La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica

La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica Citas y Análisis

“En principio, la obra de arte ha sido siempre reproducible”.

Walter Benjamin, Capítulo II, p. 39.

Tras el prólogo, Benjamin comienza su ensayo con esta afirmación. Es clave comprender que las obras, durante toda la historia, fueron copiadas. La diferencia entre la reproducción manual y la reproducción técnica radica en que la primera produce copias imperfectas, mientras que la segunda produce copias que no se distinguen sensorialmente de las originales.

A las copias realizadas mediante la técnica manual, según el autor, se las considera imitaciones o meras falsificaciones. Estas no tienen ningún tipo de valor frente a la obra original. Por el contrario, las reproducciones realizadas técnicamente sí tienen un valor. Esto se debe a dos razones. Por un lado, la reproducción técnica es más independiente que la obra original. Por ejemplo, en una fotografía de una pintura original se pueden resaltar ciertos colores, o se puede captar a la obra desde un determinado punto de vista. Por otro lado, la réplica de la obra original puede estar en lugares en donde esta no puede estar. Por ejemplo, una obra coral que fue ejecutada en una sala puede ser escuchada en la habitación de una casa. La imitación también puede estar en un sitio donde la obra original no está, pero al no ser una copia perfecta no es percibida sensorialmente como si fuera la obra original. Es decir, aquel que, en lugar de escuchar un vinilo de Pink Floyd, ve a una banda en vivo tocando temas de Pink Floyd, sabe que lo que está escuchando, en definitiva, no es Pink Floyd, sino una imitación.

“Incluso en la más perfecta de las reproducciones una cosa queda fuera de ella: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra”.

Walter Benjamin, Capítulo III, p. 42.

En esta cita, Benjamin define qué es aquello que la reproducción técnica, aun siendo absolutamente perfecta, no puede copiar de la obra original, su “aquí y ahora”.

Cada obra auténtica tiene una historia propia que sus reproducciones no pueden captar. Las transformaciones físicas que sufre a través del tiempo, el cambio de lugar en el que estuvo exhibida o incluso el cambio de propietario son condiciones imposibles de reproducir. Este “aquí y ahora” de la obra es lo que, en definitiva, le otorga su autenticidad. A la vez, esa autenticidad es lo que le da a dichas obras su “aura”.

“Día a día se hace vigente, de manera cada vez más irresistible, la necesidad de apoderarse del objeto en su más próxima cercanía”.

Walter Benjamin, Capítulo IV, p. 47.

Para que la reproducción técnica de las obras haya alcanzado los enormes niveles que alcanzó es fundamental que sus productos tengan un público que las consuma. Este público es la masa.

La masa, en la sociedad capitalista de consumo, tiene un deseo constante de estar cerca de las cosas, de tenerlas en sus manos, de apropiárselas. Es a causa de este deseo “irresistible” que la masa termina quitándole importancia a la autenticidad de las obras, ya que poseer o contemplar una obra auténtica no es algo de fácil acceso. La obra auténtica no está a su alcance, no puede satisfacer este deseo urgente de poseer. En su lugar, la masa consume aquello que tiene a mano: la copia, la reproducción técnica.

En definitiva, en esta cita Benjamin explica la interrelación básica que existe entre el capitalismo, la reproducción técnica y la masa.

“El modo originario de inserción de la obra de arte en el sistema de la tradición encontró su expresión en el culto”.

Walter Benjamin, Capítulo V, p. 49.

En sus orígenes, las obras de arte surgieron al servicio de rituales mágicos que, luego, se transformaron en rituales religiosos. En los tiempos prehistóricos, la persona que pintaba un búfalo en la cueva no lo hacía para ejercitar sus dotes como artista ni para mostrar su obra a los demás, sino que lo hacía para propiciar la cacería de búfalos; la persona que pintaba una mujer con senos gigantes, lo hacía para propiciar la fertilidad. El valor de estas primeras imágenes artísticas radicaba en su conexión con lo mágico. A las obras se les rendía culto. El aura de la obra era fundamental para que esto sucediera. En la época de la reproductibilidad técnica, las obras, al perder su aura, pierden también su rol como objeto de culto; dejan de existir como parte de un ritual, y deben encontrar su fundamentación en una nueva esfera social. Según Benjamin, esta esfera es la política.

“Sería posible exponer la historia del arte como una disputa entre dos polaridades dentro de la propia obra de arte, y distinguir la historia de su desenvolvimiento como una sucesión de desplazamientos del predominio de un polo a otro de la obra de arte”.

Walter Benjamin, Capítulo VI, p. 52.

Esas dos polaridades de las que habla la cita son el valor de culto (o valor ritual) y el valor de exhibición. Antes de la llegada de la reproductibilidad técnica, el valor dominante en las obras de arte era el de culto (o valor ritual). La reproductibilidad técnica provocó que el valor de exhibición desplazara al valor de culto.

Como hemos visto en el análisis de la cita anterior, las obras de arte, antes de la llegada de la reproducción técnica, estaban ligadas con la magia, la religión, o incluso se les rendía culto por su belleza (como sucede durante el Renacimiento). En estas obras, predominaba el valor de culto. Ahora bien, para que las obras tuvieran este valor era fundamental que no fueran exhibidas. Por ejemplo, en los templos griegos hay estatuas de dioses que solo pueden ser vistas por los sacerdotes. En la religión católica, existen ciertas imágenes de la Virgen María que se cubren con un velo durante gran parte del año. Es decir, para que las obras mantuvieran su valor de culto, era necesario que el valor de exhibición fuera prácticamente nulo.

La llegada de la reproductibilidad técnica trajo consigo, como nunca antes en la historia, la posibilidad de exhibir las obras. Un canto gregoriano, que en otros tiempos solo se escuchaba en el momento presente, en la iglesia, ahora puede estar grabado y ser escuchado en miles de casas, simultáneamente. Esos mismos búfalos que fueron pintados en las cuevas ahora son visitados por cientos de miles de turistas cada año. En la era de la reproductibilidad técnica, las obras de arte perdieron su aura y, finalmente, el valor de exhibición reemplazó y sepultó el valor de culto.

“Fue el estado de su técnica lo que llevó a los griegos a producir valores eternos en el arte”.

Walter Benjamin, Capítulo VIII, p. 60.

En la Antigüedad clásica, los griegos carecían prácticamente de medios para reproducir técnicamente sus obras de arte (solamente tenían dos: el vaciado y el acuñamiento). Por lo tanto, las obras eran necesariamente únicas, y debían ser realizadas de una vez y para siempre. Es decir, no podían mejorarse mediante ningún tipo de reproducción técnica. El artesano que hacía un jarrón no podía cometer ningún error en el proceso de realización, ya que ese error quedaría grabado en la obra por siempre. El hecho de que tuvieran que ser confeccionadas de una vez y para siempre les otorgaba a las obras su “valor eterno”.

Sin embargo, en la época de la reproductibilidad técnica, aparece un arte que se sustenta, precisamente, en la destrucción del valor eterno: el cine. Las películas no pueden ser hechas de una vez y para siempre. El proceso de filmación y montaje es absolutamente fragmentario. Las escenas se filman muchas veces, luego se recortan, se les agregan efectos. El cine tiene en su esencia el hecho de ser un arte que constantemente puede ser mejorado. Los consumidores de arte, que en la Antigüedad clásica tenían en alta estima el valor eterno de las obras, en la era de la reproductibilidad técnica no le otorgan ningún tipo de importancia a este valor.

“Son las mismas masas que, en la noche, llenan las salas de cine para tener la vivencia de cómo el intérprete de cine toma venganza por ellos no solo al afirmar su humanidad ante el sistema de aparatos, sino al poner esa humanidad al servicio de su propio triunfo”.

Walter Benjamin, Capítulo X, p. 68.

La evolución de la técnica, sobre todo a partir de la Revolución Industrial, ha llenado el mundo de nuevos aparatos y máquinas. La masa, día a día, se somete a esos aparatos en sus jornadas laborales. Al no comprenderlos, pierde su humanidad ante ellos. Aprieta los botones o acciona palancas sin comprender realmente cómo a partir de dichos movimientos humanos la máquina fabrica un zapato o un automóvil. El ser humano no percibe al producto final como uno realizado por él, sino por la máquina.

El intérprete de cine también trabaja con un sistema de aparatos a su alrededor (cámaras, micrófonos, reflectores). Sin embargo, su trabajo consiste en mantener la humanidad en cada actuación. En lugar de perder la humanidad, como lo hace la masa en su jornada laboral, debe reafirmarla. Debe dominar al sistema de aparatos, imponer su humanidad sobre este.

Esta es una de las citas más importantes de Benjamin en relación con las virtudes del cine. El autor encuentra que este nuevo arte puede ayudar a destruir la enajenación de las masas, ayudar a que la masa tome consciencia de su humanidad y, por lo tanto, conducirla a que se rebele contra el dominio de los aparatos y sus dueños: los propietarios de los medios de producción.

“El actor que se desenvuelve en el escenario se identifica con su papel. Al intérprete de cine, muy a menudo, esto le está prohibido”.

Walter Benjamin, Capítulo XI, pp. 70-71.

Para marcar la enorme diferencia que tiene el cine con el resto de las artes, Benjamin lo compara con el teatro. El cine y el teatro tienen una característica fundamental en común: sus obras son llevadas a cabo por actores que interpretan la trama.

Benjamin, entonces, compara al actor de teatro con el de cine. Las diferencias entre uno y otro demuestran, entre otras cosas, que el cine carece de aura, mientras que el teatro es el arte que ofrece mayor resistencia a la pérdida del aura en la época de la reproductibilidad técnica.

En esta cita en particular, el filósofo hace referencia a la exigencia que tiene el actor de teatro de identificarse con su papel, en contraste con la imposibilidad del actor de cine para hacer lo mismo. ¿A qué se debe esta diferencia? El actor de cine trabaja en el fragmento. Esta fragmentación se debe a las exigencias del sistema de aparatos que domina el cine: iluminación, cámaras, micrófonos. Dicha fragmentación, según Benjamin, es lo que le prohíbe al intérprete adentrarse en su papel. El actor de teatro, en cambio, al tener que desarrollar su papel sobre el escenario, manteniendo la unidad desde el principio hasta el final de la obra, debe necesariamente adentrarse en su rol. Se trata esta de una diferencia puntual que demuestra cómo el actor de cine prescinde del “aquí y ahora”, de su aura, mientras que el actor teatral depende de la misma.

“La expropiación del capital invertido en el cine es una exigencia urgente del proletariado”.

Walter Benjamin, Capítulo XIII, p. 78.

Según Benjamin, el cine es el arte que puede contribuir con mayor eficacia a destruir la enajenación que somete a las masas y favorecer, de este modo, su levantamiento en contra de los capitalistas que los mantienen sometidos. Sin embargo, en occidente, la industria del cine, al estar dominada por el capitalismo, es contrarrevolucionaria y afín a los propósitos del fascismo.

En este punto, es fundamental lo que Benjamin denomina “culto a la personalidad”. El intérprete de cine debe sacrificar su aura para actuar. La industria del cine occidental ha construido el culto a la personalidad para retribuir al intérprete su sacrificio. El culto a la personalidad consiste en lo que hoy denominaríamos “ser famoso”. Mediante revistas, periódicos, noticieros, la industria del cine se ha encargado de que la masa conozca íntimamente la vida de las grandes estrellas de cine: quiénes son sus parejas, cuáles son sus gustos, sus hobbies.

Este culto a la personalidad genera la idea, en la masa, de que el intérprete de cine es mucho más que un intérprete. No es una persona que mantiene su humanidad frente a la cámara al realizar su trabajo, sino una especie de superhombre. Esto es aprovechado por el fascismo, que tiene como una de sus características más importantes el culto a sus líderes. El caso más claro es, sin dudas, el de Hitler, a quien la masa que lo apoyaba consideraba una especie de superhombre que estaba a cargo del destino de los alemanes, un salvador mesiánico. Al igual que el intérprete de cine, que es más venerado por ser una personalidad que por sus interpretaciones, el líder fascista es venerado por la magia de su personalidad, y no por sus acciones políticas. Sus decisiones en este plano son indiscutibles como las de un Dios. En definitiva, la industria capitalista del cine educó a la masa para que sea devota de las personalidades. El fascismo aprovechó esa educación y la trasladó a la esfera política. Por eso, es urgente que el proletariado expropie el capital invertido en el cine y tome el control de la industria cinematográfica.

“El dadaísmo intentó generar con los medios de la pintura (o de la literatura, en su caso) los efectos que el público encuentra ahora en el cine”.

Walter Benjamin, Capítulo XVII, p. 89.

El dadaísmo se caracteriza por destruir de antemano el aura de las obras que produce. En lugar de proponerle al espectador regocijarse contemplando la obra, le propone distraerse a través del arte. Dicha distracción se sustenta, fundamentalmente, en generar irritación pública.

Benjamin afirma que el dadaísmo convirtió la obra de arte en un proyectil que se impactaba en el espectador. De esta manera, favoreció la demanda del público por el cine, que atrapa a sus espectadores, también, gracias a la distracción. Sin embargo, en el caso del cine, la distracción no se sustenta en generar irritación pública, sino en “el cambio de escenarios y de enfoques que se introducen, golpe tras golpe, en el espectador” (pp. 90-91).