Poeta en Nueva York

Poeta en Nueva York Texto del Poema

Poeta en Nueva York
Federico García Lorca

Los poemas de este libro están escritos en la ciudad de Nueva York el año 1929-1930, en que el poeta vivió como estudiante en Columbia University.
F. G. L.


Poemas de la soledad en Columbia University


Furia color de amor, amor color de olvido.
Luis Cernuda

VUELTA DE PASEO

Asesinado por el cielo,

entre las formas que van hacia la sierpe

y las formas que buscan el cristal,

dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta

y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota

y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo

y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.

¡Asesinado por el cielo!

1910

(INTERMEDIO)

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez

no vieron enterrar a los muertos,

ni la feria de ceniza del que llora por la madrugada,

ni el corazón que tiembla arrinconado como un caballito de mar.

Aquellos ojos míos de mil novecientos diez

vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,

el hocico del toro, la seta venenosa

y una luna incomprensible que iluminaba por los rincones

los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las botellas.

Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,

en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,

en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,

en un jardín donde los gatos se comían a las ranas.

Desván donde el polvo viejo congrega estatuas y musgos,

cajas que guardan silencio de cangrejos devorados

en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.

Allí mis pequeños ojos.

No preguntarme nada. He visto que las cosas

cuando buscan su curso encuentran su vacío.

Hay un dolor de huecos por el aire sin gente

y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!

Nueva York, agosto 1929

FÁBULA Y RUEDA DE LOS TRES AMIGOS

Enrique,

Emilio,

Lorenzo,

Estaban los tres helados:

Enrique por el mundo de las camas;

Emilio por el mundo de los ojos y las heridas de las manos,

Lorenzo por el mundo de las universidades sin tejados.

Lorenzo,

Emilio,

Enrique,

Estaban los tres quemados:

Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;

Emilio por el mundo de la sangre y los alfileres blancos,

Enrique por el mundo de los muertos y los periódicos abandonados.

Lorenzo,

Emilio, Enrique, Estaban los tres enterrados:

Lorenzo en un seno de Flora;

Emilio en la, yerta ginebra que se olvida en el vaso,

Enrique en la hormiga, en el mar y en los ojos vacíos de los pájaros.

Lorenzo,

Emilio,

Enrique,

Fueron los tres en mis manos

tres montañas chinas,

tres sombras de caballo,

tres paisajes de nieve y una cabaña de azucenas

por los palomares donde la luna se pone plana bajo el gallo.

Uno

y uno

y uno,

Estaban los tres momificados,

con las moscas del invierno,

con los tinteros que orina el perro y desprecia el vilano,

con la brisa que hiela el corazón de todas las madres,

por los blancos derribos de Júpiter donde meriendan muerte los borrachos.

Tres

y dos

y uno,

Los vi perderse llorando y cantando

por un huevo de gallina,

por la noche que enseñaba su esqueleto de tabaco,

por mi dolor lleno de rostros y punzantes esquirlas de luna,

por mi alegría de ruedas dentadas y látigos,

por mi pecho turbado por las palomas,

por mi muerte desierta con un solo paseante equivocado.

Yo había matado la quinta luna

y bebían agua por las fuentes los abanicos y los aplausos.

Tibia leche encerrada de las recién paridas

agitaba las rosas con un largo dolor blanco.

Enrique,

Emilio,

Lorenzo.

Diana es dura,

pero a veces tiene los pechos nublados.

Puede la piedra blanca latir en la sangre del ciervo

y el ciervo puede soñar por los ojos de un caballo.

Cuando se hundieron las formas puras

bajo el cri cri de las margaritas,

comprendí que me habían asesinado.

Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,

abrieron los toneles y los armarios,

destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.

Ya no me encontraron.

¿No me encontraron?

No. No me encontraron.

Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,

y que el mar recordó ¡de pronto!

los nombres de todos sus ahogados.

TU INFANCIA EN MENTON

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.

JORGE GUILLÉN.

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.

El tren y la mujer que llena el cielo.

Tu soledad esquiva en los hoteles

y tu máscara pura de otro signo.

Es la niñez del mar y tu silencio

donde los sabios vidrios se quebraban.

Es tu yerta ignorancia donde estuvo

mi torso limitado por el fuego.

Norma de amor te di, hombre de Apolo,

llanto con ruiseñor enajenado,

pero, pasto de ruina, te afilabas

para los breves sueños indecisos.

Pensamiento de enfrente, luz de ayer,

índices y señales del acaso.

Tu cintura de arena sin sosiego

atiende sólo rastros que no escalan.

Pero yo he de buscar por los rincones

tu alma tibia sin ti que no te entiende,

con el dolor de Apolo detenido

con que he roto la máscara que llevas.

Allí, león, allí, furia del cielo,

te dejaré pacer en mis mejillas;

a11í, caballo azul de mi locura,

pulso de nebulosa y minutero,

he de buscar las piedras de alacranes

y los vestidos de tu madre niña,

llanto de media noche y paño roto

que quitó luna de la sien del muerto.

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.

Alma extraña de mi hueco de venas,

te he de buscar pequeña y sin raíces.

¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!

¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.

No me tapen la boca los que buscan

espigas de Saturno por la nieve

o castran animales por un cielo,

clínica y selva de la anatomía.

Amor, amor, amor Niñez del mar.

Tu alma tibia sin ti que no to entiende.

Amor, amor, un vuelo de la corza

por el pecho sin fin de la blancura.

Y tu niñez, amor, y to niñez.

El tren y la mujer que llena el cielo.

Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.

Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.

II

LOS NEGROS

Para Ángel del Río.

NORMA Y PARAISO DE LOS NEGROS

Odian la sombre del pájaro

sobre el pleamar de la blanca mejilla

y el conflicto de luz y viento

en el salón de la nieve fría.

Odian la flecha sin cuerpo,

el pañuelo exacto de la despedida,

la aguja que mantiene presión y rosa

en el gramíneo tabor de la sonrisa.

Aman el azul desierto,

las vacilantes expresiones bovinas,

la mentirosa luna de los polos,

la danza curva del agua en 1a orilla.

Con la ciencia del tronco y del rastro

llenan de nervios luminosos la arcilla

y patinan lúbricos por agua y arenas

gustando la amarga frescura de su milenaria saliva.

Es por el azul crujiente,

azul sin un gusano ni una huella dormida,

donde los huevos de avestruz quedan eternos

y deambulan intactas las lluvias bailarinas.

Es por el azul sin historia,

azul de una noche sin temor de día,

azul donde el desnudo del viento va quebrando

los camellos sonámbulos de las nubes vacías.

Es allí donde sueñan los torsos bajo la gula de la hierba.

A11í los corales empapan la desesperación de la tinta,

los durmientes borran sus perfiles bajo la madeja de los caracoles

y queda el hueco de la danza sobre las últimas cenizas.

EL REY DE HARLEM

Con una cuchara

arrancaba los ojos a los cocodrilos

y golpeaba el trasero de los monos.

Con una cuchara.

Fuego de siempre dormía en los pedernales

y los escarabajos borrachos de anís

olvidaban el musgo de las aldeas.

Aquel viejo cubierto de setas

iba al sitio donde lloraban los negros

mientras crujía la cuchara del rey

y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos

de las úitimas curves del aire,

y en los montones de azafrán

los niños machacaban pequeñas ardillas

con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes

y llegar al rubor negro

para que el perfume de pulmón

nos golpee las sienes con su vestido

de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,

a todos los amigos de la manzana y de la arena,

y es necesario dar con los puños cerrados

a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,

para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,

para que los cocodrilos duerman en largas filas

bajo el amianto de la luna,

y para que nadie dude de la infinita belleza

de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!

No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,

a to sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,

a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.

*

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil.

Las muchachas americanas

llevaban niños y monedas en el vientre

y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.

Ellos son.

Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes

y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara

arrancaba los ojos a los cocodrilos

y golpeaba el trasero de los monos.

Con una cuchara.

Los negros lloraban confundidos

entre paraguas y soles de oro,

los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,

y el viento empañaba espejos

y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.

No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,

viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,

bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,

cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas

rueden por las playas con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,

hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.

Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella

y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá

por los tejados y azoteas, por todas partes,

para quemar la clorofila de las mujeres rubias,

para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos

y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

Hay que huir,

huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,

porque el tuetano del bosque penetrará por las rendijas

para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse

y una falsa tristezá de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo

cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua

las heridas de los millonarios

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

Un viento sur de madera, oblicuo en el negro fango,

escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;

un viento sur que lleva

colmillos, girasoles, alfabetos

y una pila de Volta con avispas ahogadas.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,

el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.

Médulas y corolas componían sobre las nubes

un desierto de tallos sin una sola rosa:

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,

se levanta el muro impasible

para el topo, la aguja del agua.

No busquéis, negros, su grieta

para hallar la máseara infinita.

Buscad el gran sol del centro

hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques

seguro de no encontrar una ninfa,

el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,

el tatuado sol que baja por el río

y muge seguido de caimanes.

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula

palidecieron al morir.

El leñador no sabe cuándo expiran

los clamorosos árboles que corta.

Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey

a que cicutas .y cardos y ortigas turben postreras azoteas.

Entonces, negros, entonces, entonces,

podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,

poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas

y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas

asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay, Harlem, disfrazada!

¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!

Me llega tu rumor,

me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,

a través de láminas grises

donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,

a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,

a través de tu gran rey desesperado

cuyas barbas llegan al mar.

IGLESIA ABANDONADA
(BALADA DE LA GRAN GUERRA)

Yo tenía un hijo que se llamaba Juan.

Yo tenía un hijo.

Se perdió por los arcos un viernes de todos los muertos.

Lo vi jugar en las últimas escaleras de la misa

y echaba un cubito de hojalata en el corazón del sacerdote.

He golpeado los ataúdes. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

Saqué una pata de gallina por detrás de la luna y luego

comprendí que mi niña era un pez

por donde se alejan las carretas.

Yo tenía una niña.

Yo tenía un pez muerto bajo la ceniza de los incensarios.

Yo tenía un mar. ¿De qué? ¡Dios mío! ¡Un mar!

Subí a tocar las campanas, pero las frutas tenían gusanos

y las cerillas apagadas

se comían los trigos de la primavera.

Yo vi la transparente cigüeña de alcohol

mondar las negras cabezas de los soldados agonizantes

y vi las cabañas de goma

donde giraban las copas llenas de lágrimas.

En las anémonas del ofertorio to encontraré, ¡corazón mío!,

cuando el sacerdote levante la mula y el buey con sus fuertes brazos

para espantar los sapos nocturnos que rondan los helados paisajes del cáliz.

Yo tenía un hijo que era un gigante,

pero los muertos son más fuertes y saben devorar pedazos de cielo.

Si mi niño hubiera sido un oso,

yo no temería el siglo de los caimanes,

ni hubiese visto el mar amarrado a los árboles

para ser fornicado y herido por el tropel de los regimientos.

¡Si mi niño hubiera sido un oso!

Me envolveré sobre esta lona dura para no sentir el frío de los musgos.

Sé muy bien que me darán una manga o la corbata;

pero en el centro de la misa yo rompere el timón y entonces

vendrá a la piedra la locura de pingüinos y gaviotas

que harán decir a los que duermen y a los que cantan por las esquinas:

él tenía un hijo.

¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo

que no era más que suyo. porque era su hijo!

¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Su híjo!

III

CALLES Y SUEÑOS

A Rafael R. Rapún.

Un pájaro de papel en el pecho

dice que el tiempo de los besos no ha llegado.

VICENTE ALEIXANDRE.

DANZA DE LA MUERTE

El mascarón, ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo viene del Africa a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta,

Los queños botones de fósforo.

Se fueron los camellos de carne desgarrada

y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,

de la espiga en el ojo y el gato laminado,

del óxido de hierro de los grandes puentes

y el definitivo silencio del corcho.

Era la gran reunión de los animales muertos,

traspasados por las espadas de la luz;

la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza

y de la gacela con una siempreviva en la garganta.

En la marchita soledad sin honda

el abollado mascarón danzaba.

Medio lado del mundo era de arena,

mercurio y sol dormido el otro medio.

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Arena, caimán y rniedo sobre Nueva York!

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío

donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.

Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,

con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,

acabó con los más leves tallitos del canto

y se fue al diluvio empaquetado de la savia,

a través del descanso de los últimos desfiles,

levantando con el rabo pedazos de espejo.

Cuando el chino lloraba en el tejado

sin encontrar el desnudo de su mujer

y el director del banco observaba el manómetro

que mide el cruel silencio de la moneda,

el mascarón llegaba a Wall Street.

No es extraño para la danza

este columbario que pone los ojos amarillos.

De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso

que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.

El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,

ignorantes en su frenesí de la luz original.

Porque si la rueda olvida su fórmula,

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos;

y si una llama quema los helados proyectos,

el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.

No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.

El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,

entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados

que aullarán, noche oscura, por su tiempo sin luces,

¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,

tendida en la frontera de la nieve!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Qué ola de fango y luc¡érnaga sobre Nueva York!

*

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.

Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.

En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.

Y las brisas de largos remos

golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro

para fingir una muerta semilla de manzana.

El aire de la llanura, empujado por los pastores,

temblaba con un miedo de molusco sin concha.

Pero no son los muertos los que bailan,

estoy seguro.

Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.

Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;

son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,

los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,

los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,

los que beben en el banco lágrimas de niña muerta

o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa!

¡No, que no baile el Papa!

Ni el Rey,

ni el millonario de dientes azules,

ni las bailarinas secas de las catedrales,

ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.

Sólo este mascarón,

este mascarón de vieja escarlatina,

¡sólo este mascarón!

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto, muy pronto, muy pronto. ¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo escupe veneno de bosqué

por la angustia imperfecta de Nueva York!

Diciembre, 1929.

PAISAJE DE LA MULTITUD QUE VOMITA

(ANOCHECER OE CONEY ISLAND)

La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de los tambores,.

la mujer gorda

que vuelve del revés los pulpos agonizantes.

La mujer gorda, enemiga de la luna,

corría por las calles y los pisos deshabitados

y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma

y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos

y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido

y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas.

Son los cementerios, lo sé, son los cementerios

y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,

son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora

los que nos empujan en la garganta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito

con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la saliva.

Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta,

ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.

Son los muertos que arañan con sus manos de tierra

las puertas de pedernal donde se pudren nublos y postres.

La mujer gorda venía delante

con las gentes de los barcos, de las tabernas y de los jardines.

El vómito agitaba delicadamente sus tambores

entre algunas niñas de sangre

que pedían protección a la luna.

¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,

esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol

y despide barcos increíbles

por las anémonas de los muelles.

Me defiendo con esta mirada

que mana de las ondas por donde el alba no se atreve

yo, poeta sin brazos, perdido

entre la multitud que vomita,

sin caballo efusivo que corte

los espesos musgos de mis sienes.

Pero la mujer gorda seguía delante

y la gente buscaba las farmacias

donde el amargo trópico se fija.

Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros canes

la ciudad entera se agolpó en las barandillas del embarcadero.

New York, 29 de diciembre de 1929.

PAISAJE DE LA MULTITUD QUE ORINA

(NOCTURNO DE BATTERY PLACE)

Se quedaron solos:

aguardaban la velocidad de las últimas bicicletas.

Se quedaron solas:

esperaban la muerte de un niño en el velero japonés.

Se quedaron solos y solas

soñando con los picos abiertos de los pájaros agonizantes,

con el agudo quitasol que pincha

al sapo recién aplastado,

bajo un silencio con mil orejas

y diminutas bocas de agua

en los desfiladeros que resisten

el ataque violento de la luna.

Lloraba el niño del velero y se quebraban los corazones

angustiados or el testigo y la vigilia de todas las cosas

y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas

gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.

No importa que el niño calle cuando le clavan el último alfiler,

ni importa la derrota de la brisa en la corola del algodón,

porque hay un mundo de la muerte con marineros definitivos

que se asomarán a los arcos y os helarán por detrás de los árboles.

Es inútil buscar el recodo

donde la noche olvida su viaje

y acechar un silencio que no tenga

trajes rotos y cáscaras y llanto,

porque tan sólo el diminuto banquete de la araña

basta para romper el equilibrio de todo el cielo.

No hay remedio para el gemido del velero japonés,

ni para estas gentes ocultas que tropiezan con las esquinas.

El cameo se muerde la cola para unir las raíces en un punto

y el ovillo busca por la grama su ansia de longitud insatisfecha.

¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los trasatlánticos!

Fachadas de crin, de humo; anémonas, guantes de goma.

Todo está roto por la noche,

abierta de piernas sobre las terrazas.

Todo está roto por los tibios caños

de una terrible fuente silenciosa.

¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!

Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,

campos libres donde silban mansas cobras deslumbradas,

paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas,

para que venga la luz desmedida

que temen los ricos detrás de sus lupas

el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis y rata

y para que se quemen estas gentes que pueden orinar alrededor de un ge­mido

en los cristales donde se comprenden las olas nunca repetidas.

ASESINATO

(DOS VOCES DE MADRUGADA EN RIVER SIDE DRIVE)

¿Cómo fue?

‑Una grieta en la mejilla.

¡Eso es todo!

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfilez que bucea

hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.

‑¿Cómo, cómo fue?

‑Así.

‑¡Déjame! ¿De esa manera?

‑Sí.

El corazón salió solo.

‑¡Ay, ay de mí!

NAVIDAD EN EL HUDSON

¡Esa esponja gris!

Ese marinero recién degollado.

Ese río grande.

Esa brisa de límites oscuros.

Ese filo, amor, ese filo.

Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo,

con el mundo de aristas que ven todos los ojos,

con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.

Estaban uno, cien, mil marineros,

luchando con el mundo de las agudas velocidades,

sin enterarse de que el mundo

estaba solo por el cielo

El mundo solo por el cielo solo.

Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.

Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.

El mundo solo por el cielo solo

y el aire a la salida de todas las aldeas.

Cantaba la lombriz el terror de la rueda

y el marinero degollado

cantaba el oso de agua que lo había de estrechar;

y todos cantaban aleluya,

aleluya. Cielo desierto.

Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales

dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,

ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.

Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.

No importa que cada minuto

un niño nuevo agite sus ramitos de venas,

ni que el parto de la vI'bora, desatado bajo las ramas,

calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.

Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.

Alba no. Fábula inerte.

Sólo esto: Desembocadura.

¡Oh esponja mía gris!

¡Oh cuello rnío recién degollado!

¡Oh río grande mío!

¡Oh brisa mía de límites que no son míos!

¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

Nueva York, 27 de diciembre de 1929.

CIUDAD SIN SUEÑO
(NOCTURNO DEL BROOKLYN BRIDGE

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.

Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan

y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas

al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Hay un muerto en el cementerio más lejano

que se queja tres años

porque tiene un paisaje seco en la rodilla;

y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto

que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda

o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.

Pero no hay olvido, ni sueño:

carne viva. Los besos atan las bocas

en una maraña de venas recientes

y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso

y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día

los caballos vivirán en las tabernas

las hormigas furiosas

atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día

veremos la resurrección de las mariposas disecadas

y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos

veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.

¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!

A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,

a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención deí puente

o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,

hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,

donde espera la dentadura del oso,

donde espera la mano momificada del niño

y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Pero si alguien cierra los ojos,

¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!

Haya un panorama de ojos abiertos

y amargas llagas encendidas.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

Ya lo he dicho.

No duerme nadie.

Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,

abrid los escotillones para que vea bajo la luna

las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

PANORAMA CIEGO DE NUEVA YORK

Si no son los pájaros

cubiertos de ceniza,

si no son los gemidos que golpean las ventanas de la boda,

serán las delicadas criaturas del aire

que manan la sangre nueva por la oscuridad inextinguible.

Pero no, no son los pájaros,

porque los pájaros están a punto de ser bueyes;

pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna

y son siempre muchachos heridos

antes de que los jueces levanten la tela.

Todos comprenden el dolor que se relaciona con la muerte,

pero el verdadero dolor no está presente en el espíritu.

No está en el aire ni en nuestra vida,

ni en estas terrazas llenas de humo.

El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas

es una pequeña quemadura infinita

en los ojos inocentes de los otros sistemas.

Un traje abandonado pesa tanto en los hombros

que muchas veces el cielo los agrupa en ásperas manadas.

Y las que mueren de parto saben en la última hora

que todo rumor será piedra y toda huella latido.

Nosotros ignoramos que el pensamiento tiene arrabales

donde el filósofo es devorado por los chinos y las orugas.

Y algunos niños idiotas han encontrado por las cocinas

pequeñas golondrinas con muletas

que sabían pronunciar la palabra amor.

No, no son los pájaros.

No es un pájaro el que expresa la turbia fiebre de laguna,

ni el ansia de asesinato que nos oprime cada momento,

ni el metálico rumor de suicidio que nos anima cada madrugada.

Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo,

es un pequeño espacio vivo al loco unisón de la luz,

es una escala indefinible donde las nubes y rosas olvidan

el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre.

Yo muchas veces me he perdido

para buscar la quemadura que mantiene despiertas las cosas

y sólo he encontrado marineros echados sobre las barandillas

y pequeñas criaturas del cielo enterradas bajo la nieve.

Pero el verdadero dolor estaba en otras plazas

donde los peces cristalizados agonizaban dentro de los troncos,

plazas del cielo extraño para las antiguas estatuas ilesas

y para la tierna intimidad de los volcanes.

No hay dolor en la voz. Sólo existen los dientes,

pero dientes que callarán aislados por el raso negro.

No hay dolor en la voz. Aquí sólo existe la Tierra.

La tierra con sus puertas de siempre

que llevan al rubor de los frutos.

NACIMIENTO DE CRISTO

Un pastor pide teta por la nieve que ondula

blancos perros tendidos entre linternas sordas.

El Cristito de barro se ha partido los dedos

en los filos eternos de la madera rota.

¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos!

Dos hilillos de sangre quiebran el cielo duro.

Los vientres del demonio resuenan por los valles

golpes y resonancias de carne de molusco.

Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes

coronadas por vivos hormigueros del alba.

La luna tiene un sueño de grandes abanicos

y el toro sueña un toro de agujeros y de agua.

El niño llora y mira con un tres en la frente.

San José ve en el heno tres espinas de bronce.

Los pañales exhalan un rumor de desierto

con cítaras sin cuerdas y degolladas voces.

La nieve de Manhattan empuja los anuncios

y lleva gracia pura por las falsas ojivas.

Sacerdotes idiotas y querubes de pluma

van detrás de Lutero por las altas esquinas.

LA AURORA

La aurora de Nueva York tiene

cuatro columnas de. cieno

y un huracán de negras palomas

que chapotean las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca

porque allí no hay mañana ni esperanza posible.

A veces las monedas en enjambres furiosos

taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos

que no habrá paraíso ni amores deshojados;

saben que van al cieno de números y leyes,

a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos

en impúdico reto de ciencia sin raíces.

Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes

como recién salidas de un naufragio de sangre.

IV

POEMAS DEL LAGO EDEM MILLS

A Eduardo Ugarte.

POEMA DOBLE DEL LAGO EDEM

Nuestro ganado pace, el viento espira.

GARCILASO.

Era mi voz antigua

ignorante de los densos jugos amargos.

La adivino lamiendo mis pies

bajo los frágiles helechos mojados.

¡Ay voz antigua de mi amor,

ay voz de mi verdad,

ay voz de mi abierto costado,

cuando todas las rosas manaban de mi lengua

y el césped no conocía la impasible dentadura del caballo!

Estás aquí bebiendo mi sangre,

bebiendo mi humor de niño pesado,

mientras mis ojos se quiebran en el viento

con el aluminio y las voces de los borrachos.

Déjame pasar la puerta

donde Eva come hormigas

y Adán fecunda peces deslumbrados.

Déjame pasar hombrecillo de los cuernos

al bosque de los desperezos

y los alegrísimos saltos.

Yo sé el uso más secreto

que tiene un viejo alfiler oxidado

y sé del horror de unos ojos despiertos

sobre la superficie concreta del plato.

Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,

quiero mi libertad, mi amor humano

en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.

¡Mi amor humano!

Esos perros marinos se persiguen

y el viento acecha troncos descuidados.

¡Oh voz antigua, quema con tu lengua

esta voz de hojalata y de talco!

Quiero llorar porque me da la gana

como lloran los niños del último banco,

porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,

pero sí un pulso herido que sonda las cosas del otro lado.

Quiero llorar diciendo mi nombre,

rosa, niño y abeto a la orilla de este lago,

para decir mi verdad de hombre de sangre

matando en mí la burla y la sugestión del vocablo.

No, no, yo no regunto, yo deseo,

voz mía liberta que me lames las manos.

En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe

la luna de castigo y el reloj encenizado.

Así hablaba yo.

Así hablaba yo cuando Saturno detuvo los trenes

y la bruma y el sueño y la muerte me estaban buscando.

Me estaban buscando

allí donde mugen las vacas que tienen patitas de paje

y a11í donde flota mi cuerpo entre los equilibrios contrarios.

CIELO VIVO

Yo no podré quejarme

si no encontré lo que buscaba.

Cerca de las piedras sin jugo y los insectos vacíos

no veré el duelo del sol con las criaturas en carne viva.

Pero me iré al primer .paisaje

de choques, líquidos y rumores

que trasmina a niño recién nacido

y donde toda superficie es evitada,

para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría

cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas.

Allí no llega la escarcha de los ojos apagados

ni el mugido del árbol asesinado por la oruga.

Allí todas las formas guardan entrelazadas

una sola expresión frenética de avance.

No puedes avanzar por los enjambres de corolas

porque el aire disuelve tus dientes de azúcar,

ni puedes acariciar la fugaz hoja del helecho

sin sentir el asombro definitivo del marfil.

Allí bajo las raíces y en la médula del aire

se comprende la verdad de las cosas equivocadas,

el nadador de níquel que acecha la onda más fina

y el rebaño de vacas nocturnas con rojas patitas de mujer.

Yo no podré quejarme

si no encontré lo que buscaba;

pero me iré al primer paisaje de humedades y latidos

para entender que lo que busco tendrá su blanco de alegría

cuando yo vuele mezclado con el amor y las arenas.

Vuelo fresco de siempre sobre lechos vacíos,

sobre grupos de brisas y barcos encallados.

Tropiezo vacilante por la dura eternidad fija

y amor al fin sin alba. Amor. ¡Amor visible!

Edem Mills, Vermont, 24 agosto 1929.

V

EN LA CABAÑA DEL FARMER

(CAMPO DE NEWBURG)

A Concha Méndez y Manuel Altolaguirre.

EL NIÑO STANTON

Do you like me?

‑Yes, and you?

‑Yes, yes.

Cuando me quedo solo

me quedan todavía tus diez años,

los tres caballos ciegos,

tus quince rostros con el rostro de la pedrada

y las fiebres pequeñas heladas sobre las hojas del maíz.

Stanton, hijo mío, Stanton.

A las doce de la noche el cáncer salía por los pasillos

y hablaba con los caracoles vacíos de los documentos,

el vivísimo cáncer lleno de nubes y termómetros

con su casto afán de manzana para que to piquen los ruiseñores.

En la casa donde no hay un cáncer

se quiebran las blancas paredes en el delirio de la astronomía

y por los establos más pequeños y en las cruces de los bosques

brilla por muchos años el fulgor de la quemadura.

Mi dolor sangraba por las tardes

cuando tus ojos eran dos muros,

cuando tus manos eran dos países

y mi cuerpo rumor de hierba.

Mi agonía buscaba su traje,

polvorienta, mordida por los perros,

y tú la acompañaste sin temblar

hasta la puerta del agua oscura.

¡Oh, mi Stanton, idiota y bello entre los pequeños animalitos,

con tu madre fracturada por los herreros de las aldeas,

con un hermano bajo los arcos,

otro comido por los hormigueros,

y el cáncer sin alambradas latiendo por las habitaciones!

Hay nodrizas que dan a los niños

ríos de musgo y amargura de pie

y algunas negras suben a los pisos para repartir filtro de rata.

Porque es verdad palomas la gente

quiere echar las palomas a las alcantarillas

y yo sé to que esperan los que por la calle

nos oprimen de pronto las yemas de los dedos.

Tu ignorancia es un monte de leones, Stanton.

El día que el cáncer te dio una paliza

y te escupió en el dormitorio donde murieron los huéspedes en la epidemia

y abrió su quebrada rosa de vidrios secos y manos blandas

para salpicar de lodo las pupilas de los que navegan,

tú buscaste en la hierba mi agonía,

mi agonía con flores de terror,

mientras que el agrio cáncer mudo que quiere acostarse contigo

pulverizaba rojos paisajes por las sábanas de amargura,

y ponía sobre los ataúdes

helados arbolitos de ácido bórico.

Stanton, vete al bosque con tus arpas judías,

vete para aprender celestiales palabras

que duermen en los troncos, en nubes, en tortugas,

en los perros dormidos, en el plomo, en el viento,

en lirios que no duermen, en aguas que no copian,

para que aprendas, hijo, lo que tu pueblo olvida.

Cuando empiece el tumulto de la guerra

dejaré un pedazo de queso para tu perro en la oficina.

Tus diez años serán las hojas

que vuelan en los trajes de los muertos,

diez rosas de azufre débil

en el hombro de mi madrugada.

Y yo, Stanton, yo solo, en olvido,

con tus caras marchitas sobre mi boca,

iré penetrando a voces las verdes estatuas de la Malaria.

VACA

A Luis Lacasa.

Se tendió la vaca herida.

Árboles y arroyos trepaban por sus cuernos.

Su hocico sangraba en el cielo.

Su hocico de abejas

bajo el bigote lento de la baba.

Un alarido blanco puso en pie la mañana.

Las vacas muertas y las vivas,

rubor de luz o miel de establo,

balaban con los ojos entornados.

Que se enteren las raíces

y aquel niño que afila su navaja

de que ya se pueden comer la vaca.

Arriba palidecen

luces y yugulares.

Cuatro pezuñas tiemblan en el aire.

Que se entere la luna

y esa noche de rocas amarillas:

que ya se fue la vaca de ceniza.

Que ya se fue balando

por el derribo de los cielos yertos

donde meriendan muerte los borrachos.

NIÑA AHOGADA EN EL POZO

(GRANADA Y NEWBURG)

Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes,

pero sufren mucho más por el agua que no desemboca.

Que no desemboca.

E1 pueblo corría por las almenas rompiendo las cañas de los pescadores

¡Pronto! ¡Los bordes! ¡De prisa! Y croaban las estrellas tiernas

. ...que no desemboca.

¡Tranquila en mi recuerdo, astro, círculo, meta,

lloras por las orillas de un ojo de caballo.

. . . que no desemboca.

Pero nadie en to oscuro podrá darte distancias,

sin afilado límite, porvenir de diamante.

. . . que no desemboca.

Mientras la gente busca silencios de almohada

tú lates para siempre definida en to anillo.

...que no desemboca.

Eterna en los finales de unas ondas que aceptan

combate de raíces y soledad prevista.

...que no desemboca.

¡Ya vienen por las rampas! ¡Levántate del agua!

¡Cada punto de luz te dará tuna cadena!

. . . que no desemboca.

Pero el pozo te alarga manecitas de musgo,

insospechada ondina de su casta ignorancia.

. . que no desemboca.

No, que no desemboca. Agua fija en un punto,

respirando con todos sus violines sin cuerdas

en la escala de las heridas y los edificios deshabitados.

¡Agua que no desemboca!

VI
INTRODUCCION A LA MUERTE

POEMAS DE LA SOLEDAD EN VERMONT

Para Rafael Sánchez Ventura

MUERTE


¡Qué esfuerzo!

¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!

¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!

¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!

¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!

Y el caballo,

¡qué flecha aguda exprime de la rosa!

¡qué rosa gris levanta de su belfo!

Y la rosa,

¡qué rebaño de luces y alaridos

ata en el vivo azúcar de su tronco!

Y el azúcar,

¡qué puñalitos sueña en su vigilia!

Y los puñales diminutos,

¡qué luna sin establos!, ¡qué desnudos,

piel eterna y rubor, andan buscando!

Y yo, por los aleros,

¡qué serafín de llamas busco y soy!

Pero el arco de yeso,

¡qué grande, qué invisible, qué diminuto,

sin esfuerzo!

NOCTURNO DEL HUECO

I

Para ver que todo se ha ido,

para ver los huecos y los vestidos,

¡dame to guante de luna,

tu otro guante perdido en la hierba,

amor mío!

Puede el aire arrancar los caracoles

muertos sobre el pulmón del elefante

y soplar los gusanos ateridos

de las yemas de luz o las manzanas.

Los rostros bogan impasibles

bajo el diminuto griterío de las yerbas

y en el rincón está el pechito de la rana

turbio de corazón y mandolina.

En la gran plaza desierta

mugía la bovina cabeza recién cortada

y eran duro cristal definitivo

las formas que buscaban el giro de la sierpe.

Para ver que todo se ha ido

dame to mudo hueco, ¡amor mío!

Nostalgia de academia y cielo triste.

¡Para ver que todo se ha ido!

Dentro de ti, amor mío, por tu carne,

¡qué silencio de trenes bocarriba!

¡cuánto brazo de momia florecido!

¡qué cielo sin salida, amor, qué cielo!

Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa

bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.

Basta tocar el pulso de nuestro amor presente

para que broten flores sobre los otros niños.

Para ver que todo se ha ido.

Para ver los huecos de nubes y ríos.

Dame tus manos de laurel, amor.

¡Para ver que todo se ha ido!

Ruedan los huecos puros, por mí, por ti, en el alba

conservando las huellas de las ramas de sangre

y algún perfil de yeso tranquilo que dibuja

instantáneo dolor de luna apuntillada.

Mira formas concretas que buscan su vacío.

Perros equivocados y manzanas mordidas.

Mira el ansia, la angustia de un triste mundo fósil

que no encuentra el acento de su primer sollozo.

Cuando busco en la cama los rumores del hilo

has venido, amor mío, a cubrir mi tejado.

El hueco de una hormiga puede llenar el aire,

pero tú vas gimiendo sin norte por mis ojos.

No, por mis ojos no, que ahora me enseñas

cuatro ríos ceñidos en tu brazo,

en la dura barraca donde la luna prisionera

devora a un marinero delante de los niños.

Para ver que todo se ha ido

¡amor inexpugnable, amor huido!

No, no me des tu hueco,

¡que ya va por el aire el mío!

¡Ay de ti, ay de mí, de la brisa!

Para ver que todo se ha ido.

II

Yo.

Con el hueco blanquísimo de un caballo,

crines de ceniza. Plaza pura y doblada.

Yo.

Mi hueco traspasado con las axilas rotas.

Piel seca de uva neutra y amianto de madrugada.

Toda la luz del mundo cabe dentro de un ojo.

Canta el gallo y su canto dura más que sus alas.

Yo.

Con el hueco blanquísimo de un caballo. Rodeado

de espectadores que tienen hormigas en las palabras.

En el circo del frío sin perfil mutilado.

Por los capiteles rotos de las mejillas desangradas.

Yo.

Mi hueco sin ti, ciudad, sin tus muertos que comen.

Ecuestre por mi vida definitivamente anclada.

Yo.

No hay siglo nuevo ni luz reciente.

Sólo un caballo azul y una madrugada.

PAISAJE CON DOS TUMBAS Y UN PERRO ASIRIO

Amigo,

levántate para que oigas aullar

al perro asirio.

Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,

hijo mío.

Trajeron unas montañas de lacre rojo

y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.

El caballo tenía un ojo en el cuello

y la luna estaba en un cielo tan frío

que tuvo que desgarrarse su monte de Venus

y ahogar en sangre y ceniza los cementerios antiguos.

Amigo.

despierta, que los montes todavía no respiran

y las hierbas de mi corazón están en otro sitio.

No importa que estés lleno de agua de mar.

Yo amé mucho tiempo a un niño

que tenía una plumilla en la lengua

y vivimos cien años dentro de un cuchillo.

Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.

El aullido es ima larga lengua morada que deja

hormigas de espanto y licor da lirios.

Ya viene hacia la roca. ¡No alargues tus raíces!

Se acerca. Gime. No solloces en sueños, amigo.

¡Amigo!

Levántate para que oigas aullar

al perro asirio.

RUINA

Sin cncontrarse,

viajero por su propio torso blanco,

¡así iba al aire!

Pronto se vio que la luna

era una calavera de caballo

y el aire una manzana oscura.

Detrás de la ventana

con látigos y luces se sentía

la lucha de la arena con el agua.

Yo vi llegar las hierbas

y les eche un cordero que balaba

bajo sus dientecillos y lancetas.

Volaba dentro de una gota

la cáscara de pluma y celuloide

de la primer paloma.

Las nubes en manada

se quedaron dormidas contemplando

el duelo de las rocas con el alba.

Vienen las hierbas, hijo.

Ya suenan sus espadas de saliva

por el cielo vacío.

Mi mano, amor. ¡Las hierbas!

Por los cristales rotos de la casa

la sangre desató sus cabelleras.

Tú sólo y yo quedamos.

Prepara tu esqueleto para el aire.

Yo sólo y tú quedamos.

Prepara tu esqueleto.

Hay que buscar de prisa, amor, de prisa,

nuestro perfil sin sueño.

LUNA Y PANORAMA DE LOS INSECTOS

(POEMA DE AMOR)

La luna en el mar riela,

en la lona gime el viento

y alza en blando movimiento

olas de plata y azul.

ESPRONCEDA.

Mi corazón tendría la forma de un zapato

si cada aldea tuviera una sirena.

Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos

y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos

Si el aire sopla blandamente mi corazón tiene la orma de una niña.

Si el aire se niega a salir de los cañaverales

mi corazón tiene la forma de una milenaria boñiga de toro.

Bogar, bogar, bogar, bogar,

hacia el batallón de puntas desiguales,

hacia un paisaje de acechos pulverizados.

Noche igual de la nieve, de los sistemas suspendidos.

Y la luna.

¡La luna!

Pero no la luna.

La raposa de las tabernas,

el gallo japonés que se comió los ojos,

las hierbas masticadas.

No nos salvan las solitarias en los vidrios,

ni los herbolarios donde el metafísico

encuentra las otras vertientes del cielo.

Son mentira las formas. Sólo existe

el círculo de bocas del oxígeno.

Y la luna.

Pero no la luna.

Los insectos,

los muertos diminutos por las riberas,

dolor en longitud,

yodo en un punto,

las muchedumbres en el alfiler,

el desnudo que amasa la sangre de todos,

y mi amor que no es un caballo ni una quemadura,

criatura de pecho devorado.

¡Mi amor!

Ya cantan, gritan, gimen: Rostro, ¡Tu rostro! Rostro.

Las manzanas son unas,

las dalias son idénticas,

la luz tiene un sabor de metal acabado

y el campo de todo un lustro cabrá en la mejilla de la moneda.

Pero tu rostro cubre los cielos del banquete.

¡Ya cantan!, ¡gritan!, ¡gimen!,

¡cubren!, ¡trepan!, ¡espantan!

Es necesario caminar, ¡de prisa!, por las ondas, por las ramas,

por las calles deshabitadas de la edad media que bajan al río,

por las tiendas de las pieles donde suena un cuerno de vaca herida

por las escalas, ¡sin miedo!, por las escalas.

Hay un hombre descolorido que se está bañando en el mar;

es tan tierno que los reflectores le comieron jugando el corazón.

Y en el Perú viven mil mujeres, ¡oh insectos!, que noche y día

hacen nocturnos y desfiles entrecruzando sus propias venas.

Un diminuto guante corrosivo me detiene. ¡Basta!

En mi pañuelo he sentido el tris

de la primera vena que se rompe.

Cuida tus pies, amor mío, ¡tus manos!,

ya que yo tengo que entregar mi rostro,

mi rostro, ¡mi rostro!, ¡ay, mi comido rostro!

Este fuego casto para mi deseo,

esta confusión por anhelo de equilibrio,

este inocente dolor de pólvora en mis ojos,

aliviará la angustia de otro corazón

devorado por las nebulosas.

No nos salva la gente de las zapaterías,

ni los paisajes que se hacen musica al encontrar las llaves oxidadas.

Son mentira los aires. Sólo existe

una cunita en el desván

que recuerda todas las cosas.

Y la luna.

Pero no la luna.

Los insectos,

los insectos solos,

crepitantes, mordientes, estremecidos, agrupados,

y la luna

con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos.

¡¡La luna!!

Nueva York, 4 de enero de 1930

VII

VUELTA A LA CIUDAD

Para Antonio Hernández Soriano.

NEW YORK

OFICINA Y DENUNCIA

Debajo de las multiplicaciones

hay una gota de sangre de pato.

Debajo de las divisiones

hay una gota de sangre de marinero.

Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;

un río que viene cantando

por los dormitorios de los arrabales,

y es plata, cemento o brisa

en el alba mentida de New York.

Existen las montañas, lo sé.

Y los anteojos para la sabiduría,

lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.

He venido para ver la turbia sangre,

la sangre que lleva las máquinas a las cataratas

y el espíritu a la lengua de la cobra.

Todos los días se matan en New York

cuatro millones de patos,

cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes.

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos

que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozár afilando la navaja

o asesinar a los perros en las alucinantes cacerías

que resistir en la madrugada

los interminables trenes de leche,

los interminables trenes de sangre,

y los trenes de rosas maniatadas

por los comerciantes de perfumes.

Los patos y las palomas

y los cerdos y los corderos

ponen sus gotas de sangre

debajo de las multiplicaclones;

y los terribles alaridos de las vacas estrujadas

llenan de dolor el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.

Yo denuncio a toda la gente

que ignora la otra mitad,

la mitad irredimible

que levanta sus montes de cemento

donde laten los corazones

de los animalitos que se olvidan

y donde caeremos todos

en la última fiesta de los taladros

Os escupo en la cara.

La otra mitad me escucha

devorando, cantando, volando en su pureza

come los niños de las porterías

que llevan frágIles palitos

a los huecos donde se oxidan

las antenas de los insectos.

No es el infierno, es la calle.

No es la muerte, es la tienda de frutas.

Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles

en la patita de ese gato quebrada por el automóvil,

y yo oigo el canto de la lombriz

en el corazón de muchas niñas.

Óxido, fermento, tierra estremecida.

Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina.

¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?

¿Ordenar los amores que luego son fotografías,

que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?

No, no; yo denuncio,

yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva,

y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas

cuando sus gritos llenan el valle

donde el Hudson se emborracba con aceite.

CEMENTERIO JUDÍO

Las alegres fiebres huyeron a las maromas de los barcos

y el judío em­pujó la verja con el pudor helado del interior de la lechuga.

Los niños de Cristo dormían

y el agua era una paloma

y la madera era una garza

y el plomo era un colibrí

y aun las vivas prisiones de fuego

estaban consoladas por el salto de la langosta.

Los niños de Cristo bogaban y los judíos llenaban los muros

con un solo corazón de paloma

por el que todos querían escapar.

Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte

con un solo ojo de faisán,

vidriado por la angustia de un millón de paisajes.

Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma

cuando los cadáveres sienten en los pies

la terrible claridad de otra luna enterrada.

Pequeños dolores ilesos se acercan a los hospitales

y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.

Las arquitecturas de escarcha,

las liras y gemidos que se escapan de las hojas diminutas

en otoño, mojando las últimas vertientes,

se apagaban en el negro de los sombreros de copa.

La hierba celeste y sola de la que huye con miedo el rocío

y las blancas entradas de mármol que conducen al aire duro

mostraban su silencio roto por las huellas dormidas de los zapatos.

El judío empujó la verja;

pero el judío no era un puerto

y las barcas de nieve se agolparon

por las escalerillas de su corazón:

las barcas de nieve que acechan

un hombre de agua que las ahogue,

las barcas de los cementerios

que a veces dejan ciegos a los visitantes.

Los niños de Cristo dormían

y el judío ocupó su litera.

Tres mil judíos lloraban en el espanto de las galerías

porque reunían entre todos con esfuerzo media paloma,

porque uno tenía la rueda de un reloj

y otro un botín con orugas parlantes

y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas

y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;

y porque la media paloma gemía

derramando una sangre que no era la suya.

Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas humedecidas

y la luna copiaba en su mármol

nombres viejos y cintas ajadas.

Llegó la gente que come por detrás de las yertas columnas

y los asnos de blancos dientes

con los especialistas de las articulaciones.

Verdes girasoles temblaban

por los páramos del crepúsculo

y todo el cementerio era una queja

de bocas de cartón y trapo seco.

Ya los niños de Cristo se dormían

cuando el judío, apretando los ojos, s

e cortó las manos en silencio

al escuchar los primeros gemidos.

Nueva York, 18 de enero de 1930.

VIII

DOS ODAS

GRITO HACIA ROMA

(DESDE LA TORRE DEL CRYSLER BUILDING)

A mi editor Armando Guibert.

Manzanas levemente heridas

por finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma

y escupa carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.

Pero a viejo de las manos traslúcidas

dirá: Amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto ¡ay! mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan balo el terror pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra

que da sus frutos para todos.

ODA A WALT WHITMAN

Por el East River y el Bronx,

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,

ninguno quería ser el río,

ninguno amaba las hojas grandes,

ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough

los muchachos luchaban con la industria

y los judíos vendíán al fauno del río

la rosa de la circuncisión

y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados

manadas de bisontes empujadas por el viento.

Pero ninguno se detenía,

ninguno quería ser nube,

ninguno buscaba los helechos

ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga

las poleas rodarán para turbar el cielo;

un límite de agujas cercará la memoria

y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,

Nueva York de alambres y de muerte.

¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?

¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?

¿Quién el sueño terrible de tus anémonas manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,

he dejado de ver tu barba llena de mariposas,

ni tus hombros de pana gastados por la luna,

ni tus muslos de Apolo virginal,

ni tu voz como una columna de ceniza;

anciano hermoso como la niebla

que gemías igual que un pájaro

con el sexo atravesado por una aguja,

enemigo del sátiro,

enemigo de la vid

y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

Ni un solo momento, hermosura viril

que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,

soñabas ser un río y dormir como un río

con aquel camarada que pondría en tu pecho

un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,

hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,

porque por las azoteas,

agrupados en los bares,

saliendo en racimos de las alcantarillas,

temblando entre las piernas de los chauffeurs

o girando en las plataformas del ajenjo,

los maricas, Walt Whitman, te soñaban.

¡También ése! ¡También! Y se despeñan

sobre tu barba luminosa y casta,

rubios del norte, negros de la arena,

muchedumbres de gritos y ademanes,

como gatos y como las serpientes,

los maricas, Walt Whitman, los maricas

turbios de lágrinias, carne para fusta,

bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos

apuntan a la orilla de tu sueño

cuando el amigo come tu manzana

con un leve sabor de gasolina

y el sol canta por los ombligos

de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,

ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,

ni la saliva helada,

ni las curvas heridas como panza de sapo

que llevan los maricas en coches y terrazas

mientras la luna los azota por las esquinas del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,

toro y sueño que junte la rueda con el alga,

padre de tu agonía, camelia de tu muerte,

y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su deleite

en la selva de sangre de la mañana próxima.

El cielo tiene playas donde evitar la vida

y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.

Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.

Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,

la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,

los ricos dan a sus queridas

pequeños moribundos iluminados,

y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo

por vena de coral o celeste desnudo.

Mañana los amores serán rocas y el Tiempo

una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niña en su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero,

ni contra los solitarios de los casinos

que beben con asco el agua de la prostitución,

ni contra los hombres de mirada verde

que aman al hombre y queman sus labios en silencio.

Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,

de carne tumefacta y pensamiento inmundo,

madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño

del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a, los muchachos

gotas de sucia muerte con amargo veneno.

Contra vosotros siempre,

Faeries de Norteamérica,

Pójaros de la Habana,

Jotos de México,

Sarasas de Cádiz,

Apios de Sevilla,

Cancos de Madrid,

Floras de Alicante,

Adelaidas de Portugal.

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!

Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,

abiertos en las plazas con fiebre de abanico

o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte

mana de vuestros ojos

y agrupa flores grises en la orilla del cieno.

¡No haya cuartel! ¡Alerta!

Que los confundidos, los puros,

los clásicos, los señalados, los suplicantes

os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson.

con la barba hacia el polo y las manos abiertas.

Arcilla blanda o nieve, to lengua está llamando

camaradas que velen to gacela sin cuerpo.

Duerme, no queda nada.

Una danza de muros agita las praderas

y América se anega de máquinas y llanto.

Quiero que el aire fuerte de la noche más honda

quite flores y letras del arco donde duermes

y un niño negro anuncie a los blancos del oro

la llegada del reino de la espiga.

IX

HUIDA DE NUEVA YORK

DOS VALSES HACIA LA CIVILIZACIÓN

PEQUEÑO VALS VIENES

En Viena hay diez muchachas,

un hombro donde solloza la muerte

y un bosque de palomas disecadas.

Hay un fragmento de la mañana

en el museo de la escarcha.

Hay un salón con mil ventanas.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,

de sí, de muerte y de coñac

que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,

con la butaca y el libro muerto,

por el melancólico pasillo,

en el oscuro desván del lirio,

en nuestra cama de la luna

y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados.

Hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,

en el desván donde juegan los niños,

soñando viejas luces de Hungría

por los rumores de la tarde tibia,

viendo ovejas y lirios de nieve

por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, sy, ay!

Toma este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo

con un disfraz que tenga

cabeza de río.

¡Mira qué orillas tengo de jacintos!

Dejaré mi boca entre tus piernas,

mi alma en fotografías y azucenas,

y en las ondas oscuras de tu andar

quiero, amor mío, amor mío dejar,

violín y sepulcro, las cintas del vals.

VALS EN LAS RAMAS

Cayó una hoja

y dos

y tres.

Por la luna nadaba un pez.

El agua duerme una hora

y el mar blanco duerme cien.

La dama

estaba muerta en la rama.

La monja

cantaba dentro de la toronja.

La niña

iba por el pino a la piña.

Y el pino

buscaba la plumilla del trino.

Pero el ruiseñor

lloraba sus heridas alrededor.

Y yo también

porque cayó una hoja

y dos

y tres.

Y una cabeza de cristal

y un violín de papel

y la nieve podría con el mundo

una a una

dos a dos

y tres a tres.

¡Oh, duro marfil de carnes invisibles!

¡Oh, golfo sin hormigas del amanecer!

Con el numen de las ramas,

con el ay de las damas,

con el cro de las ranas,

y el geo amarillo de la miel.

Llegará un torso de sombra

coronado de laurel.

Será el cielo para el viento

duro como una pared

y las ramas desgajadas

se irán bailando con él.

Una a una

alrededor de la luna,

dos a dos

alrededor del sol.

y tres a tres

para que los marfiles se duerman bien.

X

EL POETA LLEGA A LA HABANA

A don Fernando Ortiz.

SON DE NEGROS EN CUBA

Cuando llegue la luna llena iré a Santiago de Cuba,

iré a Santiago,

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Cantarán los techos de palmera.

Iré a Santiago.

Cuando la palma quiere ser cigüeña,

iré a Santiago.

Y cuando quiere ser medusa el plátano,

iré a Santiago.

Iré a Santiago

con la rubia cabeza de Fonseca.

Iré a Santiago.

Y con la rosa de Romeo y Julieta

iré a Santiago.

¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!

Iré a Santiago.

¡Oh cintura caliente y gota de madera!

Iré a Santiago.

Arpa de troncos vivos. Caimán. Flor de tabaco.

Iré a Santiago.

Siempre he dicho que yo iría a Santiago

en un coche de agua negra.

Iré a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas,

iré a Santiago.

Mi coral en la tiniebla,

iré a Santiago.

El mar ahogado en la arena,

iré a Santiago,

calor blanco, fruta muerta,

iré a Santiago.

¡Oh bovino frescor de cañaveras!

¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!

Iré a Santiago.

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