Amalia

Amalia Resumen y Análisis Parte primera (capítulos 1-7)

Resumen

La noche del 4 de mayo de 1840, seis hombres avanzan con cautela para no ser vistos por las calles de Buenos Aires, con dirección al río. Tienen el plan de escapar y dar lucha al gobierno de Rosas desde el exilio, en el ejército del general Juan Lavalle. El que dirige el escape es Juan Merlo. Los otros hombres son Francisco Lynch, Eduardo Belgrano, Isidro Oliden, José María Riglos y Carlos Maisson.

Cuando llegan al Bajo, descubren que Merlo les ha hecho una emboscada: un grupo de hombres a caballo los espera para asesinarlos. Se da una lucha feroz y sangrienta. Riglos, Lynch, Maisson y Oliden caen muertos. Eduardo Belgrano, un joven valeroso y de expresión melancólica, resiste las envestidas de los hombres de Rosas y logra matar a varios de ellos.

En ese momento se oye la voz de un hombre que llega para rescatar a Eduardo, antes de que le atraviesen la garganta con el cuchillo: es Daniel Bello, su amigo. Los dos asesinos que seguían en pie escapan mientras Daniel se asegura de que Eduardo no ha sido herido de muerte. Lo levanta y conduce unos metros hasta alcanzar la residencia del ministro británico, el caballero Mandeville. Al ver que el ministro tiene una tertulia en la casa, deciden no pedir su ayuda.

Ocultos en una zanja, Eduardo y Daniel oyen el ruido de dos hombres a caballo que se acercan. Se trata de los asesinos que escaparon, y que ahora cuentan el dinero que les dieron por su trabajo. Cuando uno de ellos se va, Daniel le da muerte al que intentó asesinar a su amigo. Luego toma su caballo, sube a Eduardo y se encamina en dirección hacia Barracas, en el límite sur de la ciudad. Llegan a una casa, donde Daniel le pide a su prima, Amalia, que les abra la puerta. Cuando Amalia ve al hombre ensangrentado que acompaña a su primo, no duda en asistirlos.

Amalia es descrita como una mujer joven de “fisonomía encantadora” y “figura hermosa” (p.18) que está vestida de luto. Daniel le explica a su prima que las heridas de Eduardo “son oficiales” (p.18) y que es necesario curarlo, ocultarlo y salvarlo. Luego manda a llamar a Pedro, el criado de confianza de Amalia, que sirvió en el ejército junto a su padre. Daniel apela al patriotismo de Pedro para que asista a Eduardo, sobrino del héroe de la independencia Manuel Belgrano. Pedro promete ayudar y Daniel le pide que tome el caballo y que le entregue una carta al doctor Alcorta, y que después vaya a su casa y le dé otra carta a su criado, Fermín.

Eduardo teme que Amalia, Alcorta y Daniel corran peligro por asistirlo, pero su amigo le dice que es necesario ayudarse entre ellos en esta sociedad que se ha dividido en asesinos y víctimas. Daniel le pregunta a Amalia cuáles son los criados en los que confía plenamente. Su prima le responde que solo confía en Pedro, Teresa y Luisa. Daniel solicita que despida a los otros criados, por el peligro de que revelen a sus enemigos lo que ocurre en la casa.

Se oye el ruido de personas que se han parado en el portón. Se trata de Pedro, que ha regresado junto con el doctor Alcorta, médico y maestro de filosofía de Eduardo y de Daniel en la Universidad de Buenos Aires. Alcorta ingresa en la casa y empieza la curación de Eduardo. Poco después llega Fermín con ropa para que se cambien Daniel y Eduardo, que están cubiertos de barro y sangre. Daniel debe irse a ocuparse de ciertos asuntos en la ciudad, pero volverá la noche siguiente. Le encarga a Amalia que cuide de Eduardo y se retira junto con el doctor Alcorta.

Daniel llega a su casa a la madrugada y comienza a redactar cartas. Escribe una a su amada, Florencia, pidiéndole que averigüe qué es lo que saben Doña Agustina Rosas y Doña María Josefa Ezcurra del incidente de aquella noche. Luego escribe cartas para Don Felipe Arana, ministro de Relaciones Exteriores, y para el coronel Salomón, presidente de la Sociedad Popular Restauradora, para referirse al intento de fuga de los unitarios pretendiendo estar del lado federal. Escribe una última carta a un destinatario desconocido con dirección en Montevideo, en la que nombra a los que cayeron víctimas del ataque y pidiendo que no mencionen el nombre del que logró escapar. Luego llama a Fermín, a quien exhorta a serle fiel antes de pedirle que salga a entregar las primeras tres cartas.

Son tiempos difíciles para Juan Manuel de Rosas, quien se hace llamar Ilustre Restaurador de las Leyes, pero que ha sido declarado un “tirano” por representantes de las provincias de Tucumán, Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy. También debe enfrentar el bloqueo francés secundado por el gobierno de Fructuoso Rivera, presidente de la República Uruguaya, y el levantamiento del general Lavalle, que ganó la batalla de Don Cristóbal el 10 de abril de 1840. Aquella noche del 4 de mayo que da inicio a los acontecimientos de esta historia, Rosas se encuentra en su casa, acompañado por un escribano que le lee las comunicaciones de aquellas provincias. Ordena que se los declare a todos “salvajes unitarios” (p.46) y llama a su edecán, Manuel Corvalán, para que firme el oficio.

Rosas manda llamar a Manuela, su hija, que responde en seguida presentándose ante su padre, al que llama “tatita”. Rosas le pregunta quiénes han venido y le pide que preparen la comida. Sentados a la mesa, Rosas incomoda a su hija con el “Padre Vaguá”, un mulato que actúa de bufón, al que ordena que bese a Manuela. Ella intenta impedirlo y se siente ultrajada. Le reprocha a su padre que se complazca en un humillarla “con la canalla más inmunda” (p.53) y también le dice que teme por su vida, porque todos los que llegan a la casa le advierten de los peligros que lo rodean.

La escena se interrumpe con el aviso de la llegada del comandante Cuitiño. Aquel hombre de aspecto siniestro se sienta a la mesa y extiende una mano ensangrentada para recibir el vaso de vino que le sirve una Manuelita horrorizada. Rosas muestra entusiasmo al enterarse de que Cuitiño se encargó de asesinar a los hombres que intentaron escaparse para unirse al ejército de Lavalle, pero se enfurece al saber que uno de ellos escapó. Luego le ordena a Cuitiño, quien asegura que daría la vida por “Su Excelencia” (p.59), que averigüe la identidad del fugitivo.

Cuitiño se marcha y luego llega Victorica, el jefe de policía. Rosas le pide que le lea la declaración de delación de Merlo, que obtuvo información de la criada de Oliden para preparar la emboscada contra los unitarios. Luego, Rosas le explica a Victorica qué debe hacer para descubrir la identidad del que logró escapar: averiguar por medio de la criada quiénes visitaron en el último tiempo la casa de Oliden. Victorica afirma que cumplirá las órdenes de “Vuecelencia” (p.67), pero Rosas le dice que no le ha dado órdenes, sino que le ha enseñado lo que no sabe.

Victorica se retira y llega el cónsul inglés, Juan Enrique Mandeville, que fue mandado a llamar por Rosas. Son las tres de la madrugada. Rosas precisa que Inglaterra interceda en el bloqueo francés, pero sabe que en este momento los poderes europeos tienen sus intereses puestos en la cuestión de Oriente, que disputa una herencia de tierras entre líderes árabes. En vez de hacerle saber esto a Mandeville, lo somete a una conversación incómoda y confusa, que provoca perplejidad en el cónsul inglés. Rosas admite los peligros que enfrenta, y le pregunta a Mandeville si cree que podrá salir victorioso. Mandeville, que no quiere decir nada que lo enfurezca, trata de minimizar la situación alabando el poder del “Excelentísimo Señor” (p.73). Pero Rosas sostiene que logrará vencer no por su poder, sino dejando que los unitarios actúen contra sí mismos. Luego le solicita a Mandeville que comunique todo esto al gobierno inglés, para que sepa que Rosas tiene control sobre la situación.

Se oye el ruido de un hombre que se acerca a caballo. Rosas recibe un pliego que cambia la expresión de su rostro a un “furor salvaje” (p.82). Despacha a Mandeville y permanece un tiempo en su gabinete atormentado por sus pasiones.

Análisis

Amalia inicia con un hecho histórico conocido de la época del segundo gobierno de Juan Manuel de Rosas, recolectado en las Tablas de sangre de José Rivera Indarte y en las Memorias de José María Paz. En aquel episodio, un espía de Rosas, Juan Merlo, lleva a los unitarios Lynch, Maisson, Oliden y Riglos a una emboscada en la que son asesinados. El personaje, que no participó en el acontecimiento histórico y que es una creación literaria de Mármol, no es otro que Eduardo Belgrano, a quien otro personaje inventado, Daniel Bello, rescata. Esto produce que la trama gire en torno de ocultar la identidad del sobreviviente ante la mirada inquisitiva de los secuaces de Rosas. De esta manera, Mármol comienza su “ficción calculada”, como la llama en la Explicación que introduce la edición en libro de 1851, entrelazando personas y hechos reales con personajes y escenas ficticias, lo que hará a lo largo de toda la novela, con la que pretende representar la época rosista y denunciar sus atrocidades.

La novela se divide en seis partes, de entre 12 y 19 capítulos cada una. En esta primera parte, se presenta a los personajes principales, en un marcado contraste entre los federales que son fieles a Rosas –y que son personajes históricos reales– y a los que estos federales reconocen como “unitarios”, aunque no todos ellos, como veremos, se identifican con este partido. La descripción de la apariencia física y de la personalidad de estos personajes tematiza el antagonismo entre civilización y barbarie, colocando en el lado bárbaro y americano a los federales, y del lado civilizado y europeo a los unitarios. Por ejemplo, Eduardo Belgrano –un pariente ficticio de Manuel Belgrano, héroe de la Revolución de Mayo– es un joven apuesto, de ojos negros “grandes y rasgados”, semblante pálido y “expresión melancólica” (p.4); mientras que a Ciriaco Cuitiño, líder de la Mazorca –grupo parapolicial del gobierno de Rosas– se lo describe de “cara redonda y carnuda, donde se [ven] dibujadas todas las líneas con que la mano de Dios distingue las propensiones criminales sobre las facciones humanas” (p.55).

Los espacios que habitan estos personajes también están atravesados por la oposición entre lo civilizado y lo bárbaro. La casa de Amalia –personaje en el que nos detendremos más adelante– se presenta como un refugio acogedor de paredes tapizadas en papel aterciopelado, muebles finos como una “cama francesa de caoba labrada” (p.24) y objetos suntuosos como “libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal […] y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde” (ibid.), entre otros elementos que indican la sofisticación de la dueña de casa. La residencia de Rosas, en contraste, posee un zaguán oscuro, en el que descansan tendidos en el suelo gauchos e indios, un cuarto con una mesa que solo contiene “un candelero con una vela de sebo [y] unas cuantas sillas ordinarias” y una “cocina estrecha y ennegrecida” (p.43).

En Amalia, los espacios privados se verán constantemente acechados por lo que ocurre afuera, en las calles de la Buenos Aires de 1840, escenario privilegiado del terror. Si bien esta primera parte se abre con un episodio de asesinato en pleno espacio público, en el transcurso de la trama veremos una ciudad en la que predomina un silencio casi sepulcral, donde cada sonido aislado, como el ruido de caballos o pisadas que anuncian la llegada de un extraño, puede ser indicio de un inminente peligro. También es necesario el silencio porque, como dice Eduardo, “en Buenos Aires el aire oye, la luz ve, y las piedras o el polvo repiten luego nuestras palabras a los verdugos de nuestra libertad” (p.4). Rosas ha creado un sistema eficiente de espionaje, que tiene como principales delatores a sirvientes y criados, sobre los que el gobierno tiene particular influencia. En efecto, la novela se abre con una emboscada que se planea con la delación de la criada de Oliden. Por eso Daniel le pide a Amalia que despida a los criados que no son de confianza.

El miedo es el motor que mueve a los seguidores de Rosas. Incluso los personajes más sanguinarios, como Cuitiño, manifiestan un pavoroso respeto ante la presencia imponente del “tirano”. En estos primeros capítulos, vemos cómo Rosas provoca el terror no solo a través de la sangre que derraman sus secuaces, sino también a través de la palabra, con la que obliga a llamar a sus enemigos “salvajes” y “traidores”, da órdenes a modo de lecciones para sus esbirros, y doblega a su voluntad a personas importantes, como el cónsul inglés. Otra figura que aquí se presenta como una de las principales víctimas del carácter tiránico de Rosas es su propia hija, Manuelita Rosas, que tendrá su participación en el desarrollo de la trama.

Rosas, entonces, no solo somete a la sociedad con el poder del puñal, sino también con el poder de la palabra, el arma principal que utiliza uno de los protagonistas de la novela, Daniel Bello. Este personaje tiene la convicción de que a Rosas hay que combatirlo no en el exterior, sino dentro de la ciudad; Eduardo lo afirma en el comienzo de la novela, cuando dice que “hay alguien […] que piensa que nuestro deber de argentinos es el permanecer en Buenos Aires” (p.4). La estrategia principal de Daniel es la conspiración, cuyo símbolo son las cartas que envía y que recibe, algunas con mensajes para sus aliados, otras para sus opositores, con quienes pretende ser uno de ellos para evitar sospechas y obtener información con la que elabora sus intrigas. Otro símbolo de sus estrategias conspirativas es el reloj, con el que Daniel busca controlar el tiempo:

Son las doce y tres cuartos de la noche, dijo Daniel mirando su reloj que estaba colocado sobre el marco de una chimenea, a la una y media usted [le dice a Pedro] puede estar de vuelta con el doctor Alcorta (p.21).

De tal modo, Daniel Bello se presenta como el elucubrador de un plan de resistencia contra Rosas que, como veremos, terminará fracasando, lo que se anticipa en la historia cuando leemos que Rosas tiene el plan de vencer a los unitarios “con ellos mismos” (p.77); así se lo dice al cónsul inglés: “Entonces, Señor ministro de su Majestad la Reina Inglesa, cuando se tienen tales enemigos, el modo de destruirlos es darles tiempo a que se destruyan ellos mismos, y eso es lo que hago yo” (p.78). Al igual que Daniel, Rosas también hace uso del tiempo, y prevé un fracaso que el lector conoce, porque sabe que Rosas no fue derrotado en 1840. De esta manera, Amalia también va urdiendo en su trama una crítica a la posición antirrosista de ese entonces, que contrasta con el golpe contra Rosas que se está armando en 1851, cuando se publica la novela.