La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica Temas

El fascismo

La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica es un ensayo tan estético como político. Benjamin elabora su teoría acerca de los efectos sociales que ha generado este nuevo modo de producir arte, y los relaciona con la esfera política; fundamentalmente, con el fascismo.

Es importante destacar que en la década de 1930, cuando Benjamin escribe este ensayo, el fascismo está en pleno auge: Hitler ha llegado al poder en Alemania, Franco ha iniciado la guerra contra los republicanos en España y, en Italia, Mussolini está desde hace más de una década en el poder.

Benjamin encuentra en el cine diferentes características, novedosas para el público de entonces, que son aprovechadas por el fascismo para dominar a las masas:

· El culto a la personalidad: la industria del cine genera un culto a sus estrellas que va más allá de la pantalla y sus interpretaciones frente a la cámara. Se cuenta su vida en las revistas y los periódicos como si fueran mucho más que actores y actrices. De este modo, se logra que la masa les rinda culto por ser “estrellas de cine” en sí y no por su actuación. La masa se enajena y pierde de vista el trabajo que hay en cada interpretación. Este culto a la personalidad es aprovechado al máximo por el fascismo. El caso más claro es el de Hitler, quien es presentado, a través de una propaganda masiva, como mucho más que un político, como un superhombre. Al igual que el intérprete de cine, que es más venerado por ser una personalidad que por sus interpretaciones, el líder fascista es venerado por la magia de su personalidad, y no por sus acciones políticas. Sus decisiones son indiscutibles, como las de un Dios. En definitiva, la industria capitalista del cine educa a la masa para que sea devota de las personalidades, y esto el fascismo lo aprovecha al máximo.

· El efecto de shock: el cine le brinda a las masas un constante efecto de shock para permitirle disfrutar de las películas aun desde la distracción. El cambio de cámaras, los efectos sonoros, las constantes peripecias de la trama mantienen al público fascinado por la pantalla y, a la vez, no le exigen a este analizar activamente qué es lo que está sucediendo artísticamente (como sí lo exige la contemplación de una pintura). Este efecto de shock es clave en la estetización de la política que lleva a cabo el fascismo, que tiene la guerra como su punto cúlmine. El fascismo pone sus esfuerzos en convertir la guerra en un hecho estético a partir del efecto de shock (la posibilidad de matar o morir constantemente) y el uso de la nueva tecnología. De este modo, la guerra es presentada como un espectáculo. El propósito del fascismo, en definitiva, es que la masa vaya a la guerra como va al cine.

· El culto a la tecnología: el cine es el arte más representativo de la época de la reproductibilidad técnica, ya que, en su esencia, está la utilización de un sistema de aparatos tecnológicos novedosos. Este sistema de aparatos (al que Benjamin denomina “nueva naturaleza”) se presenta ante la masa como una atracción fascinante a la que pretenden acceder, tener en sus manos. Benjamin afirma que todas las personas tienen derecho a ser filmadas y, de ese modo, naturalizarse con el sistema de aparatos, tener el acceso que tanto desean. Sin embargo, en occidente, este derecho no se lleva a cabo (como sí sucede en la Unión Soviética). El fascismo, entonces, redirige ese deseo masivo de tener en sus manos el nuevo sistema de aparatos brindándole novedosas armas (lanzallamas, máscaras antigás, tanques) para luchar en la guerra. Nuevamente, el cine ha preparado un terreno que el fascismo aprovecha con fines destructivos y de control masivo.

Es importante aclarar que Benjamin no considera el cine como una herramienta fascista en sí. Para el autor, puede ser un arte útil para destruir la enajenación del proletariado e, incluso, favorecer su revolución. El problema es que, al estar en manos de capitalistas y no en manos del proletariado, es funcional al fascismo y su lógica de control de las masas.

El comunismo

Así como Benjamin analiza la relación entre el nuevo modo de producir arte con el fascismo, también lo hace con el comunismo.

El comunismo es presentado como el reverso del fascismo. Según Benjamin, en la época de la reproductibilidad técnica del arte, el fascismo estetiza la política, mientras que el comunismo, por el contrario, politiza el arte. El cine es el arte en el que ambos movimientos ideológicos aparecen con mayor claridad. En el caso del comunismo, la politización del arte a través del cine se lleva a cabo por estas dos vías:

· El derecho a ser filmado: Benjamin afirma que todas las personas tienen derecho a ser filmadas. Este derecho es fundamental para que la masa se familiarice con el nuevo sistema de aparatos tecnológicos con el que convive. En el cine occidental, ese derecho se le niega a las masas. Sin embargo, en el cine comunista, la masa participa de las películas. Es importante destacar que, al hablar de cine comunista, Benjamin se refiere al producido en la Unión Soviética. Las películas de Eisenstein son, sin dudas, las que mejor representan al cine soviético. Tanto en La huelga (1924) como en El acorazado Potemkin (1925), la masa no solamente participa sino que es protagonista de ambos filmes. Eisenstein, prácticamente, no utiliza actores profesionales, sino que la masa es representada por personas comunes y corrientes que forman parte, precisamente, de la misma.

· La representación de hechos históricos: el cine soviético pone en pantalla episodios históricos relacionados, fundamentalmente, con el proceso revolucionario. De esta manera, contribuye a fortalecer la consciencia política de las masas y destruir el enajenamiento.

La función social del arte

En la época de la reproductibilidad técnica, la función social del arte se modifica drásticamente. Antes de su llegada, este había tenido una función ritual.

En la prehistoria, las imágenes que se pintaban en las cavernas eran realizadas con fines mágicos. Se pintaba un búfalo para favorecer la caza, o una mujer con senos grandes para favorecer la fertilidad. En la Edad Media, las obras de arte eran realizadas con fines religiosos, para estar cerca de Dios. En el Renacimiento, a las obras se les rendía culto por su belleza. En este sentido, les permitía a los espectadores conectarse con la belleza como si se conectaran con una divinidad.

La llegada de la reproductibilidad técnica destruye el aura de las obras de arte y, por lo tanto, su función ritual. ¿Cuál es entonces su nueva función? Favorecer la interacción equilibrada entre la humanidad y la nueva naturaleza: la de los aparatos tecnológicos. El cine es, por su condición natural de ser producido a través de un sistema de aparatos, el arte más importante a la hora de cumplir esta función. Debe, a través de las actuaciones de sus intérpretes, familiarizar al público con el sistema de aparatos y demostrarle que se puede mantener la humanidad frente a ellos; esa humanidad que la masa, diariamente, pierde al someterse a los aparatos en la jornada laboral.

La autenticidad de la obra de arte

Durante toda la historia existieron imitaciones de las obras de arte originales. En la Antigüedad eran realizadas por los discípulos de los artistas para aprender y mejorar su técnica, o por comerciantes que buscaban obtener ganancias.

Sin embargo, esas imitaciones, al ser realizadas manualmente, no eran perfectas. Eran, por lo tanto, concebidas como falsificaciones de la obra auténtica. La reproducción técnica, por el contrario, copia las obras a la perfección. No es posible detectar visualmente la diferencia entre la obra original y la copia. ¿Qué sucede entonces con el valor de autenticidad?

Benjamin introduce el concepto de “aura”. El aura de una obra es aquello que la hace única. Es su aquí y ahora. Cada obra de arte es producida en un espacio y tiempo determinado, y además tiene su propio recorrido histórico. Lo único que no puede captar la reproducción técnica es, justamente, ese aquí y ahora de la obra auténtica. Por ejemplo, si La Gioconda auténtica, pintada por Leonardo Da Vinci, viaja de un museo a otro, o sufre algún tipo de rotura, La Gioconda (o Las Giocondas) reproducida(s) no viajará(n) como lo hizo la obra original ni sufrirá la misma rotura.

Ahora bien, en la época de la reproductibilidad técnica, el aura se destruye. Pierde importancia. Cualquier persona puede tener su propia Gioconda. Esa propia Gioconda no será la que pintó Da Vinci, pero tiene su propia historia: fue comprada en determinado lugar, estuvo en la casa de un familiar, se manchó con la humedad que tenía la pared. Sin embargo, al no ser la obra auténtica, al carecer de aura, hay algo que la reproducción no puede transmitir: la tradición de la obra.

Solamente la obra auténtica puede transmitir su tradición. Esto sucede porque la reproducción no tiene testimonio histórico: esta, por ejemplo, no fue realizada por Leonardo Da Vinci, sino por una máquina. Para que el observador perciba que está observando un testimonio histórico, una obra de arte con tradición, que fue pintada en determinado siglo, por determinado artista, necesita estar sí o sí frente a la obra auténtica.

Por eso, aún hoy, cuando se pueden conseguir reproducciones baratas (pero idénticas) de cualquier cuadro, los museos se siguen llenando, y las grandes obras siguen valiendo millones. El público quiere estar frente a La Gioconda auténtica porque en ella hay algo único que la reproducción no puede transmitir.

El enajenamiento de las masas

Se considera que la “sociedad de masas” nace a partir de la Revolución Francesa. Este es el primer momento de la historia en que todos aquellos que no pertenecían a la nobleza y el clero advirtieron los privilegios que tenían estos y se rebelaron en su contra. La masa es considerada históricamente como el conjunto de individuos que no tiene ningún tipo de privilegio económico, y que conforma mayoritariamente a la sociedad.

Ahora bien, desde un punto de vista marxista (el punto de vista que adopta Benjamin en este ensayo), la masa es considerada un conjunto de personas enajenadas, funcional a los intereses capitalistas. Su enajenamiento, fundamentalmente, le impide a los individuos que la conforman sentir que existe una relación entre su trabajo y los productos que surgen a partir de este.

Benjamin parte de esta base para analizar la importancia política y social que tiene el arte en la época de la reproductibilidad técnica. Según el autor, la masa se somete diariamente a un conjunto de aparatos que le quitan su humanidad, que la enajenan: las novedosas máquinas que fueron apareciendo en las fábricas desde la Revolución Industrial. La masa, enajenada, opera día a día con ese sistema de aparatos, pero no lo comprende. Lo acciona de manera robótica (Tiempos modernos, el filme de Charles Chaplin, retrata esto a la perfección). Como consecuencia, la masa no percibe ninguna relación entre su trabajo robótico, inhumano, enajenado, y el producto que genera dicho trabajo.

La relación entre la masa y el arte

Según Benjamin, el arte (sea cual sea) siempre se ha encargado de generar su propia demanda, es decir, su propio público. Para lograrlo, en todas las etapas históricas tuvo que adaptar sus creaciones y sus modos de exhibirlas a las exigencias de un público que, a la vez, se fue transformando a través de los siglos.

La época de la reproductibilidad técnica en el arte coincide con el advenimiento de la sociedad de masas. Esta coincidencia no es casual, sino causal. La reproductibilidad técnica, que se instaló para distribuir masivamente el arte, no habría tenido razón de ser si hubiera carecido de un público que la consumiera. Este es, precisamente, la masa.

Ahora bien, ¿qué le exige este nuevo público, la masa, al arte? Si bien, como hemos dicho, durante el transcurso de la historia el público consumidor de arte modificó sus exigencias, dicho público en sí nunca se había transformado a tal punto como con la llegada de las masas. Es decir, los consumidores de arte habían sido, prácticamente, siempre los mismos; unos pocos selectos: nobles, miembros del clero, aristócratas. Es lógico, entonces, que la masa, este público novedoso, haya llegado con exigencias también novedosas.

Según Benjamin, lo que la masa le exige fundamentalmente al arte es poder ser supervisora de sus productos. El público masivo necesita poder dar su dictamen acerca de cualquier obra de arte, de manera colectiva. Antes, eran aquellos pocos privilegiados quienes accedían a las obras y daban su veredicto de forma particular. La masa es un sujeto colectivo que quiere actuar como tal frente al arte.

Es por esto que, según Benjamin, el cine es el arte masivo por excelencia. En la sala de cine, la masa puede dar su veredicto al instante y de manera simultánea. La carcajada colectiva, los aplausos al finalizar la película (o, incluso, en alguna escena destacada), o el abandono masivo de la sala son algunos de los modos que tiene la masa de dar su veredicto, de ejercer su supervisión sobre la obra de arte.

Por el contrario, la pintura no puede satisfacer esa demanda de ser supervisada masivamente. En la naturaleza de la pintura está el hecho de ser contemplada por unos pocos. La creación de los museos no reparó este problema, ya que, aunque en estos pueda haber una gran cantidad de personas mirando un cuadro al mismo tiempo, estas personas no se sienten habilitadas para dar un veredicto colectivo. En los museos reina el silencio. Las personas apenas susurran sus opiniones con sus conocidos. La masa no se conforma como tal y, por lo tanto, no da su veredicto. La pintura es, en este sentido, un arte pre-masivo que, según el autor, está condenado a la decadencia.

Ahora bien, al analizar el enajenamiento de la masa (ver tema anterior) desde la esfera artística, Benjamin llega a la conclusión de que la función social del arte en la época de la reproductibilidad técnica es lograr un equilibrio entre la humanidad y el novedoso sistema de aparatos. Es decir, debe darle la posibilidad a la masa de comprender y poner a su servicio las máquinas que, diariamente, la someten. El cine es el arte más propicio para llevar a cabo esta función. El intérprete de cine es quien debe demostrarle a la masa que se puede mantener la humanidad frente a un sistema de aparatos (en este caso, la cámara, los micrófonos, los reflectores, etc.), y contribuir así a la destrucción de su enajenamiento.

El intérprete de cine y el intérprete de teatro

Así como el cine es el arte que, en esencia, carece de aura, el teatro es, por el contrario, el que, en la época de la reproductibilidad técnica, mejor preserva el suyo. Para explicar esto, Benjamin toma como ejemplo las diferencias entre los intérpretes de ambas artes.

La principal diferencia es que el intérprete de cine, para poder realizar su actuación, debe renunciar a su aura, a su “aquí y ahora”, ya que está interpretando escenas que son fragmentarias y que solamente adquirirán sentido cuando se unan al resto, es decir, luego de que la película haya pasado por su proceso de montaje y esté finalizada. La pérdida del aura del intérprete de cine viene acompañada, además, de la pérdida del aura de lo que representa.

Por el contrario, el intérprete de teatro necesariamente está en el “aquí y ahora”. Si bien una obra original puede ser reproducida por diferentes directores y actores siglos después de haber sido escrita e interpretada por primera vez, en la ejecución de la reproducción la actuación del intérprete tiene, necesariamente, su propia aura. A la vez, el aura del actor de teatro no puede ser separada del aura de la obra de teatro, de aquello que está representando.

Otra de las grandes diferencias se da en relación con el adentramiento del intérprete en su papel. El actor de cine trabaja en el fragmento. Puede, en determinado día, actuar que está saltando por la ventana, y la huída (que en la película, tras el montaje, aparecerá a continuación) puede haber sido filmada días antes. Esta fragmentación se debe a las exigencias del sistema de aparatos que domina el cine: iluminación, cámaras, micrófonos. Dicha fragmentación, según Benjamin, le prohíbe al intérprete de cine adentrarse en su papel. El actor de teatro, en cambio, al tener que desarrollar su papel sobre el escenario, manteniendo la unidad desde el principio hasta el final de la obra, debe necesariamente hacerlo.

Otra diferencia fundamental es que el actor de cine desarrolla su performance frente a un sistema de aparatos y de especialistas (director, sonidistas, iluminadores), en lugar de hacerlo frente al público, como sí lo hace el actor de teatro.

Por último, el intérprete de cine actúa en una sucesión de pruebas. Al no saber cuál es la toma que finalmente quedará incluida en la película, ninguna de sus actuaciones es en sí la actuación definitiva, verdadera. Benjamin afirma que esta característica es más propia del deporte que del arte. En el deporte, aquel que, por ejemplo, lanza la garrocha, lo intenta varias veces hasta lograr su mejor performance. El actor de teatro, por supuesto, tiene sus ensayos previos, pero su actuación es única y verdadera, ya que se desarrolla sobre el escenario, frente al público. Por lo tanto, el intérprete no tiene la posibilidad de frenar en mitad de una escena o de la obra y recomenzar para mejorar su trabajo.