberto en Perú, particularmente en Cuzco. Allí, ambos jóvenes se sumergen por completo en la historia y la cultura del lugar visitado, tanto que Ernesto acaba dividiendo Cuzco por las impresiones que evoca en quien la admira. Estas cavilaciones sobre las diferentes versiones de Cuzco funcionan como una sutil reprimenda para cualquiera que tienda a ver las ruinas Incas bajo una perspectiva meramente arquitectónica, una luz superficial que no distinga matices. Guevara pone su sensibilidad a disposición del paisaje y parece sugerir que la experiencia de viaje implica sumergirse en el lugar visitado, experimentar junto a sus personas y su historia. Así, la mera observación pasiva de Cuzco puede dejar lugar a la voluntad de, por ejemplo, tomar las armas en nombre de los Incas y, viajando en el tiempo, empuñar la espada contra el guerrero español. Sin embargo, el narrador no pierde en ningún momento la capacidad de distinguir entre las glorias del pasado y la situación presente, y acabará admitiendo que Cuzco entero da la impresión “de una civilización que ha muerto” (p.110).

Por supuesto que la muerte de esa civilización no es en absoluto accidental, y Guevara no dejará de brindar detalles acerca de las trágicas consecuencias del colonialismo en esas tierras. Dichas consecuencias son visibles, por ejemplo, en las condiciones del museo arqueológico de Cuzco. Ernesto afirma que el lugar es “bastante pobre”, debido a que “cuando las autoridades abrieron los ojos sobre el monto de la riqueza que se escapaba hacia otros sitios, ya era tarde" (p.113). Efectivamente, los europeos ya "habían saqueado sistemáticamente la región" y dejado solamente el "deshecho" (p.113). Así es como el ejercicio colonialista de los imperios no solo destruye las civilizaciones preexistentes imponiendo la del conquistador, sino que además extrae del territorio colonizado todo lo que pueda considerarse riqueza, dejando entonces, por ejemplo, a una ciudad sin elementos que pueda exhibir en un museo como muestra de su propia cultura.

Las otras consecuencias brutales de la colonización española en el Perú se hacen visibles en las calles, en los rostros de quienes caminan por allí: la grandeza de los Incas, civilización precolombina que reinó en América del sur, se convirtió en la vergüenza y el temor de un pueblo oprimido y embrutecido. El encargado del museo del Cuzco les habla a los jóvenes “del esplendor pasado y de la miseria actual, de la necesidad imperiosa de educar al indígena, como primer paso hacia una rehabilitación total, de la necesidad de elevar rápidamente el nivel económico de su familia”, con el fin de propiciar que los pueblos originarios “se muestren orgullosos, mirando su pasado, y no avergonzados, viendo el presente, de ser integrantes de la comunidad indígena o mestiza” (p.113). Este tipo de diagnóstico acerca del problemático estatuto de los indígenas en la sociedad no difiere mucho del que los jóvenes habían oído en Bolivia: evidentemente, el conquistador español no parece haber distinguido entre pueblos originarios, entre civilizaciones, entre historias, a la hora de saquear los territorios e imponer su fe aplastando todo lo preexistente. El resultado es una América Latina arrasada en sus recursos, en su economía, en su orgullo, en su forma de mirar a los integrantes de los pueblos originarios.

No todo el oro encontrado en las tierras del Perú fue llevado a Europa por los españoles. Testimonio de esto son las cuantiosas cantidades de piedras preciosas que adornan exacerbadamente las iglesias católicas erigidas sobre lo que fuera la civilización incaica. Ernesto registra el indignante contraste: las iglesias exhiben una riqueza avasallante en medio de una ciudad cuya mayoría de habitantes vive en la pobreza.

En esta misma línea, el comentario de Guevara sobre la catedral de Cuzco puede leerse como una síntesis de la conquista colonial en el continente. Ernesto explica que, en un claro gesto de “escarmiento y reto del conquistador orgulloso” (p.102), los españoles construyeron la Iglesia de Santo Domingo sobre las ruinas del Templo del Sol:

Cuando las tropas blancas entraron a saco sobre la ya vencida ciudad, atacaron sus templos con saña y unieron a la avidez por el oro que adornaban los muros en exacto símbolo del dios Sol, el placer sádico de cambiar por el ídolo doliente de un pueblo alegre, el alegre y vivificante símbolo de un pueblo triste. Los templos de Inti cayeron hasta sus cimientos o sus paredes sirvieron para el asiento de las iglesias de la nueva religión (p.102).

La voluntad de imponer a la fuerza la propia fe se suma a la codicia, y el conquistador español no duda en destruir el templo Inca, hacerse del oro de su símbolo y poner en su lugar a su “ídolo doliente”, el Cristo en la Cruz, símbolo de la Iglesia Católica.

Los pueblos originarios, cuenta Guevara, esperaban que sus dioses desataran su venganza sobre el brutal conquistador. Por el contrario, debieron ver cómo se levantaban, frente a sus narices y sobre sus antiguos templos y fortalezas, una nube de iglesias que incluso pretendía borrar los ya únicos testimonios de un pasado orgulloso. Sin embargo, Guevara encuentra en ciertos detalles del paisaje ciertos “signos del pasado inca” (p.103) por allí esparcidos, y se detiene particularmente en un fenómeno: mientras los terremotos de la zona hacen temblar las iglesias y varias veces hicieron caer la cúpula de Santo Domingo, los bloques de piedra que antes erigieran el Templo del sol se mantienen firmes, mostrando “su indiferencia de piedra gris, sin que la magnitud del desastre que cae sobre su dominadora separe de sus puntos una sola de las rocas que lo forman” (p.102). Son los cimientos Incas los que muestran, silenciosos, su resistencia y fortaleza, y quizás auguren, a los ojos de Guevara, una posible ”revancha”.

Otra ironía en torno al poder autoritario de los españoles en América aparece en la situación relatada por Guevara acerca de la campana de la catedral María Angola. Destruida por un terremoto en 1950, el dictador Francisco Franco, que ejerciera el mando en ese momento en España tras vencer el bando nacionalista y católico en la Guerra Civil, manda arreglarla. En el acto de inauguración de la reluciente campana renovada, la banda entona las notas del himno republicano, bando que se enfrentara al nacionalista y que protesta por el régimen dictatorial erigido por Franco desde su asunción.

Camino a Huambo, los jóvenes deben parar debido a que Ernesto padece un ataque de asma que le impide mantenerse en pie. Esta enfermedad, que azota a Ernesto Guevara desde sus dos años, le traerá complicaciones a lo largo de toda su vida. En tanto se trata de una enfermedad inflamatoria de las vías respiratorias inferiores, durante los accesos asmáticos Guevara padece una fuerte dificultad para respirar y silbidos en el pecho. Este tipo de crisis puede desencadenarse por diversos factores ambientales, infecciones virales, ciertos medicamentos, el cigarrillo, las emociones fuertes o los esfuerzos físicos.

La mención de su enfermedad es quizás relevante en tanto muchos biografistas señalan que en la relación que Guevara tuvo con el asma desde pequeño se cifra gran parte de lo que será luego su relación con el peligro o la dificultad. Según varios registros, Guevara demostró desde muy chico un gran temple para soportar los sufrimientos acarreados por el asma, al mismo tiempo que exhibió una temeridad natural: bastaba que se le insinuara que algo podía resultar peligroso a causa de su enfermedad para que él se empecinara en hacerlo por el gusto de aceptar el desafío. En Diarios de motocicleta se ve constantemente esta actitud que Guevara tiene frente al peligro o la incomodidad: ni el frío, ni el hambre, ni la enfermedad —cuestiones que lo azotan una y otra vez en este viaje— le hacen considerar abandonar lo que se propuso realizar, aunque más no sea por el deseo de sentirse vencedor en situaciones dificultosas.

Una de esas situaciones dificultosas se presenta cuando Guevara decide adentrarse, junto a su amigo, en el leprosorio. El doctor Hugo Pesce, prestigioso leprólogo, organiza tres colonias de leprosos que tienen lugar en la Amazonia peruana. La más grande es el lazareto de San Pablo, y es adonde se dirigen Ernesto y Alberto. Apenas descienden de la embarcación que los deja en una aldea a orillas del Amazonas, se impresionan al encontrar a los seiscientos pacientes declarados incurables que allí viven. El amable señor Montejo, jefe de sanitarios, les muestra con orgullo las instalaciones del nuevo hospital; su entusiasmo despierta la piedad de Guevara, quien al mismo tiempo se siente obligado a volcar en sus Diarios la verdadera impresión que le produce lo que ve, y que define como “calvario”.

Valga como gesto de temeridad o de compromiso social, Guevara decide instalarse junto a Alberto entre los enfermos, a pesar del terror generalizado que produce la palabra “lepra” en la sociedad de la época. Es probable que, con este gesto, los jóvenes quisieran dar un mensaje a la población de la aldea que tanta discriminación volcaba sobre los enfermos por considerarlos mortalmente contagiosos. Y es que en ese entonces había menor información acerca de la enfermedad, y peores tratamientos. Hoy, a pesar de seguir siendo infecciosa (y provocar lesiones en la piel y daños en los nervios), la lepra es curable en un plazo de entre seis y doce meses con un tratamiento compuesto por varios fármacos. En ese entonces, especialmente con pocos recursos económicos, la enfermedad podía resultar un calvario, en tanto los leprocomios se asemejaban para los enfermos a una antesala de un definitivo y horrible final. El sufrimiento de los leprosos conmueve a Ernesto y a Alberto, que conviven quince días con los internados. Y es que la indefensión como producto de la discriminación e indiferencia moviliza, como ninguna otra cosa, la voluntad de un Ernesto que se prepara para ayudar incluso a quienes ya ni siquiera sueñan con una redención.